Rubén observaba el movimiento de un pajarito que revoloteaba entre las ramas de un árbol. Su mirada melancólica se posaba en el inquieto animalito que iba de un lado para otro. Estaba leyendo un manual sobre el cálculo de estructuras cuando se distrajo con el pequeño pájaro. Fuera se palpaba un ambiente húmedo, el cielo estaba teñido de un gris que de vez en cuando, entre nube y nube, dejaba pasar algún rayo de un sol otoñal. De pronto sintió que echaba de menos un abrazo, una sonrisa, una caricia.
Mirando a aquel gorrión por la ventana imaginó de pronto que era el protagonista de una de esas historias que tanto le gustaban, una de esas que ocurrían de vez en cuando y que con todas sus fuerzas deseaba que a él le pasara en algún momento de su vida. Veía como una chica se enamoraba perdidamente de él, como ella le miraba al sonreír o como le acariciaba la mano al sujetarla mientras paseaban.
Aquel pensamiento pululaba desde hacía tiempo en su cabeza. El deseo de que sus sueños se hicieran realidad era tan grande que no podía disfrutar de un buen libro ni de una película en el cine, nada en el mundo le hacia feliz. Sólo lo estaría cuando a su lado se encontrara la mujer que el destino había elegido para él, esa que nació para besarle y amarle. Creía a pies juntillas que el amor llegaría puesto que no podría vivir sabiendo que estaría sólo eternamente. Así que cada noche se acostaba con esa idea en la mente, con la visión de una mujer que le besaba mientras le cogía la mano y le mordía suavemente su dedo al tiempo que reía y decía....Rubén, eres el amor de mi vida. Y él cerraba sus ojos y se dormía abrazado a su almohada, imaginando el olor de su pelo, el sabor de sus besos, el tacto de su suave piel.
Necesitaba pensar. Quería conducir y liberarse de la tensión de los últimos días. Así que cogió las llaves del coche y sin un rumbo fijo empezó a carretear. Relajado, escuchando música de flautas y violines junto a un piano, tomó una carretera que discurría rodeando un lago. Observaba el paisaje y las montañas lejanas. El lago se mantenía a su izquierda y el viento mecía sus aguas formando pequeñas ondas en la superficie. Tras unos kilómetros vió un coche parado en la orilla del laguito. De pronto al pasar junto a él escuchó unos gritos. Bajó el volumen de la música y claramente oyó como una voz pedía auxilio. Inmediatamente Rubén paró el coche y fue en busca del origen del grito. Y la vió. Una chica estaba metida en el agua agitando la manos. Poco a poco la chica se iba cada vez más al fondo y con un mirada de desesperación le dijo a Rubén, ayúdame por favor. Él se quedó parado unos instantes, esos ojos le habían llegado al alma. Y Rubén sintió un pinchazo en su corazón. Esa mirada le había enamorado, en unas milésimas de segundo se dió cuenta de que a ella le pertenecería su vida.
Un grito de súplica le sacó de su ensimismamiento. Y al darse cuenta de que la chica se ahogaba Rubén se tiró al agua y nadó hasta ella. El lago parecía poco profundo a primera vista pero a la altura de la mujer él no hacia pie. Rápido se puso a pensar. No había tiempo que perder ya que parecía muy agotada por el esfuerzo y ahora tragaba agua y tosía expulsando la que entraba en sus pulmones. Miró hacia la orilla y vió una rama larga de un árbol que estaba cerca del lago. Volvió a toda prisa y quebró la rama lo suficiente para que llegara al agua. Nadando con toda su alma logró cogerla y llevarla junto a la chica. La rama era lo suficientemente grande como para sustentar el peso del cuerpo de ella. Pero un hecho poco afortunado acaeció en el momento en que Rubén conseguía que la mujer se agarrara a la rama. Le dió un pequeño tirón en la pierna, un dolor muy intenso que le agarrotó el músculo e hizo que dejara de agitarlas. No pudo reaccionar y el peso de las ropas mojadas le llevó al fondo mientras su mirada, fija en los ojos de ella, se perdía en las profundas aguas. A los pocos segundos había tragado el suficiente líquido como para quedar ahogado en el lecho de aquel tranquilo lago.
