La vida no se mide en minutos se mide en momentos.
A veces podemos pasarnos años sin vivir en absoluto, y de pronto toda nuestra vida se concentra en un solo instante.

miércoles, 28 de octubre de 2015

Día 21: La noche de Samhain.

Observo ahora mismo a una preciosa rubia cuyos ojos, delineados en un profundo negro, se han posado sobre mí un par de veces. Rápida y fugazmente, esa mirada ha vuelto hacia abajo, olvidándose su dueña de este chico que hoy escribe sobre la noche más aterradora de cuantas en mi corta vida me ha tocado transitar.
Trece meses antes, día arriba día abajo, de esa terrorífica noche me encontraba sentado en un banco de un lejano parque. Hacía frío; un viento gélido que, a parte de traer consigo unas nubes bastantes negras que amenazaban lluvia, se metía por cada poro de mi piel. Esto hizo que me abrazara y acurrucara aún más a ella mientras mirábamos divertidos como a unas decenas de metros la gente iba formando una cola. Niños con sus padres, parejas que cogidas de la mano se besaban tiernamente, abuelos luchando con sus nietos para que no se alejaran demasiado, todos ellos esperaban que fueran las cinco de la tarde. Era entonces cuando la fiesta del helado de ese tormentoso martes daría comienzo en la inquietante y misteriosa ciudad de Salem. 
Unas pocas horas antes había estado dando un paseo por aquellas calles que allá por el año 1692 fueron testigo mudo de la locura de un pueblo, la inseguridad e insensatez de los habitantes de esa parte del mundo campaban a sus anchas sin más razón que la de desterrar el mal de sus  rectas vidas. Unas niñas, quién sabe si jugando o quizá llevadas por el histerismo de una población temerosa en exceso del poder del diablo, hicieron que unas 200 personas cayeran como piezas de dominó en un tablero. Dos centenares de acusados en total; unos veinte muertos entre lapidaciones, ahorcamientos y duras noches en la carcel y un sinfín de legajos escritos con las declaraciones de vecinos, familiares y amigos de esa pobre gente acusada de haber traído al mismísimo Satán a las puertas de sus casas. ¿Ha practicado o visto algún indicio de brujería en alguno de sus inestimables conciudadanos?
Estuve en uno de los muchos museos que reclamaban la atención del visitante con simbología pagana en sus fachadas. Figuras de brujas, dibujos de druidas y símbolos de runas por doquier que harían que cualquiera de los puritanos que vivieron esos tristes hechos trescientos años atrás se revolviera en su tumba pidiendo la muerte de tanto hereje. Al final del recorrido del museo por el que me decidí para enterarme de la terrible historia de la caza de brujas de Salem había una pequeña tiendecita de souvenirs. Quería comprar algo de recuerdo así que deambulé un rato cotilleando cada estantería de la tienda. Vi libros de hechizos, biblias satánicas, figuritas de la típica bruja volando en su escoba, juegos de cartas...no me decidía por nada en concreto hasta que me paré en la sección de colgantes. En cuanto lo vi supe que era lo que deseaba. Una cruz solar. Simbolizaba la unión entre el cielo y la tierra, la divinidad del astro frente al eterno y terrenal ciclo de las estaciones; pero también era una alegoría de lo que anidaba en mi corazón en esos momentos, un encomiable e irrefrenable deseo de que mi sol (ella) amaneciera junto a mí cada día de mi vida volviendo nuestra unión eterna. 
