La vida no se mide en minutos se mide en momentos.
A veces podemos pasarnos años sin vivir en absoluto, y de pronto toda nuestra vida se concentra en un solo instante.

lunes, 18 de enero de 2016

Día 26: La canción de los cisnes.

Solo el amor verdadero logrará salvar mi alma. 

Sigfrid escucha estas palabras de la bella Odette. Sobrecogido por la historia que la princesa le está narrando, no da crédito a la maldad del hombre que ha hechizado de tal manera a ese precioso ángel venido del cielo. La chica le cuenta que el horrible brujo la ha condenado a despertar como cisne el resto de su vida a menos que alguien logre jurar amor eterno por ella. Es un encantamiento terrible y cruel, ya que noche tras noche se acuesta en su cama siendo humana pero al asomarse el sol por el horizonte cada mañana, se transforma en un majestuoso y elegante ave de blancas plumas. 
A Sigfrid se le comen los demonios por dentro y jura vengarse del malnacido brujo, sin embargo ella le advierte algo que en los oídos del joven príncipe suena demoledor. Si mata a ese abominable ser que mantiene hechizada a Odette antes de ser amada, ella permanecerá como cisne para siempre. La única solución es el amor, sentencia ella mirándole a los ojos. 

Frase pomposa, demasiado azucarada quizá. Algunos incluso la tacharán de empalagosa hasta el extremo. Sin embargo, bobo de mi, es en lo que he creido cada día de mi estrambótica vida. Solo el amor verdadero logrará salvar mi alma. Ocho palabras que lo han significado todo para mí, ocho vocablos que han constituido toda mi fe y mis valores. Una frase que me mantiene solitario, deambulando por un mundo que me tienta y deseo tocar, acariciar y sentir pero que como si de un encantamiento de un cuento se tratara me impide hacerlo. No puedo aunque quiera, no quiero aunque pueda. ¡Jodido hechizo de los cojones! 

Eso mismo debió pensar el príncipe Sigfrid cuando al día siguiente de conocer a Odette, a su madre, la grandiosa reina de aquellos lejanos lugares del norte, le entraron las prisas por casarle y apañó rápidamente un baile invitando a las mujeres más bonitas de todos sus dominios. Elige a una de ellas esta noche, será tu futura mujer. Exhortó la reina a su hijo. Este, enamorado y conmovido por la triste historia de la princesa cisne se negó a elegir a cualquiera que su madre hubiera invitado a esa pantomima pero, cosas de los cuentos, Odette fue al baile. Sigfrid, enormemente feliz, juró amor eterno a aquella bonita chica esa misma noche...

¿Colorín colorado este cuento se ha terminado? ¿Cómo se reconoce al amor verdadero? Estaba sentado en un anónimo banco, de vieja y oscura madera, del parque del Retiro. Junto a mí se encontraba una chica que lloraba, una preciosa niña cuyas lágrimas resbalaban por sus mejillas. Yo dudaba...mi indecisión era la culpable de aquel sufrimiento. Su cabeza reposaba en mi hombro, mis manos limpiaban las pequeñas gotitas de su rostro y en mi mente repiqueteaba esa pregunta. No sé si inspirado por las palomas que revoloteaban a nuestro alrededor, o quizá fuera el susurro de una suave y agradable brisa veraniega el que quitara el velo que mantenía todo entre tinieblas, el caso es que cogi su triste rostro entre mis manos y dije...si, quiero estar contigo eternamente. La besé y ella me abrazó tan fuertemente que nuestros corazones se tocaron y latieron al unísono. Pero, cosas de la vida real, ese latir tuvo poco de eterno. ¿Tendrán razón aquellos que dicen que el amor es perecedero? 

La alegría de Sigfrid tornó en angustia cuando en el baile, de pronto, Odette se transfiguró en Odile, el cisne negro y a la postre hija del malvado brujo. 
¿¡Jopé, pero es que ya no puede triunfar el amor ni en los cuentos!?

Mientras, en la vida real, sentado en algún lugar lejos de miradas curiosas observo las ruedas girar y girar. Personas que pasan por mi vida, que se juntan, lo dejan y se vuelven a juntar con otras distintas. Idas y venidas, vuelta tras vuelta. Aquella chica que me gustaba, ahora va de la mano de alguien. Otra cuyos ojos me llamaron la atención, hoy miran a otro con dulzura. Esa otra, cuya mano soñé sujetar en un paseo por un Madrid otoñal, en estos momentos acaricia la pierna de otro menos bobo que yo. ¿Ellos habrán jurado amor eterno también o simplemente se dejan llevar por la inercia y giran una y otra vez?  Me pregunto perezosamente sin esperar una respuesta clara, en esta fría mañana de invierno.

