De pie, le observo desafiante. Él, impoluto, me devuelve la mirada. Me provoca en toda su amplitud. De pronto le doy la espalda, cierro los ojos y suspiro. Tengo que ser valiente, me digo. Debo enfrentarme a ello o jamás podré mirarme a un espejo con la absoluta certeza de saber quién es el que observa desde el otro lado.
Vuelvo a girarme para toparme de nuevo con el abismo. El lienzo en blanco me conmina a dar el primer brochazo, un trazo inicial con el que soltar la timidez que a todos nos surge ante la inquisitiva mirada de nuestra alma. ¿Seré capaz de pintar mis sentimientos?
Elijo un pincel, mango fino y suave. Pelo sintético, de punta redonda. Elección, sin duda, causada por esa vergüenza del comienzo de todo trabajo. Los trazos serán leves, casi como andando de puntillas ante la virginidad y pureza del lienzo. Miro la paleta, ¿qué color sería el más adecuado?
Detengo mis ojos unos instantes ante la variedad de tonalidades. ¿Cuál combina mejor con la soledad? Elijo un marrón oscuro porque me viene a la mente el color de un tronco de árbol muerto y abandonado. Dejado a su suerte en medio de un campo yermo y cuyo aislamiento causó el triste desenlace. Hago una línea en diagonal, de arriba a abajo. Descendiendo hasta los infiernos. Una recta que se corta de pronto, abruptamente, cuando me digo...¡basta ya de tanta nostalgia, pasemos al siguiente sentimiento!
Llevo el pequeño pincel al vaso, lleno de productos de limpieza que el amable muchacho de la tienda me aconsejó utilizar. Dejo que el marrón se vaya, llevando lejos la temida soledad. Mientras, vuelvo mi curiosa mirada hacia la ventana que proyecta la clarificadora luz sobre el cuadro dándome la solución del próximo color y sentimiento.
Azul cian claro, tonalidad del cielo por el que alguna nube camina lentamente. La esperanza se merece ese azul. Quizá le elección más evidente, nuestros antepasados ya miraban hacia arriba con ilusión y optimismo. La esperanza no es más que la creencia, más o menos ciega, en que todo cambiará.
Cojo el pincel y embadurno su pelo de ese cian y hago líneas que cortan a la soledad, multitud de ellas de derecha a izquierda y de izquierda a derecha.
No, no seré tan previsible. Cuando uno habla de la pasión lo asocia directamente al rojo. Pero como digo, no me dejaré llevar por los convencionalismos. Para pintar la pasión me decido por el amarillo lima, muy cercano al verde sin llegar a serlo completamente. Es algo obvio para el que haya paseado entre los muchos jardines de limoneros que pueblan la costa italiana cercana a Nápoles. Ese fuerte olor embriaga los sentidos y hace que sucumbas ante los encantos de los susurros de Afrodita. Haz el amor, aquí y ahora. Y yo, yo no puedo más que hacerla caso y liberar toda mi pasión y lanzar gemidos que retumban entre los árboles llenos de limas y limones.
En esta ocasión cojo un pincel de un trazo más grueso, y hago líneas discontinuas sin ningún sentido aparente. La pasión no tiene reglas, tan solo suelto todo ese delirio desatado lleno de arrebatos y frenesí.
Me recuesto en el suelo, observo cómo va quedando todo ese batiburrillo de colores y siento rabia. ¿Por qué nadie se atreve a compartir esa pintura conmigo? ¿No hay nadie con el valor suficiente para sentir? ¿En serio?
Me levanto furioso, abro un bote en el que pone negro humo y sumerjo la primera brocha con la que me topo. Dibujo una equis bien grande, ¿de qué sirve contar, pintar o escribir sentimientos si nadie se arriesga y los comparte conmigo?
Apoyado en la pared opuesta al lienzo agacho la cabeza, de pronto tiro la brocha negro humo más allá de la puerta de la habitación en la que me he propuesto dejar vacía mi alma. ¡No! Grito. ¡No puede ser! Mascullo entre dientes. Tiene que existir, susurro tirado en el suelo frente a un cuadro inacabado.
Cojo una paletina, un pincel bastante ancho. ¿De qué color es el amor? ¿Cuántas personas se habrán hecho esta misteriosa pregunta?
Lo tengo claro, son todos a la vez. Acaricio el pelo suave del pincel y me decido, por fin, a pintar el amor. Azul, amarillo, rojo, naranja, violeta, verde...
Los trazos son hacia todas direcciones llenando mi lienzo de un color indefinido, de un loco arcoiris en el que de repente aparece un amarillo verdoso o un azul botella, un púrpura, un naranja pomelo o rojo atardecer.
Para acabar sacudo la brocha con fuerza dejando que millones de gotas rocien el cuadro. Ahora sí, el amor lo salpica todo, esta esparcido por cada rincón de esa tabla llena de sentimientos.
Con mis ropas llenas de colores y mi corazón bombeando hacia fuera todas esas sensaciones que se negaban a salir, agarradas fuertemente a mis entrañas, como la mano de un niño se aferra a la de la madre el primer día de cole, examino mi obra. No está a la altura de un Van Gogh o un Matisse, ni tan siquiera tiene una milésima parte de un Renoir, pero es mía y solo mía. Mi alma. Admirenla al pasar, es lo más valioso que poseo y lo único que puedo ofrecer.