Pasando un frío de muerte en un banco de un bonito parque de la ciudad de Salem veíamos como decenas de niños portaban sus bandejas con diez tarrinas de helado y se sentaban sobre la hierba con cara pensativa, ¿con cuál empiezo? La oferta era tentadora, cinco dólares por diez helados a elegir entre un variado grupo de tenderetes diseminados por el parque. Ese día, en aquel lugar sonreí ampliamente, y en el catamarán de vuelta a Boston no podía ser más dichoso. Al llegar al puerto, nos quedamos un rato sentados en el borde del mar viendo el atardecer y el trajín de los barcos que iban y venían de distintos lugares. En silencio, admiramos el vuelo de las gaviotas sobre el Atlántico mientras el sol bajaba y las luces de la ciudad poco a poco se iban encendiendo dejando vislumbrar el bonito perfil de la bahía de la capital de Massachussetts. Siempre que echo la vista atrás recuerdo ese instante como el último en el que verdaderamente sentí una felicidad extrema en mi corazón. Por eso, trece meses después, cuando hacia la maleta para irme de mi casa cogi el olvidado amuleto comprado en una pequeña tienda de museo que andaba olvidado en el fondo de un cajón y me lo puse. Mirando mi triste reflejo en el espejo del baño, veía las lágrimas caer por mi rostro. Mientras éstas resbalaban precipitándose hacia la encimera del lavabo, aquel 31 de Octubre, acortaba la cuerda que sujetaba esa cruz solar; deseaba que todos los espíritus que residían en el averno me ayudaran a recuperar aquella sensación que tuve en Salem. Quería hacer un pacto, y aquel talismán sería mi conexión con el mundo de lo invisible. 
La casualidad (¿de verdad existen?) había hecho que mi primera noche sin amor fuera la noche de Samhain, una de las más tenebrosas de cuantas hay en el año. La oscuridad de aquel día cayó sobre mí como una pesada losa y como si fuera un alma en pena vagué por un mundo sin sueños. Para mí, la peor pesadilla de todas. Esa noche tuve tanto miedo, un terror tan atroz, que por la mañana huí tan lejos como pude. Cogi el coche y conduje intentando alejarme lo más aprisa posible de esa negrura que se cernía en mi horizonte. 
No recuerdo cuánto tiempo llevé ese colgante. Puede que tres o cuatro meses, quizá cinco. Un día me di cuenta de que  ese bonito instante en Salem jamás volvería a mi, pero eso no era lo más importante. Lo interesante de todo ello es que llegó ese día en el que si pudiera entrevistarme con el diablo en persona y éste me concediera un deseo por mi alma ya no le pediría volver a su lado. La cruz solar había dejado de tener significado para mí, entonces me la quité y la guardé en una vieja caja de zapatos en la que conservo aquellas pequeñas cosas de mi pasado que está bien no olvidar.
La rubia sigue con su mirada perdida en sus cosas mientras yo la cotemplo en la distancia. Manos pequeñas que de vez en cuando sujetan un rotulador, que recogen su corta melena colocándosela tras la oreja, que pasan páginas de un cuaderno lleno de anotaciones. ¿Cómo sería volar con ella? La veo coger el móvil y sonreír. Seguramente ya haya alguno que desee volar con ella o peor aún, quizá ya estén sobre las nubes cogidos de la mano para no caer. 
Los celtas denominaban a estos días en los que estamos Samhain, cuya traducción podría ser el final del verano. Para ellos, esa noche del 31 de Octubre era muy especial. Los espíritus deambulaban junto a las personas vivas, en esas horas tras la caída del sol unos y otros podían comunicarse. Hecho que utilizaban los brujos, hechiceros y chamanes para hacer sus conjuros a la luz de la luna de la primera madrugada del mes de Noviembre. Y yo me pregunto, si entre ese batiburrillo de almas eternas pudiera hablar con una de ellas esa mágica noche...¿qué le pediría a ese sabio y etéreo ente? 
Sin duda algo bastante simple, ¿cómo hago para que la rubita sepa que existo?