Rubén despertó súbitamente. Se encontraba en una cama enorme e increíblemente cómoda. Y recordó el terrible sueño que acababa de tener. ¡Qué real había sido todo! Se giró para incorporarse y entonces se dio cuenta. ¿Dónde estaba? Y justo en ese momento se percató de la presencia de un anciano a los pies de la cama. Un viejo de larga barba gris le saludó. Hola, soy San Pedro. Y has muerto. Bienvenido al cielo. Una pregunta le sobrevino enseguida. ¿Ella alcanzó la orilla? Pedro hizo un gesto afirmativo. Por eso estas aquí, por tu acto de valentía y salvar su vida. Un sentimiento de alivio se pudo ver en el rostro de Rubén para unos segundos después tornar a una tristeza infinita. Estaba muerto y jamás volvería a verla.
Pasaron los años y se acostumbró a la vida en el cielo. Era muy sencillo todo. La gente simplemente era feliz. Desde luego era un bonito lugar para pasar toda la eternidad, sin maldad en las almas. Cada uno tenía un cometido y lo realizaba con una sonrisa en la cara. A Rubén le había sido encomendada la tarea de vigilar una parte de la tierra para pasar informes a San Pedro y que el tuviera toda la información a la hora de abrir las puertas del cielo a los posibles candidatos. Un día, de camino a la sala del visionado desde donde observaba a las cuatro o cinco personas de las que él era el responsable de informar, vio a una chica sentada en un banco de un parque cercano a su lugar de trabajo. Ella comía una magdalena enorme de chocolate. Pero eso no le llamó la atención a Rubén. Los ojos de la chica le hicieron retroceder muchos años y súbitamente recordó aquel día en el lago. Ella le había encontrado o el destino los había unido de nuevo en la inmensidad del cielo.
Más años pasaron. Una mañana Rubén llegó a su casa y ella le saludó con una caricia en el brazo. Cariño, ha venido Pedro. Quiere hablar contigo. Él se figuró que querría el informe de alguien que acababa de morir. Necesitaba de sus notas para declinar la balanza hacia algún lado. Así que cogió la carpeta donde guardaba la delicada información y fue al despacho de San Pedro. Este estaba sentado en su majestuosa silla, rodeado de varios ángeles que le ayudaban en sus tareas.
Rubén te he mandado buscar porque he de decirte algo importante. Algo que no te gustará pero que es inevitable porque así debe ser. Ella tiene que regresar. Su tiempo en el cielo ha concluido. Rubén, en estado de shock se postró de rodillas ante el guardián y suplicó. ¡Déjala aquí conmigo, por favor!
No puede ser Rubén, tu salvaste una vida y eres alguien especial en este lugar pero cada mortal, una vez cumplido su ciclo en el cielo, debe volver a la tierra. Sabías que era así. Rubén sintió un dolor espantoso. No podía creer que le arrebataran al amor de su vida. Y pensó en un trato. Pedro, llévame a mi también. Se que puedo quedarme aquí eternamente pero no quiero si no es con ella así que bajame a mi con ella. El poseedor de la llaves del cielo miró a Rubén pensativo. Muy bien chico, los dos volveréis el mismo día en lugares apartados del planeta. Si el día que cumpláis los 30 no os habéis enamorado jamás volverás a verla y tu alma bagará sin poder amar para el resto de la eternidad. Si crees que ella es tu amor verdadero nada tienes que temer. Si no es así nunca más podrás volver a amar a nadie.
El día llegó y Rubén abrazó a la chica con un cariño como no se ha visto en la tierra. Y la besó con tanta dulzura que hasta los ángeles congregados en la ceremonia de reencarnación sintieron una pena infinita. A ella le caía una lágrima por la mejilla y él se la secó con la mano y la volvió a abrazar y en un susurro le dijo al oído. No te preocupes mi vida, nos volveremos a encontrar. Nuestro amor es eterno.