El príncipe al ver que ha sido engañado sale corriendo hacia el lago donde vive Odette en su forma de cisne, allí llora junto al ave. Al haber jurado amor eterno a otra mujer el hechizo jamás se romperá y nunca más volverá a ser humana. Desolado, Sigfrid no puede soportar la idea de no poder volver a hablar nunca más con su bella princesa y ambos se suicidan ahogándose en las aguas del lago. De esa forma, la única, sus almas estarán unidas vagando a través del tiempo. Juntos para siempre. 

¿Final de cuento o final real? Terco, obstinado, cabezota. En una palabra, hechizado. Solo el amor verdadero logrará salvar mi alma. ¡Malditas ocho palabras!
Ya sé que algunos me tildan de pensar demasiado y de mantenerme alejado de la acción. Soy consciente de que tan solo miro las ruedas girar y girar, pero...matemáticamente el ocho es el símbolo del infinito, de lo imperecedero, de lo que jamás se extingue. Lo único en lo que creo, lo único que deseo, lo único que anhelo. Amor loco, amor pasional, amor desbocado, amor romántico, amor visceral, amor que duele, amor que llena...En definitiva, amor puro. Ocho letras. Sin duda, el infinito.  
Además, ¡qué demonios! ¿Por qué no juntar ambos mundos? Tiene que existir en algún lugar una especie de Jessica Rabbit que deambule entre los cuentos y la realidad, que se maneje igual de bien en ambos mundos. A mí me gusta creer que es realmente posible, ya que como sentencia una frase de esas que llenan muros de redes sociales, aquellos que creen en la magia están destinados a encontrarla. 





viernes, 8 de enero de 2016

Día 25: The emerald way.

Ese hombre desfigurado escuchaba con deleite a la joven que con tan bella voz interpretaba sus composiciones. Era algo sublime. Sin embargo, al mismo tiempo que sentía un amor desmedido hacia ella, la ira amargaba todo su ser. Una rabia que emponzoñaba su alma, causada por el rechazo que sin duda le provocaría si algún día se dejara ver ante ella. ¡Qué mundo más atroz! La gente admiraba sus obras pero se estremecían al observar su deformado rostro, de ahí que al diseñar los planos del edificio de la Ópera Garnier se reservara un lugar bajo los cimientos. Oculto de la gente, podría disfrutar de lo que más amaba en este injusto mundo. La música. 
Erik, el fantasma, era un hombre increíblemente listo. No solo la arquitectura y la música se le daban realmente bien sino que era un avezado ingeniero que inventó una gran variedad de artilugios con los que construyó bajo la Ópera una serie de túneles y un gran lago. Esa sería su morada, su reconfortante hogar fuera de miradas inquisitoriales; lejos, sin ninguna duda, de la terrible crueldad del ser humano. 
 
El príncipe rema sonriente, mientras el pequeño bote de madera surca lentamente las aguas color esmeralda. Enfrente tiene el rostro de la bella Ariel. Los ojos de ella reflejan la sonrisa de su alma, está  enamorada de él, sin embargo un insignificante detalle hace que la velada no se desarrolle de la manera más adecuada en una cita de esas características ya que de su boca no sale sonido alguno. Muda por un inverosímil pacto con una extraña y feroz mujer-pulpo se siente impotente al ver que el príncipe no se da cuenta de que es lo que ocurre. Entonces algo mágico sucede, los pajaritos, peces e insectos acompañados por un simpático crustáceo susurran al oído de él...kiss the girl!
Eric, el príncipe, intuye que algo raro acontece en la penumbra de ese romántico anochecer pero no sabe realmente que debe hacer. ¿Por qué la bonita Ariel no suelta prenda? ¿Le gusto? ¿Querrá que siga remando hasta que las primeras estrellas de la noche iluminen nuestro camino? Se pregunta mientras la barquita se desliza sobre un agua llena de animalitos cantarines. 
En ese momento, todos y cada uno de los que contemplamos tan idílica escena soltamos un, ¡vamos bésala ya, bobo! 

