La vida no se mide en minutos se mide en momentos.
A veces podemos pasarnos años sin vivir en absoluto, y de pronto toda nuestra vida se concentra en un solo instante.

lunes, 9 de febrero de 2015

Día 15: El viento que agita la cebada.

Es una fría mañana de lunes, la oscuridad aún se mantiene en las desiertas calles. Al despertar de un sueño que, intuyo, ha sido extraño, una terrorífica frase se asoma a mi somnolienta mente, yo no amo a nadie y nadie me ama a mi. ¿Hay algo más triste que eso? Me pregunto tras el cobijo del confortable edredón. Al meterme bajo la ducha, para activar mente y cuerpo, una historia invade mis pensamientos. Vuelo lejos. Tanto que en mi viaje me encuentro a guerreros con corazas de hierro, a comerciantes que llevan sus mercancías en desvencijados carros tirados por viejas mulas, y por supuesto, como no podría ser de otra forma siempre que de amor hablo, no puede faltar una bonita dama que cante recorriendo los verdes valles de Irlanda. Esta jovencita, que salta y baila despreocupada, aún no es consciente de que su vida está a punto de cambiar de una manera brusca, mágica, desgarradora...

Mucho tiempo antes de que Wagner compusiera su ópera, la leyenda de Tristán e Isolda corría de boca en boca. Pastores, juglares, mujeres enamoradas y niños soñadores, todos contaban esta extraña historia sobre un caballero y cierta dama rubia. Tan famosa llegó a ser la leyenda que muchos poetas escribieron preciosos versos sobre ella. Yo relataré aquí, brevemente, mi propia versión de lo que ocurrió basado en los diversos legajos que han llegado hasta nosotros. Cuentos narrados entre la realidad y la ficción, sin saber muy bien en que lado de la línea se sitúan los hechos acaecidos y que ocuparon la mente de las gentes del norte de Europa varios siglos atrás. 
Tristán era un noble y valeroso caballero, tan intrépido y osado que perteneció a la mesa redonda del rey Arturo. Imagino a esos hombres sentados en círculo, Lancelot, Palamedes, Arturo, el propio Tristán y al loco Merlin entre otros comentando como iba el mundo y que podrían hacer para mejorarlo, quizá asemejable a una especie de reunión del G20 actual. Entre reunión y reunión de esos encomiables caballeros, Tristán, considerado uno de los más audaces de cuantos se sentaban a esa mítica mesa, aceptó un recado de su tío, el rey de Cornualles. Este le pidió que fuera al reino de Irlanda para traer a su futura esposa, una princesa llamada Isolda. Sin embargo Mark de Kernow, el susodicho rey, no contó con un pequeño detalle. Su sobrino, aquel hombre que se había enfrentado al temible dragón de la cueva de Michael, aquel que había contemplado los ojos de ese infernal ser y había salido victorioso, caería rendido ante la mirada de esa tímida princesa de rizados y dorados cabellos. Perdidamente enamorado de ella no pudo hacer otra cosa que callar su amor, en breve sería su tía y su noble alma le impedía decir nada a esa preciosa chica que montaba a caballo junto a él por los senderos de regreso al sur. No obstante, un infortunio (o una bendición, según se mire) ocurrió una de las noches que pararon para dar descanso a los caballos y tomar algo de comer. La sirvienta les condimentó la cena, por error, con la pócima de amor que la madre de la princesa había preparado para que se la bebiera junto al rey y que su amor no se truncara si ella no sentía atracción ninguna por el viejo y poderoso monarca. Los matrimonios de conveniencia es lo que tienen, nunca sabes si el corazón latirá alguna vez o no, así que con ese brebaje la reina se aseguraba una buena unión entre dos grandes territorios, Irlanda y Cornualles. Isolda, la reina (la mamá y la hija compartían tanto nombre como belleza), no se podía imaginar que esa pócima que elaboró con tan buenos deseos haría que su hija viviera con una pena terrible durante toda su vida. Pero no adelantemos acontecimientos, la historia continúa en esa cálida noche de verano en la que el bueno de Tristán y la inocente Isolda se toman el elixir del amor verdadero sin que ambos pudieran resistirse al embrujo y se amaran bajo el manto de las estrellas y la luz de una gigante luna llena. Allí, junto a un milenario árbol, Tristán juró amor eterno a Isolda. Y allí también, con la luz de aquella enorme luna reflejandose en los preciosos ojos de Isolda, ella le prometió amor incondicional y eterno a él, regalándole el anillo que el cornudo rey Mark había mandado llevar a Isolda como ofrenda. Se lo puso al cuello atado por un fino cordel y acordó con la princesa que hablaría con su tío al llegar al castillo para suplicarle que dejara que ambos pasaran el resto de su existencia uno junto al otro. 
Cabe destacar en este punto que en la Edad Media los cuentos felices no solían abundar demasiado y menos si en medio de toda la historia se encontraba un poderoso rey herido en su orgullo. Este, al enterarse de la traición, expulsó a Tristán de sus tierras y se casó con la bella Isolda separándoles quizá para siempre. 
