La vida no se mide en minutos se mide en momentos.
A veces podemos pasarnos años sin vivir en absoluto, y de pronto toda nuestra vida se concentra en un solo instante.

viernes, 22 de marzo de 2013

Gladiador

Hace años estuve en el Coliseo, en Roma. Al entrar sentí algo especial. Un escalofrío recorrió mi espalda al sentarme durante un rato y observar ese lugar. Cientos de vidas habían embarcado desde allí en la barca de Caronte. Cientos de almas habían pasado al otro lado del río Estigia o Aqueronte, lo mismo da, camino al infierno. Gladiadores que luchaban por su supervivencia, matar a cualquier precio. Nadie se podía poner en el camino de la libertad ya fueran leones o tigres o el peor animal salvaje de todos, otro gladiador.
Agarrarse a la vida, por eso combatían. Aferrarse a lo único que podía sacarles de su triste existencia. Sus propias ganas de vivir. Pelear con cualquier cosa que tuvieran a mano. Incluso si fuera necesario matar a su adversario a bocados. Todo vale. En el foso no hay leyes. La mente y el cuerpo están unidos por un fin común que es llegar al desenlace final con vida. Conseguir que el emperador, viendo tu pundonor y tu valentía, te perdone la vida. Que la gente vitoreé tu nombre y hacer presión para que el pulgar mire hacia arriba.
Me considero un gladiador. Un luchador nato. Hace meses me agarré al ejercicio físico para sobrevivir, para no sucumbir ante mi desgana y apatía. De la rabia saqué la fuerza, de la incomprensión de los hechos saqué el impulso necesario para obligarme cada tarde a fortalecer mi cuerpo. Ese era el punto de partida. Y como dijeron los antiguos sabios mi lema fue mente sana en cuerpo sano.
Pero llegó un momento en el que la rabia se fue y cada vez me resultaba más difícil seguir el ritmo endiablado que me había propuesto. Lo que en un principio hacia sin descanso ahora me costaba bastante más. Pero entonces me topé con Greg. Viendo variantes de ejercicios en Youtube di con un video de este tipo. Al instante me enganchó. La forma de hablar, de entrenar, de enfrentarse a la vida me hipnotizaron. En realidad, desde fuera, parece un maldito tío cachas vanidoso y bastante presuntuoso. Pero lo que dice y como lo dice es realmente interesante. Y desde luego sabe motivar.
¿Cuando sabes que has dedicado el suficiente tiempo a una cosa? Siempre que haces algo te preguntas, ¿ya está bien o sigo un poco más? Y este tío responde con algo de lo más coherente. Si hoy dices que no es suficiente mañana siempre tendrás suficiente. Es decir, no hay que conformarse. Hay que ir hasta el final. Quedar agotado y extenuado en el intento. Hay que aprovechar el tiempo que tenemos y exprimirlo al máximo. Rendimiento óptimo. Que toda la energía que aportes se vea recompensada con lo que deseas conseguir.
La diferencia entre un ganador y un perdedor no esta en la genética de esa persona ni en su posible potencial sino en la perseverancia. Cuando uno cae hay que levantarse e intentarlo una vez y otra y otra. El perseverante es el que gana.
Mientras escuchas a este hombre te dan ganas de invadir Polonia como una vez dijo Woody Allen de Wagner.
Y en este momento lo pongo de fondo mientras me visto para bajar a la guerra. Para hacer ejercicio. Cada día me cuesta más. El cuerpo físico esta agotado. Me siento como sí me hubiera caído de una azotea y al caer me hubiera golpeado con todas las ramas de un árbol. Por eso tengo que mentalizarme. Saber que el éxito es duro. No es un camino sencillo.
Y lo peor de todo es el ego. La vanidad. Esto hay que hacerlo por uno mismo, sino estas condenado al fracaso.
En cada faceta de nuestras vidas cada objetivo debe ser nuestro. Para estar a gusto con uno mismo. Para mirarse al espejo y decir lo has conseguido.
Greg, el a priori prepotente hombre con más músculo que cabeza, se ha convertido en mi salvador por llamarlo de alguna forma. En la persona que con sus ideas, con sus arengas ha mantenido mi fe en un Rubén mejor. Tanto físicamente como mentalmente.
El miedo que puedo llegar a tener es bueno, yo lo creo, yo puedo destruirlo. No hay que temer nada. Paso a paso, superando metas, lo conseguiré.
Y el gladiador sale a la arena pertrechado con sus escasas armas, una pequeña espada corta, un escudo, un casco con una pequeña visera coronado por un puñado de plumas y un brazalete que le cubre parte del pecho. Sus únicas defensas ante la muerte, ante el fracaso. Y si mirásemos a los ojos a estos valientes, a estos hombres de otra época veríamos vida, coraje, arrojo, fuerza, determinación. Su mirada sería de absoluta certeza de que venderían cara su piel. Vencer o morir.
Esa es mi mirada ahora mismo. The eye of the tiger. La mirada del tigre.