Erik Thorvaldsson navegaba por las frías aguas del norte. Pensaba en su Noruega natal mientras observaba las bellas formas que aquellas luces de bonitos colores dibujaban en el cielo, él aún no sabía que ese fenómeno era causado por la energía liberada del sol y achacaba las auroras boreales a los dioses. Estaban contentos de verle surcando la mar y le daban la bienvenida a aquellas latitudes tan lejanas de la tierra. Nacido a mediados del siglo X había dedicado su vida entera a comerciar entre los distintos pueblos diseminados por aquellos confines del planeta donde las nieves eran perpetuas. Sin embargo lo que más amaba por encima de todas las cosas era explorar lo desconocido, llegar donde nadie nunca había osado aventurarse. Erik el rojo, se deleitaba con esas enigmáticas luces del cielo. En el lejano horizonte se vislumbraba la costa de lo que él denominó Greenland. Un lugar, como descubrió más tarde, que poco tenía de verde ya que el hielo y la nieve ocultaban la mayor parte del territorio. 

Hace tres o cuatro meses estaba tirado en el sofá de uno de esos garitos de moda. Un lugar atestado de gente que iba y venía de un lado a otro y a la que, sinceramente, no prestaba demasiada atención ya que mis sentidos estaban absortos en los ojos de una chica que me contaba sus peripecias en Londres. En mi mano sostenía un ron con limón al que daba pequeños sorbos mientras en mi alma se debatía una pequeña cuestión...¿la beso o no la beso? Juro que entre el barullo de la música y la gente escuché al maldito Sebastian, el cangrejito de la sirenita, susurrar en mi oído eso de bésala. Admito que existe alguna posibilidad, por pequeña que esta sea, que el alcohol que recorría mis venas a esas horas de la noche me jugara una mala pasada pero prometo que me pareció ver la pinza de la pata de Sebastian de refilón sobre mi hombro. ¡Bésala Rubén!
Es curioso identificarme con Eric, el príncipe, pero más curioso aún es hacerlo con Erik, el fantasma. Y eso ha sido esta misma mañana al mírame en el espejo. Anoche una chica me decía que mi blog le despertaba curiosidad, admiraba en cierta forma la manera en la que expreso mis sentimientos y como juntaba y relacionaba ciertos datos históricos reales con parte de mi vida. En un momento de la conversación ella me transmitió sus ganas de conocerme y en ese instante le dije que jamás nos veríamos. Si, esta mañana me he dado cuenta al mirarme en el espejo, justo después de ducharme, que me oculto como el fantasma. Temo a la gente y la opinión que tengan de mi, me asusta el rechazo cuando esas personas comprueben que mi alma está tan desfigurada como la cara del protagonista de la obra de Gastón Leroux. Es oscura y sombría. La curiosidad por descubrir quién soy quizá haya permitido que esté repleta de recovecos. Puertas que muchos han cerrado tirando la llave bien lejos, y que yo, al intentar averiguar qué hay tras ellas he dejado abiertas de par en par. Eso es algo que me da un miedo terrible mostrar, vértigo absoluto. 
Descubrí a Erik el rojo hace pocos días. Quería huir hacia mi Ciudad Esmeralda, como Dorothy en el mago de Oz, buscando respuestas. Hace un par de semanas estaba en la puerta de una autoescuela esperando a que abrieran, me iba a matricular para sacarme el carnet de moto. Una pregunta martilleaba mi mente mientras el frío no dejaba que parara quieto frente al cierre echado de la autoescuela. ¿Hasta dónde podré llegar en moto? Ese día tenía prisa y no esperé la media hora que faltaba aún para que abrieran y las navidades han hecho que aún no me haya matriculado pero esa pregunta sigue en mi mente. ¿Dónde está mi Ciudad Esmeralda? Dorothy, en su caso, siguió el camino de baldosas amarillas. Yo, en esa mañana de finales de Diciembre, me propuse emprender la senda Esmeralda. Coger una moto y subir. Lo más arriba que me fuera posible. Pasar los Pirineos, recorrer toda Francia hasta llegar al Eurotunel para pisar suelo Inglés, Londres, Manchester, Edimburgo, los Highlands. ¿Y luego qué? Ferry por las islas hasta tocar Islandia. Siempre sobre las dos ruedas, con el ártico y septentrión en mi mente y el frío viento deslizándose por mi cara. Llegar hasta la punta más al norte de Islandia y allí coger de nuevo un barco y surcar la mar como hizo mil años atrás Erik el rojo para llegar a Groenlandia y allí observar las auroras boreales. Mi Ciudad Esmeralda, al fin. Solo allí, bajo el precioso manto del cielo estrellado y los miles de colores de ese fenómeno tan extraño como son las luces polares poder preguntar a quien corresponda, ya sean dioses o magos, las miles de cuestiones que inundan mi oscura alma entre ellas esa a la que jamás he podido responder satisfactoriamente...¿cuándo es el mejor momento para besar a una chica?