                                        

jueves, 22 de octubre de 2015

Día 20: Minnesänger

He buscado un título, así comienzo siempre. Mi corazón quiere, más bien necesita, hablar de los minnesängers.
Seguidamente he ido a mi móvil y me he puesto algo de música. Es mi peyote particular, pero al contrario que éste, no amarga la boca sino que me conecta dulcemente con mi mundo interior. Durante un par de minutos he cerrado los ojos dejando que los sonidos se introduzcan a través de los poros de mi piel y se entremezclen con los glóbulos rojos para ser transportados a todas las partes de mi imperfecto cuerpo. En ese tiempo, necesario para que las notas lleguen desde mis oídos a las yemas de los dedos, he volado hacia otros lugares en los que las percepciones cambian y los sentimientos afloran. Una lágrima cae, otras muchas siguen a esa primera. 
Mis dedos, ahora, se posan sobre el inexistente teclado del iPad. Resbalan sobre la superficie del cristal, fría y suave, sin saber muy bien a qué recóndito lugar de mi alma me llevarán las palabras que empiezo a teclear sin demasiado sentido aún.
Hace diez días me encontraba en la cama de una mujer, ella no era una niña cualquiera. Inocentemente se podría decir que era una chica de vida alegre, otros menos ingenuos en cambio dirían que era una simple puta. El inexcrutable azar había hecho que nuestros hilos de la vida se entrelazaran un par de meses atrás. Sin embargo yo no estaba allí en calidad de cliente suyo, sino que esa mañana al despertar necesité imperiosamente a alguien que me abrazara y sabía que ella lo haría con afecto. Esa extraña amistad se había fraguado en base a una serie de confesiones más o menos íntimas al resguardo del anonimato que suponen los mensajes de whatsapp.
Tumbado en esa cama me pregunté cuantos hombres con sus fantasías habrían pasado por ella. Curioso cómo soy no me pude contener y le pregunté. Mi mente, entonces, deambuló durante un buen rato entre las imágenes de las historias, que esa mujer que ahora miraba mis ojos, me narraba. Fue en ese preciso momento cuando me di cuenta de que el ser humano está encorsetado. Enjaulado bajo unas normas y comportamientos que oprimen sus entrañas y que algunos deben liberar de alguna forma u otra. Todo el mundo tiene derecho a soñar, ya sea con mujeres embadurnadas en tomate o con chicas duchándose con ropa. Durante un rato ella y yo debatimos sobre la conveniencia de dejar que esas fantasías, normalmente bastante retorcidas y truculentas, las realizaran las propias parejas de los que allí venían. ¿Hasta qué punto uno puede ser sincero con su alma gemela?
Filosofamos toda la mañana sobre diversos temas. En un momento dado alguien se escuchó tras la seguridad de aquella puerta que, cerrada, guardaba todas las confesiones de tantos y tantos hombres. "Espera, que tengo que hablar con mi compi." Me dijo, interrumpiendo nuestra conversación. Al volver, yo le pregunté algo bastante estúpido. "¿Pero, y ella es puta también?" No llegué a verla pero la sola presencia de otra mujer, en la misma casa, que también se dedicaba a dar placer a los hombres me excitó. "Claro", me contestó. Añadiendo un..."pero ella es mucho más fea que yo". Reimos.
Ambos estábamos desnudos, necesitaba sentir el calor humano. Esa mañana mi intranquila alma requería ese contacto entre dos cuerpos. Piel con piel. Ella yacía en la cama de lado y yo le hablaba mirando su espalda. Abrazado a ella. De pronto comencé a llorar. No fue una gran llorera, simplemente unas pocas lágrimas derramadas por la tristeza que invadió mi corazón al darme cuenta de algo enormemente devastador.  

Un Minnesänger canta sobre el amor idílico. Eran trovadores germánicos que creían que existían dos formas de amor, el carnal y el del alma. Estos poetas y músicos iban de corte en corte lanzando sus rimas y versos a toda dama que quisiera escucharlos. Enamorando a muchas de ellas con tan solo recitar al pie de sus castillos y palacios sus dulces, ingenuas y melancólicas letras. 
"Un doble empeño me atormenta;
 amor carnal o amor sublime, 
 ¿en quién debo confiar?
 ¿Canto o no canto a las mujeres 
 mientras dura mi existencia?
 Tengo muchas razones, y de peso, 
 para no cantar ya más. 
 Pero sigo, pues mi apetencia de amor y juventud
 me alecciona, me incita, me arrebata." 
Estas palabras escritas por un famoso trovador llamado Raimon de Miraval dan buena cuenta de las tribulaciones de alguien que vive para y por el amor. 
¿Te tiras a todo lo que se pone a tu alcance o sigues enamorado del amor? 
Esa pregunta me vino a la mente mientras una exuberante mujer me mostraba su culo, como gesto indudable de amistad entre ambos, avivando mi libido en aquel pequeño lupanar en el que me encontraba. Fue entonces cuando le di un beso en su espalda, la abracé y solté esas lágrimas que afligían mi alma. Ella me entendió al instante. Hacía tiempo había transitado por esos parajes llenos de decepciones, pesares y angustias que es el camino hacia el amor. Sin embargo, ella optó por dirigir sus pasos hacia otros lugares con menos quebraderos de cabeza. Una puta tiene que dejarse de chorradas sensibleras no porque no posea un corazón capaz de amar sino porque es incompatible con una vida en pareja. 
Y en ese preciso momento, en el que me hice esa condenada pregunta, me di perfecta cuenta de que soy un puto trovador. Un maldito tipo que aún cree en los sentimientos que trascienden el alma y van más allá de cualquier lugar y tiempo. Un estupido que está enamorado de ese jodido concepto que es el amor verdadero y puro. Me llamo Rubén y soy minnesänger. Pobre gilipollas.