Estaba sentado en el Madison, los Knicks eran presentados entre aplausos del público mientras los Grizzlies de Memphis rodeaban al entrenador que les daba las últimas instrucciones antes del inicio del partido. Mientras intentaba hacer equilibrios para que el perrito y la cocacola no se me cayeran al suelo o, peor aún encima del enorme americano que tenía al lado, por las pantallas gigantes del centro de la pista aparecieron dos caras famosas. En el Madison también estaban, un poco más abajo, la rubia de Sexo en Nueva York y el mítico director de cine Spike Lee. Ambos asiduos al Madison Square Garden los días de partido.
El día comenzó nublado en Tenerife así que decidí que sería una buena opción hacer una excursión. Cogí el coche y me dirigí al lugar más alto de la isla, al Teide. Unas horas más tarde ya había dado una vuelta por la cima del volcán, subiendo lo más alto que te dejaban ir sin permiso alguno. El sol quemaba ahí arriba pese a que la temperatura era baja y después de esperar una agobiante cola para coger el teleférico de vuelta al coche por fin era mi turno. De pronto un murmullo empezó a recorrer la fila, la gente se giraba y señalaba. Por curiosidad miré hacia donde la multitud apuntaba con sus dedos y le vi. Michael Schumacher junto a su hijo y a Marc Gené avanzaban por el lado opuesto al nuestro para subir sin esperar la larga cola. Tres gigantones vestidos de traje oscuro y gabardinas negras les seguían a pocos pasos. Les subieron al teleférico y luego nos dejaron pasar a nosotros. Éramos como unas diez personas de la calle más la comitiva de Ferrari que iba junto a Schumacher. Por aquel entonces el alemán era el piloto oficial de Ferrari, antes de que Alonso llegara a la escudería italiana e iba con una gorra roja con el logotipo del cavallino rampante al igual que el bueno de Marc Gené que era piloto probador. Nada más cerrar las puertas uno de los responsables del teleférico dijo en voz alta....¡nada de fotos por favor, hay un menor! El mencionado niño era rodeado por los tres hombretones sacados de alguna película mala de mafiosos mientras miraba por los grandes ventanales el descenso. Michael y Marc, por el contrario, hablaban de forma distendida mirando también algo que le señalaba el español con la mano.
Estaba atardeciendo. Una brisa algo fría para ser agosto sacudió mi cuerpo e hizo que metiera las manos en los bolsillos de mis pantalones. Paseaba de vuelta al coche por la playa de Santa Monica. Había sido un día algo extraño. Al despertar ya tenía planeado que iría a aquella ciudad a las afueras de Los Angeles pero algo que vi en la tele, al encenderla mientras me vestía, casi hizo que me echara atrás. Una persecución en directo por la carretera que debía coger minutos después. Algún loco estaba desafiando a la policía sorteando coches, como en las películas, por la autopista que llevaba hasta la playa. Tres o cuatro coches policiales le perseguían sin desaliento. No recuerdo lo que dijo el comentarista de las noticias del por qué de la persecución quizá porque no lo entendiera o simplemente porque estaba flipando en colores. Pero sin duda entenderéis que saliera de mi hotel en Sunset Boulevard algo nervioso. El extraño día continuó al llegar a la playa, estaba vacía. Debe ser la hora, dije a mi acompañante para no desanimar pero creo que era el frío que hacia, inusual para una mañana de principios de agosto. Tumbados en la arena, solos en aquella inmensidad escuchamos durante un buen rato canciones de los Beach Boys mientras veíamos pasar a un vigilante de la playa una y otra vez, eso si, era como los de la serie. Pero sigamos con las rarezas de aquel día en el que después de comer decidimos ir a tumbarnos al sol para