La vida no se mide en minutos se mide en momentos.
A veces podemos pasarnos años sin vivir en absoluto, y de pronto toda nuestra vida se concentra en un solo instante.

miércoles, 5 de abril de 2017

Día 53: Tomates verdes fritos.

El mismo día que cumplí 18 años acabé de leer la novela de Fannie Flagg.
Al terminarla, durante un par de horas, me quedé sentado en el sofá de mi habitación. En silencio, mi mente deambuló por los personajes del libro y sus vivencias. 
Recuerdo que después me puse a escribir. Era la primera vez en mi vida que plasmaba por escrito mis sentimientos. 
Cierro los ojos y lo veo claramente. El sofá, las hojas, mi mano deslizándose sin demasiados titubeos por la áspera superficie del papel. Breves paradas para rectificar una palabra y quizá tachar alguna otra. Fueron un par de hojas por ambas caras donde ya se intuían los ideales y principios que he intentado seguir durante toda mi existencia. 
Embriagado aún por la nostalgia de la novela me preguntaba si alguna vez conocería el amor verdadero, la amistad incondicional o la alegría de saberme querido. 
También me cuestionaba sobre mi incierto futuro. ¿Qué estudiaría? ¿Qué camino tomaría?
Mis sueños, asimismo, tuvieron cabida en ese par de hojas que hoy amarillean en un anónimo archivador guardado en las oscuras profundidades de un cajón. Quería viajar por todo el mundo y visitar cada ciudad que había vislumbrado brevemente en películas o imaginado en las decenas de libros que leía. 
Igualmente mencionaba mi deseo de contar historias de manera visual. Mi profesión soñada, la que siempre quise tener, director de cine. Esa tarde, después de leer tomates verdes fritos, escribí sobre las ganas que tenía de que los demás vieran el mundo de la misma forma que yo lo veía. Un Rubén muy ingenuo, o sencillamente demasiado romántico, expresaba su lejana esperanza de presentar sus películas en festivales como los de Sundance, Cannes, San Sebastián o Venecia. 

El día de mi décimo octavo cumpleaños lo pasé leyendo y escribiendo. Sin duda algo premonitorio, a tenor de lo que he hecho los veintiún años que han pasado desde entonces. 

La tarde caía sobre Madrid aquel verano de 1995. Mi madre nos llamó a cenar a todos, guardé esas hojas escritas con letra muy pequeña en un antiguo archivador de anillas. Al mismo tiempo que cerré sus tapas, sellando así mis preocupaciones y deseos, miré hacia la ventana. Lo recuerdo tan vívidamente que no pareciera que haya pasado la mitad de mi vida. El sol se ponía iluminando con sus refulgentes rayos a las nubes, que diseminadas aquí y allá teñían de un tono rojizo espectacular todo el cielo. Mirando aquel atardecer sentí vértigo. Puede que sea por eso por lo que ese momento lo tengo grabado a fuego, fue una sensación tan violenta que me encogió el corazón. 

¿Qué será de mí en los próximos 18 años? 
Con esa pregunta en mi cabeza me dispuse a cenar y terminar mi tarta de cumpleaños junto a mis hermanos. 

La anciana de tomates verdes fritos recuerda su azarosa vida. Un camino serpenteante lleno de aventuras y giros inesperados que la llevaron por infinidad de lugares dentro de su propia alma. 
Aquella calurosa tarde, sentado en la soledad de mi cuarto, deseé con todo mi ser que mi vida fuera al menos tan emocionante como la de la protagonista de aquel libro que me impresionó tanto que, al pasar su última página, lloré. Por eso, una vez me hice al hecho de que aquella historia había acabado, escribí mis sueños en esas páginas con las que me volví a topar hace un par de semanas. Unas hojas en las que a modo de último y más grande deseo las cerré con un...Quiero amar y ser amado.