La vida no se mide en minutos se mide en momentos.
A veces podemos pasarnos años sin vivir en absoluto, y de pronto toda nuestra vida se concentra en un solo instante.

miércoles, 20 de febrero de 2019

3. La música de las esferas.

Hace muchos años que ya se teorizaba con este concepto. Entre veinte y veinticinco siglos atrás se pensaba que el universo era algo creado de forma armoniosa.

En torno al 500 antes de Cristo algunos eruditos y místicos estudiaron la relación entre las distancias de los planetas conocidos y su velocidad de rotación. Tanto la escuela pitagórica como diferentes adeptos de la filosofía hermética tenían la idea de que todo fue pergeñado por un ente o entes superiores y que estos habían diseñado todo de manera que fuera perfectamente bello, estética y musicalmente. Así pues, debía haber una relación tangible en lo que veían en los cielos y estudiaron matemáticamente el fenómeno. Estos antiguos sabios llegaron a la conclusión de que los planetas estaban vinculados entre si por una especie de proporción musical.


¿No os parece una idea extremadamente romántica que los cuerpos celestes pudieran emitir música? Sin embargo hay un pequeño problema. Nosotros no podemos escuchar esa pequeña sinfonía de los astros al moverse. En el vacío absoluto el sonido no se propaga, es decir, allí fuera es como si estuviéramos sordos. Nuestros oídos son incapaces de oír esos ruidos que se generan en el espacio. 


La evolución ha desarrollado nuestros órganos auditivos para escuchar ciertos tonos, los infrasonidos no están a nuestro alcance. Triste, ¿verdad? 


Nuestros sentidos están limitados, los ojos por ejemplo sólo ven una pequeña franja del espectro lumínico. Desechando una amplia gama de colores definidos por longitudes de onda que nos es imposible apreciar. 


Cuando pasamos la mano por una mesa, o quizá por la superficie de algún objeto que suponemos liso, no lo es para nada. No somos capaces de intuir que ese material es ruguso, miles de pliegues por milímetro cuadrado. Millones de imperfecciones que nuestro tacto, los dedos con los que rozamos las cosas, son incapaces de sentir. 


Y si hablamos del gusto o del olfato pasa lo mismo. Los grandes creadores de perfumes son personas entrenadas para distinguir multitud de aromas y matices que a una persona normal se le escaparían. Y aún asi, cualquier perro tiene cuarenta veces más células olfativas en la nariz que el mejor de esos hombres creadores de olores perfumados. 


El mundo de los sentidos es un minúsculo universo para nosotros, acotado por nuestras limitaciones de seres imperfectos. No obstante, hay un momento en el que el pico de esas sensaciones se hace máximo. Y aquí viene mi teoría, probablemente incorrecta, pero aún así la expondré en este lejano rincón de mi pequeño mundo. 


El enunciado formal de mi teoría sería tal que así. La curva de las percepciones sensoriales con respecto al tiempo se hace máxima cuando el alma de la persona en estudio esta enamorada. Es decir, cuando el corazón late por amor, el sujeto escucha sonidos imperceptibles para el resto, huele más aromas, paladea sabores vetados al común de los mortales, su tacto se acentúa y por supuesto la visión se hace extremadamente potente para poder apreciar cada detalle de la persona de la que se esta enamorado. 


Una teoría que de momento está en sus primeras fases especulativas. En el último año me he visto envuelto en un lío de fórmulas de todo tipo con multitud de variables y datos. Me ha llevado mucho tiempo dar con este enunciado, folios y folios llenos con infinidad de números extraños y expresiones enrevesadas. Y al final he logrado dar con la teoría que unifica mis estudios sobre este tema. Sin embargo falta algo importante para su demostración a nivel académico, la parte experimental. 


Todo esto no deja de ser una mera hipótesis si no se comprueba con ensayos reales. ¿Y quien mejor que yo para ser el sujeto A del experimento? Sí, seré la cobaya y el científico al mismo tiempo. 


Ahora me encuentro en un dilema, ¿he de fabricar yo mismo el elixir del amor? Esta sustancia sería capaz, inyectada directamente en el corazón, de hacer que me enamorase en cuestión de segundos de la mujer que estuviera mirando en esos instantes. Un método demasiado artificial pero bastante seguro. La otra idea es dejar que mi propio corazón elija cuando, de que forma y de quien debo enamorarme. Sin duda es un modo de proceder mucho más lento, pero tengo la sospecha de que será más intenso y podré demostrar mi teoría de una forma más elegante.


Quizá nunca gane el Premio Nobel por esta pequeña bobada que es mi teoría que relaciona la capacidad sensorial con el amor pero me gusta pensar que es tan poético como cuando esos griegos presocráticos miraban al cielo preguntándose que sonido emitiría la Luna o Marte al girar y decidieron que ese tono sería tan bello como el que haría una joven griega tocando un arpa. Ellos, a estos lejanos e hipotéticos tonos, los denominaron la música de las esferas.


Me encantaría poder demostrar que al enamorarme, mi oído podría aumentar tanto su potencial que si escucho atentamente en una noche de luna llena la oiga vibrar, allá en el cielo, en un lejano susurro. ¿No sería increíblemente maravilloso ser el primer ser humano en oír la música de las esferas? 