Durante un tiempo el valeroso caballero deambuló de un lado a otro sin meta ni rumbo determinado. El otrora audaz y temido caballero se había convertido en un ser sin luz, sin pasión, sin vida. Pero un buen día otro gran rey le sacó de su letargo. Hoel de Bretaña, que conocía las increíbles hazañas del mata-dragones Tristán, le pidió que combatiera a su lado. El joven aceptó. Lucharía hasta morir ya que nada tenía que perder; su vida, sin amar, no valía ni una sola moneda. Curiosamente el rey de Bretaña tenía una hija, pero lo más extraño de todo fue que también se llamara Isolda. Raro cuanto menos, ¿no creéis? Isolda no es un nombre anglosajón, sino que tiene raíces vikingas, la vida esta llena de increíbles casualidades, oportunos misterios si queréis. Tristán acabó casándose con esta tercera Isolda de la historia pero, más que nada, porque le recodaba a su bella princesa de Irlanda. En su matrimonio no había amor, tan sólo recuerdos. Triste, ¿verdad?
Una lluviosa tarde, en un inmenso campo de cebada, se libró una épica batalla. Tristán, enfundado en una cota de malla que le cubría el pecho y la espalda, luchó con fuerza. Sus ojos brillaban como el fuego en una oscura noche, nadie quería encontrarse con ellos ya que su mirada era la de un hombre que no temía a la muerte. Eso le hacía ser un oponente muy peligroso, quizá el único en todo aquel valle que pudiera decantar la batalla para el lado de su suegro Hoel. Sin embargo, mientras manejaba su espada dando mandobles de un lado a otro manteniendo en guardia a un hombre de larga melena rubia y tan grande como un buey, otro se le acercó por un costado y aprovechando un instante en el que estaba concentrado en el melenudo gigante, le hirió de muerte. Al acabar la contienda, el pobre Tristán yacía sobre el campo de cebada mecida por el suave viento de la tormenta. Un rayo iluminó la cara de Isolda, la tercera, que llorando acariciaba la cara de Tristán. Ve a buscar a mi tía, tráela ante mi si alguna vez me has amado, le pidió el moribundo antes de que el trueno desgarrara el cielo y el alma de la hija del rey de Bretaña. 
Un par de días después un barco se preparaba para zarpar en busca de su verdadero amor. Antes de partir, Tristán le pidió al capitán dos favores. Toma, le dijo, dáselo cuando la veas. Sobre la palma de la mano del viejo hombre de mar reposaba un anillo, el mismo que ella le regaló aquella lejana noche que se juraron amor eterno. En cuanto lo sostuviera entre sus delicados dedos sobrarían las palabras o carta alguna. Lo segundo que pidió fue que desplegara velas blancas si ella volvía con el buque, si no era así las velas serían negras. 
El tiempo pasó lentamente pero al fin el barco se asomó por la bahía. Tristán, demasiado débil para levantarse del catre, preguntó a Isolda de que color eran las velas. Negro, mintió ella, herida en lo más profundo de su alma. Tristán entonces cerró los ojos y derramó un solitaria lágrima que resbaló por su mejilla. El corazón entristecido del bravo caballero que una vez fue la mano derecha del rey Arturo y amigo del gran mago Merlin paró de latir. Un instante después exhaló su último aliento. 
Isolda, la primera, bajó del barco lo más rápido que pudo y salió corriendo por las calles del pueblo tropezando en más de una ocasión por el desigual empedrado de las callejuelas. Al llegar a la habitación donde yacía Tristán ambas Isoldas se encontraron por primera vez. Tras un breve cruce de miradas desafiantes la princesa de Bretaña se hizo a un lado, la de Irlanda cogió en sus brazos al amor de su vida y le besó en los labios, fríos e inertes. Entonces rompió a llorar, un llanto débil y continuo. Se sentó sobre el catre y abrazada a él meció su inmóvil cuerpo como el viento agitaba los campos de cebada el día en el que, en una escaramuza entre dos reinos enfrentados en algún lugar del norte, fue acuchillado de muerte. 

El amor duele, no hay duda. Tristán, Isolda y todos cuantos alguna vez estuvieron enamorados lo podrían corroborar; pero si dejo de creer en él, por miedo o simplemente por protección ante esa pena que invade el alma ante algo que de pronto se esfuma, ¿en que lugar me dejaría eso?¿qué clase de persona me haría ser?
Esa tímida esperanza de encontrar el amor es lo que me mantiene con vida. El convencimiento de que en cualquier inesperado momento, quizá en una fría  y oscura mañana de lunes como la de hoy, alguien susurrará mi nombre junto a un te amo. Y al igual que cuando salgo a correr y el viento en contra me hace ser más perseverante en mi esfuerzo, en cada ocasión que me encuentro a alguien que me dice que todo es una leyenda urbana, que el amor no existe o que la vida les va mejor sin ese sentimiento de saberse amado, cada vez que alguien me comenta algo tan triste como eso, (y no son pocas estas personas) cierro los ojos, aprieto los puños y me digo...Rubén, la victoria llegará. No hay nadie más cabezota que yo, probaré que el amor verdadero existe o moriré en el intento. Palabra de caballero, encontraré a mi Isolda y jamás la dejaré escapar.