martes, 19 de marzo de 2013

No hay nada más triste que los caballitos pony

Ayer me dirigía al trabajo y escuchaba en la radio este estribillo de una canción que jamás había escuchado. Repetía una y otra vez el cantante del grupo que no había nada más triste que los caballitos pony. En un principio me descojoné, porque no decirlo. Pero luego me puse a pensar. ¿Habrá cosas más tristes que los pobres animalitos del estribillo?
Y claro, encontré varias que si lo eran.
Por ejemplo, es triste que el sábado alguien me pidiera algo para comer. Un tio de entre 30 o 40 que me dijo que no tenia dinero y que estaba sin trabajo. Le preparé un bocadillo de tortilla y al salir de trabajar me encuentro el bocadillo tirado en la calle. Mucha hambre no tendría. Que pena de tortilla.
Parado en un semáforo, unos kilómetros después de escuchar la canción, pasó una chica empujando una silla de ruedas. En ella iba un señor muy mayor, tapado con una manta hasta el cuello. Eso me pareció muy triste. Acabar así tus días, dependiendo de otras personas para hacer lo más sencillo del mundo que es andar. Hace unos días escuché a dos señoras en el metro. Ya mayores pero se conservaban bien, y una le decía a la otra, envejecer es una enfermedad. Entonces pensé que ese comentario era algo desmesurado pero viendo al pobre señor de la silla de ruedas descubrí que tenía toda la razón del mundo. Es jodido envejecer.
Sin duda es triste ver a una señora de sesenta y muchos operada de la cara, ponerse labios o botox. En realidad, esto más que triste me parece patético. No se quien les habrá dicho que queda bien. ¿En qué planeta eso se considera sexy?
Una cosa realmente triste es descubrir que tus padres son los reyes magos. Eso es una auténtica hecatombe. La desilusión al darte cuenta del engaño navideño es morrocotuda. Toda tu infancia portandote bien para que la noche de reyes no se olvidaran de ti y se colaran en casa dejando regalos y luego todo es un vulgar timo.
Para llorar es el tema del dentista. Me parece tristísimo que haya gente que se gane la vida sacando dientes. ¡Por dios santo, son los torturadores del siglo XXI! Aprendices de los verdugos de la santa inquisición.
Bueno, y no me digáis que no es lamentable sentarse encima de las gafas de sol. Se me parte el alma.
Una de las cosas más tristes, sobre todo para ellas, es encontrar que no te entran los vaqueros. Eso al menos reza la publicidad de los all-bran. Nada, ¡a desayunar los copitos de trigo!¡hip, hip, fibra!
Conocer a una persona, y que al mes ella se vaya 10 días a otro país es verdaderamente trágico. Sobre todo porque desearías haber ido con ella.
Una de las cosas más tristes que me han pasado es comprar un helado y que antes siquiera de haberlo probado se caiga al suelo. Eso es una absoluta catástrofe. ¡No!¡Qué he hecho para merecer esto!
En fin, si que hay cosas más tristes que ver a los caballitos pony.


viernes, 15 de marzo de 2013

¿Pirata o corsario?