Tracy nació en el seno de una familia acomodada de Edimburgo. Desde siempre le había gustado la música y a los siete años sus padres la inscribieron en el conservatorio. Aprendió a tocar el violín con una maestría increíble que hizo que la aceptaran en la orquesta sinfónica de Londres.
James era hijo de unos profesores de Nueva Delhi. Vivían sin muchos lujos pero no podían quejarse. Era un niño muy travieso y mal estudiante. A los doce años le expulsaron del colegio por pelearse con un compañero suyo y sus padres cansados de tan mal comportamiento hicieron algo drástico. Un día se llevaron a James a uno de los muchos barrios pobres de la ciudad. Por primera vez el chaval vió lo que era ese mundo tan cruel y desigual. Gente enferma a las puertas de las casas destartaladas, niños de cara sucia corriendo detrás de la gente mendigando unas rupias, mujeres limpiando sus prendas en barreños de agua más sucia que la propia ropa. Entonces el padre de James le dijo.....Jimmy, hijo mío, tu tienes mucha suerte. No la desaproveches.
A partir de ese día James estudió como ningún otro niño de su colegio y se convirtió en abogado. Y entró a formar parte de una organización que defendía los derechos humanos.
Tracy era la mejor violinista de toda la orquesta. Profesionalmente hablando había conseguido todo lo que deseaba, sin embargo por dentro no se sentía bien. Le faltaba algo en su vida. Y un buen día le dio la noticia a sus padres. Mamá, papá, dejo todo durante un par de años. Me voy a recorrer Europa. Lo necesito. Así que dejó su carrera como primera violinista de la orquesta y cogió el primer tren que salía de Londres. Recorrió ciudades de Alemania, Italia, Hungría....cuando ya no le quedó dinero tocaba en las plazas de los pueblos por unas monedas.
A los pocos días de cumplir los 30 años se encontraba en Tours, una ciudad medieval en el centro de Francia.
James estaba en un avión. Se dirigía a Nantes, a un congreso en el que se debatiría sobre la situación actual en Asia. Era el portavoz de la organización a la que se había unido recién salido de la facultad de derecho y se iba a encontrar en un entorno con gente importante. Si lograba hablar con pasión quizá pudiera lograr unos dólares para crear escuelas u hospitales.
Al llegar a Nantes le llevaron al hotel. Estaba cansado pero era un chico curioso y jamás había salido de la India así que se dispuso a dar una vuelta. Además, era su 30 cumpleaños y quería tomar un delicioso crepe de chocolate para celebrarlo.
Tracy llevaba una semana en Tours y decidió que era momento de moverse a otra ciudad. Fue a la estación de tren y escogió el primero que salía. Miró el letrero de todos los andenes y dijo....Nantes. Ese sería su destino para los próximos días. Al llegar buscó un hostal y dejo sus pocas pertenencias y salió a dar un paseo. Cogió su violín y fue a una zona peatonal, en una esquina cerca de la catedral se sentó y empezó a tocar.
James paseaba tranquilamente, mirando las casas, escuchando a la gente hablar francés, observando el cielo que poco a poco se cubría de estrellas. Y al llegar a un cruce escucho música de un violín. Sonaba realmente bien y quiso acercarse. Un momento después la estaba mirando a los ojos, un escalofrío recorrió su espalda. El corazón empezó a latir de forma incontrolada.
Tracy, concentrada, tocaba el violín. Con la cabeza apoyada en el instrumento se movía acompasadamente. Sentía el ritmo dentro de ella. De pronto un giro de cabeza hizo que sus ojos se posaran en ese chico de tez oscura. Dejó de tocar. La gente que rodeaba a la chica se quedo extrañada pero ella no se fijó en ellos. No podía desviar la mirada de esos ojos. Y una lágrima le calló por la mejilla. James se acercó poco a poco, sin saber muy bien que sucedía. Y tras unos segundos mirándose el uno al otro se abrazaron. Y aunque en ese momento ellos no lo sabían, los corazones de ambos se habían reunido de nuevo. Sus almas estarían unidas para toda la eternidad.