echarnos una pequeña siesta. Sí, había salido el sol y ¡queríamos aprovecharlo! Un pequeño descansito en la tranquilidad de la playita. ¡Pero que coño! ¡Está hasta arriba! ¿De dónde ha salido tanta gente? Imposible dormir con tanto jaleo así que después de estar un ratito sentados nos fuimos al Pier a montar en la noria. Toda la mañana llevaba insistiendo en subir, deseando que llegara ese momento. Y cuando esta ahí y subimos, estamos enfadados por yo que se que chorrada. Singular día, ya lo dije. Pero no acaba ahí todo. Después de hacer la paces fuimos a dar una vuelta por el centro de la ciudad intentando decidir si cenabamos allí o volvíamos a Los Angeles. Entramos en tiendas, vimos espectáculos callejeros, tomamos algo y decidimos que regresaríamos a cenar a algún sitio de Sunset, cerca del hotel. Así que fuimos de vuelta por el paseo de la playa mientras atardecía, andábamos agarrados por el brazo cuando nos fijamos en una zona con aparatos para hacer deporte. Sobre la arena de la playa había unas barras, unas cuerdas, aros. Y un grupito de cinco o seis personas hacían diversos ejercicios. Uno de ellos me llamó la atención. Le di un pequeño codazo a mi pareja y señalé con la mirada. Ella no lo reconoció. Pero yo lo había visto muchas veces en Alerta Máxima junto a Steven Seagal, era el malo de esa película. Gary Busey. Un actor secundario que tuvo su época de explendor en los 90. (Arma letal, la tapadera, depredador 2, son algunas de las películas donde podéis ver quien es). Después de mirarle un ratito hacer estiramientos seguimos nuestro camino. El extraño día terminó en un restaurante asiático lleno de gente, un lugar de moda en Sunset Boulevard. Party of two? Nos dijo la maitre. Yes, contestamos al unísono. Una pequeña mesa con una vela encendida en el centro, una ventana a un lado y al otro una mesa con seis personas. Una familia que, curiosamente, era de Madrid.
La Costa Azul francesa esta llena de pueblos muy bonitos y con un encanto especial. En esta ocasión estábamos alojados en un hotel de Niza. Habíamos escogido uno caro pero bien situado desde el que podíamos movernos andando por el centro sin tener que tirar de coche. Una noche paseábamos por la Promenade des Anglais escuchando a los músicos callejeros que pululan por todo trayecto hasta la zona de restaurantes. ¿Qué te apetece cenar hoy? Pregunté. ¡Mejillones! Contestó ella. Así que con una mirada cómplice nos dirigimos al lugar donde un par de años antes habíamos tenido un pequeño desencuentro con uno de los camareros. Él ya no estaba allí, claro, pero eso daba igual. El lugar era el mejor de todo Niza para tomar Moules et frites à volonté. Mejillones a cascoporro, hechos como quieras, con vino blanco, con crema, mariniere, como te de la gana y todos los que desees hasta que dices basta. De vez en cuando te llevas una patata frita (frites) a la boca para cambiar de sabor más que nada, pero el tema es pim pam mejillón que va. Después de tanto molusco nos levantamos de la mesa con ganas de dulce y en Francia no cabe otra posibilidad, al menos para mi, que tomar de postre un crêpe de Nutella. Así que me ventilé uno mientras mirábamos los puestos del pequeño mercadillo de artesanía. Al rato, cansados de andar arriba y abajo, nos sentamos en la terraza de un garito a tomar un par de cócteles. En esto que jugando con las gominolas que habían puesto de acompañamiento con el mojito y la margarita vemos que alguien se acerca a la puerta del local. Asombrados observamos como Paula Vázquez, riendo junto a una chica, abría la puerta del garito y se metía dentro. Un par de horas después la vimos salir, tanto ella como nosotros estábamos más contentillos y nos dijimos, ¡que maldita casualidad!