Dentro de unos días iré a La Manga de nuevo.
Será la tercera vez en pocos meses. Cada una de ellas con mentalidad diferente y por lo tanto habré visto 3 versiones de ésta.
Al igual que cuando uno relee un libro al cabo de los años y descubre nuevos matices en su lectura he observado cambios y lugares ocultos de mi forma de ser. Un nuevo Rubén ha surgido.
La primera vez fui acojonado de la vida, acojonado por la soledad, acojonado por sentirme abandonado. Estaba triste y me hacía demasiadas preguntas. Aún luchaba por algo acabado, daba coletazos cual pez fuera del agua intentando superar la muerte, y al igual que el pez da sus últimas bocanadas buscando el mar y su habitat yo suspiraba por volver a mi anterior vida y recuperar mi territorio. La visión que tuve de La Manga la podéis leer aquí. Desencanto. Añoranza por un tiempo mejor. Veía las cosas a través de una mirada melancólica. Mis ojos, llenos de tristeza, observaban cada lugar de este pueblo con un toque de amargura y pesadumbre.
La segunda vez huía. Me fui a La Manga huyendo de la felicidad que parece haber en las Navidades. No soportaba la aparente dicha de la gente. Yo no era feliz y por ende quería que nadie lo fuera. Y como no podía evitar eso me largué al único lugar que conozco que esta desierto en esa época del año. Eran sentimientos egoístas. Sin embargo, fue un viaje esclarecedor. En mi soledad me di cuenta de que lo único que valía en ese momento de mi vida era yo. Y que para salir de ese agujero en el que me encontraba, primero tenía que estar a gusto conmigo mismo. En ese viaje apagué el móvil, me desvinculé del mundo y paseé a solas. Me levantaba cada mañana y miraba el mar. Descubrí la soledad del marinero pese a estar en tierra firme y me gustó. Desayunaba mi croissant sentado en la terraza de mi casa escuchando las olas y mis pensamientos. Hacia mucho tiempo que no me escuchaba, demasiado. Este segundo viaje también lo narré aquí y podéis ver que hay, sin duda, esperanza en mis palabras. Se ve un sendero hacia la recuperación interior, el comienzo de un nuevo camino. Aún distaba mucho de estar bien, de hecho estaba a mil malditos kilómetros de estar en armonía pero había dado un gran paso.
Esta tercera vez, a diez días vista de mi viaje, estoy tranquilo y nervioso a la vez. Nervios por estrenar mi coche nuevo. Un reciente compañero de viaje con el que haré el camino iniciatico hacia la costa al igual que hice con mi anterior amigo. El mismo recorrido, las mismas fechas, distinto Rubén.
Sí, soy otro. Ya no estoy triste ni huyo. Ahora deseo disfrutar cada momento. Sea cual sea este. Si es bueno me reiré y si es malo lloraré pero sin temor, sin miedo. Ahora estoy tranquilo. Todo aquello que perturbaba mi alma se quedó atrás. Mis obsesiones están controladas. Mis debilidades las mantengo a raya. Algún día me levanto con mejor humor que otros pero supongo que como cualquier hijo de vecino. Todo el mundo tiene sus idas y venidas. Todos pasan por esos días en los que te apetece tumbarte en la cama, taparte hasta las orejas, hacerte un ovillo y dejar salir alguna lágrima. No creo que sea malo, al contrario, creo que es liberador. Después te sientes mejor. Te sientes como un navegante en su buque en medio de la mar. Libre para ir en la dirección que desees.
¿Qué soy yo, un pirata o un corsario?
Un pirata es un navegante que asalta buques en busca de dinero. Oro y joyas. Riquezas. El corsario es lo mismo pero con un matiz. El rey o la reina de turno le da a un pirata un papel, una patente de corso, con el cual ya puede asaltar a los enemigos de la corona sin transgredir la ley. Eso si, tendrá que compartir el botín.
¿Qué seré? Seguridad o valentía. Me decanto por ser pirata. No esconderme de lo que soy. Enmascarar la naturaleza de uno mismo detrás de cualquier excusa torpe y superflua es una tontería. Un corsario es un pirata que no se atreve a dar ese paso y hacer lo de siempre, atacar y desvalijar buques, sin red. Se guarda el as en la manga de la patente pero el sabe lo que es. Un pirata. El peor de todos. El que no va con la verdad por delante.