La película acababa de terminar y un negro, grande como el sólo, empezó a aplaudir. Parecía que le había gustado. Un acto normal quizá, pero raro si el tío tiene pinta de vendedor de crack en alguna oscura esquina de Compton, en los suburbios de Los Angeles. Y más sorprendente aún si la película es G-Force, esa en la que Penélope Cruz pone voz a una graciosa cobaya. En fin, que era al menos un tanto extraño ver a ese tipo con sus gafas de 3D puestas aplaudiendo con pasión en los títulos de crédito. Comentando esto con mi acompañante salimos del cine sin prestar mucha atención a lo que pasaba fuera. ¿Qué es lo que ocurría? Un gran camión de televisión estaba parado en pleno Hollywood, una limusina enorme al lado. Con expectación miramos a un lado, miles de personas se arremolinaban en la plaza alrededor de una plataforma. La corriente nos arrastró hasta delante del todo, más allá de la plataforma, a las puertas del museo de cera Madame Tussauds. En la puerta había una figura de cera de Samuel L. Jackson, a mi lado una mujer con walkie-talkie decía algo a alguien de dentro. A mi otro lado un tío de dos metros con pinganillo en la oreja puso su enorme mano en mi pecho para que no siguiera avanzando. Y en un instante salió. Uno de mis ídolos en el mundo del cine, el tío que mejores diálogos escribe y el que, a mi modo de entender, tiene una visión cinematográfica excepcional, alguien realmente especial apareció ante mi. Y me sonrió. Quentin Tarantino saludó a todo el mundo pero por unos instantes detuvo su mirada en mi, quizá por ser el primero al que vió al salir por las puertas del museo. Fue un momento increíble por lo inesperado y casual.
Hoy escribo sobre viajes, de una forma distinta. Anécdotas sucedidas en ellos. Gente inesperada que te encuentras, insólitos momentos llenos de magia. Finales de Enero siempre fue la primera etapa de esos viajes. Durante 10 años fui al FITUR, la feria de turismo de Madrid, con una pregunta en la cabeza. ¿Dónde iremos este año? Recogía planos de las ciudades, que guardaba con ilusión. Soñaba con ir de nuevo a esa ciudad que me gustó o con descubrir nuevos sitios en los que perderme. El domingo que iba al FITUR era muy especial y pese a terminar súper cansado de andar durante todo el día por los stands de los distintos países una sonrisa se podía ver en mi cara al cargar con todos los papelitos que cogía.
Uno de esos domingos hacia una cola en el stand de Mallorca, daban un trocito de ensaimada y yo soy capaz de cualquier cosa por algo dulce, incluso esperar 20 minutos una larga fila. En fin que era mi turno, justo entonces alguien se saltó a todo el mundo y dijo....
- Majo, dame otro trocito que esta muy rica.
Yo vi quien era y no dije nada pero una mujer detrás de mi gritó, ¡señora póngase a la cola!
Entonces la que se coló giró la cabeza con mirada furiosa, para al instante sonreír a la mujer que le increpaba y guiñar un ojo diciendo... esta deliciosa, le recomiendo ir a Mallorca. Una de estas en la playa es un lujo.
La mujer detrás de mi se quedó boquiabierta.
- ¡Pero si es "la Karmele"! Dijo mientras todos los de alrededor sonreiamos.
Seguramente la Consejeria de Turismo de Mallorca había contratado a la popular e histriónica periodista del corazón para promocionar la isla.
El año pasado no fui, y este tiene pinta que tampoco iré. Amo viajar, me da la vida. Espero que algún año vuelva a recorrer los enmoquetados pasillos de la feria, eso significará que vuelvo a soñar, a sonreír y a amar.
"Entre el turista y el viajero la primera diferencia reside en parte en el tiempo. Mientras el turista, por lo general, regresa a casa al cabo de algunos meses o semanas, el viajero, que no pertenece más a un lugar que al siguiente, se desplaza con lentitud durante años de un punto a otro de la tierra (yo añadiría y de su alma). El turista acepta su propia civilización sin cuestionarla y el viajero la compara con las otras y rechaza los aspectos que no le gustan." Paul Bowles escribió estas frases que durante 16 años han estado en mi cabeza.
Deseo perderme entre la multitud de una ciudad, deseo vagar sin rumbo contemplando el mundo, deseo satisfacer mi inagotable curiosidad.