lunes, 11 de marzo de 2013

Accidente

Momentos antes estaba feliz. Sonriendo delante de ella, bebiendo poco a poco para alargar la noche. Disfrutando de su voz, de sus historias, de sus ojos.
Instantes antes conducía pensando en lo rápido que suceden las cosas, en lo lejano que se me antojaba la tristeza. Mientras recorría Madrid mi semblante reflejaba mi estado de ánimo. Absoluta felicidad por haber estado junto a ella. 
Segundos antes tomaba una curva, un fatídico giro hacia la derecha. Y de pronto el coche hizo un extraño. Noté la parte de atrás deslizarse. La carretera desapareció unas milésimas de segundo. Estaba  haciendo un giro de 360º. En ese instante me di cuenta de que la cosa pintaba mal. Y a mi mente vino solo una meta, una idea, un objetivo. Sobrevivir. Hace tres o cuatro meses me habría dejado llevar. Si el destino decidía que era mi momento no habría hecho nada por evitarlo. Sin embargo en esos momentos quería salir de ese trance con vida. Había algo por lo que luchar. Y así hice. Cogí el volante con fuerza y lo gire en el sentido contrario del deslizamiento para intentar contrarrestar la inercia del coche. No lo conseguí y acabé por completar el círculo. Una circunferencia que me llevo a impactar contra una valla. El choque fue sonoro, el metal del coche crujió, los airbag sisearon, chasquidos por todos lados. El coche salió rebotado y aún con las manos en el volante, sin haberlo soltado, pude situarlo en un lugar donde no estorbara a la pocos coches que pasaban a esa hora de la noche por esa carretera. A duras penas veía nada. Había humo dentro del habitáculo. Humo blanco, pero no olía a quemado. No olía a fuego. Reaccioné rápido e intenté abrir la puerta, estaba atascada. Empujé más fuerte y una abertura mínima me dejo sacar una pierna. Me paré en seco. Se me olvidaba algo. Las llaves. No se por qué pero pensé que era mejor girar la llave del contacto y quitarlas. Con ellas en la mano salí. Fuera, en la oscuridad de la noche, había un silencio roto por un susurro. Y como sí fueran los últimos extertores de un animal herido de muerte escuche a mi infatigable compañero de viajes susurrar algo. Un sonido débil, un silbido apenas audible. Y de pronto, cesó. Había muerto. Me alejé unos metros y en ese preciso momento al mirar el coche vi la magnitud del suceso. Y todo el aplomo  y determinación que tuve durante los dos minutos anteriores se desvaneció. Empecé a temblar. Me encontraba en un puente. La valla contra la que había chocado me había salvado de un desenlace mortal. De una caída al abismo del olvido. Durante 10 minutos me quedé inmóvil, mirando mi coche. Mi cerebro se quedó bloqueado. Un coche me sacó de mi ensimismamiento. Paró y escuché a alguien preguntar si estaba bien, si necesitaba ayuda. Contesté mecánicamente que todo estaba bien sin mirar siquiera a la voz que se había dirigido a mi. El coche arrancó y se fue. Me quedé sólo, en medio de la carretera y por fin cogí el móvil. Mis manos temblaban. Busqué el número de mi madre y pulsé para llamar pero al momento me acordé de que ella lo apagaba  por la noche. No pensé en llamar a casa, sólo un nombre me vino a la cabeza. El de ella. Y la llamé. He tenido un accidente dije. Ella contestó voy para allí. Ni se lo pensó. Me preguntó que donde estaba y conseguí darle mi ubicación pese a estar aún algo desorientado. Me senté en un muro de hormigón a esperar. Una espera interminable, tanto que la volví a llamar. La necesitaba ya. Oír su voz por teléfono me devolvió algo de valentía y mi mente renació, se puso en marcha. ¿Cuál era el siguiente paso? Me acerqué a mi coche y con el respeto que se le tiene a un compañero muerto en acto de combate abrí la puerta del lado intacto. Una nube de humo salió como sí de su espíritu se tratara y se elevó hacia el cielo. Descansa en paz. Abrí la guantera y saqué los papeles del coche. ¿Dónde narices está el número del servicio de atención en carretera? Maldita sea. ¡Por qué guardaré tantos papeles inservibles! Después de varias imprecaciones de este estilo encontré el dichoso número y marqué. Me enviarían una grúa lo más rápido posible. Y mientras hablaba con el operador apareció ella. Una visión celestial. Mi ángel de la guarda. Deseaba abrazarla, sentir que estaba vivo, ya que aún no me creía haber tenido tanta potra como para salir indemne de este calamitoso accidente. El abrazo fue reparador, reconfortante. Pude sentir su olor y eso realmente me tranquilizó. Empezamos a organizar todo. Ella puso orden en mi mente. Chaleco, triángulos, grúa. Todo listo. Todo preparado. Excepto un inoportuno inconveniente, la guardia civil.
Tenía miedo. Uno nunca sabe si tienen un buen día o uno malo y dependiendo de eso la cosa podía derivar en algo mucho peor. Ahora lo recuerdo todo como sí fuera un poco surrealista. Primero llegó una pareja, me preguntaron si estaba bien y si necesitaba una ambulancia. Les dije que físicamente estaba sin un rasguño y que ya había llamado a la grúa. Las preguntas eran formuladas de forma seca, concisa, sin miramientos. Querían mover el coche a un lugar más seguro y uno de ellos se subió y el otro empujó. Una vez colocado mi coche donde ellos querían apareció la furgoneta de atestados. Pregunta crucial. ¿Has bebido? Tenemos que hacerte la prueba de alcoholemia. Mi respuesta refleja, instantenea, fue decir que no. Protegerme. Acto seguido dije la verdad, una copa muy corta hace un par de horas. Soplé. 0.0 marcaba el lector digital y un suspiro de alivio se debió escuchar a mi alrededor. A partir de ese momento ellos se relajaron, más de lo que yo hubiera querido ya que empezaron a mirar el coche y bromear. Uno de ellos comentó, por el coche ya ni te dan 100€, a lo que otro dijo, lo que más vale son las ruedas. Deberías quitarlas dijo un tercero entre risas. Yo, nervioso aún, lo único que podía hacer era reírme y alucinar. Cinco minutos después se fueron, no sin antes darme la puntilla cuando un guardia civil se giró y antes de entrar en su coche preguntó, ¿tiene gasolina? Contesté que estaba el depósito lleno. Y entre risas me dice pues sacalá mientras llega la grúa.
Después de esta escena más bien cómica me quedé a solas con ella. La abracé de nuevo. Necesitaba su contacto, sentirla cerca de mi. Su calma me calmó a mi. Hablamos. En un momento dado ella me ofreció su coche, no lo utilizaría en unos días y me lo dejaba. Naturalmente decliné el ofrecimiento. Gesto extremadamente amable porque se que lo decía en serio.
Al rato llegó la grúa y el mecánico me confirmó que el coche estaba mal. Un entierro era lo más lógico, no había cura para mi fiel compañero. Mientras el hombre enganchaba los cables me despedí de él. Le di un beso y acaricié el lateral con pena. Firmé un papel y le vi desaparecer en la oscuridad de la noche.
Ella me acercó a mi casa. Estuvo conmigo hasta el final, incluso más allá.
Al llegar a casa me desnudé y me metí en la cama. Esperé a que ella llegará bien y la llamé. Estaba tan agradecido por su ayuda, por su compañía en esos momentos que sólo por eso ya permanecerá en mi corazón y mi mente para siempre.
Milagrosamente no me ocurrió nada. Y el accidente, si algo bueno tuvo, es que me di cuenta de que la vida te da segundas oportunidades. Habrá que aprovechar y esta vez hacer las cosas bien.