2. Héroes.

¿Quién quiere ser un héroe? Se preguntó él en una ocasión. 

Yacía sobre ella. Las manos sobre la cama ayudaban a mantener la mirada en sus ojos. Su miembro se cobijaba dentro de ella, intentando huir o quizá esconderse de un pensamiento que no permitía que disfrutase del todo de ese placentero momento. 

Ella tenía los ojos bien abiertos, aún pegándole la luz de la lámpara en la cara. No pestañeaba o al menos él no se detuvo en observar ese pequeño detalle. Estaba hundiéndose en esos oscuros ojos, intentando adentrarse en su mente, deseando llegar hasta lo más profundo de su alma. ¿Por qué? Se preguntaba, ¿por qué esta será la última vez?  

Esa impotencia de no llegar a descubrir que había tras esa oscura mirada le puso nervioso. Aceleró el ritmo de la cadencia de sus caderas. Las manos que sostenían su cuerpo sobre el de ella empezaron a temblar. Los bíceps del brazo contrarrestaron esa agitación que se dejaba notar con mayor intensidad cada segundo que pasaba. 
Las sacudidas de la cadera iban creciendo en potencia. Ambas cuerpos sonaban por el efecto del choque. Clap, clap, clap, clap.

Llegó un momento el que que él perdió el control. La tristeza que inundaba su corazón no le dejaba pensar, no le permitía parar. Los puños cerrados agarraban las sabanas con rabia. 
Ella, por supuesto, lo notó. Él lo vio en sus ojos, en la expresión de su boca. Al ver que algo en su mente le tenía desbocado, ella pasó su mano por la cabeza de él llegando hasta la nuca. Le atrajo hasta su pecho y susurró...tranquilo. 

Escuchaba los latidos de su corazón a través de sus hermosos pechos. Eso le calmó. Subió la cabeza hasta pegarla a la mejilla de ella, y a la altura de su oído pronunció...voy a sacarla. 
¿Por qué? Dijo ella. 

"El tiempo camina rápido y veces sin fin yo he dicho el relato.  No es relato de solo uno sino de todos nosotros..." En cierta parte de una de las películas de la saga de Mad Max unos niños le cuentan a Max como era la vida antes de que todo cambiara. Él apenas recuerda, su corazón le ha obligado a olvidar.

¿Por qué? Dijo ella.
Estoy a punto de correrme, sostuvo él. Sin embargo, no era del todo cierto. Tenía miedo de olvidar, de arrinconar en lo más profundo de su ser esos ojos que instantes antes le miraban sin pestañear. Estaba bloqueado ante la sola idea de relegar al olvido a aquella enigmática mujer. 
Solo quería salir de la cueva en la que se había refugiado y hacerse un ovillo en su regazo para preguntarse una y mil veces por qué. 

No necesitamos a otro héroe canta Tina Turner en la tercera parte de Mad Max.

¿Y quién demonios quiere ser un héroe? ¿Quién en su sano juicio desearía dejar de ser un villano y creer en el amor? Se preguntaba ese chico, acurrucado junto a ella, mientras una lágrima resbalaba por su mejilla.

¿Qué persona ambicionaría tal locura? Sólo alguien tan temerario como Max o quizá tan inocente como el protagonista de esta breve historia. Los admiro. 

viernes, 15 de febrero de 2019

1. You and me and the devil makes three.

Miraba la fuente. El sol no me dejaba entrever toda la belleza de aquella escultura que desde lo alto de una marmórea plataforma pétrea dominaba el cielo de Madrid. El Ángel Caído desplegaba levemente sus alas mientras un grito se adivinaba en su rostro. Un aullido hacia las alturas; el miedo a la caída podría ser, pensé, o quizá fuera el pánico a la temible serpiente que no le dejaba alzar el vuelo de nuevo, manteniéndole en un terreno bastante más mundano que aquel que solía habitar. 

En aquel instante recibí un mensaje en el móvil al cual no hice demasiado caso. No porque no quisiera saber lo que decía sino porque sabía que el sol me impediría ver la pantalla del teléfono. Así que, durante unos instantes más, contemplé esa demoníaca escultura que según las malas lenguas se sitúa justamente a seiscientos sesenta y seis metros de altura sobre el nivel del mar. (Dato que muchos han querido demostrar sin haber llegado a hacerlo realmente.) 

El silencioso bramido del Ángel Caído me trasladó al pasado. A un tiempo lleno de neblinas y a unos lugares tan brumosos que podrían no haber existido jamás. ¿Mi cerebro jugando de nuevo con evocaciones lejanas? ¿Al escondite quizá? 

Los embates del tiempo causan estragos en las mentes de los que intentan simplemente olvidar, sin embargo hay escenas imposibles de borrar y quedan marcadas a fuego en el subconsciente, saliendo a flote cuando menos te lo esperas o, simplemente, cuando una estúpida asociación de ideas deja paso a los recuerdos enterrados bajo siete llaves en lo más profundo del alma. 

"...Tú, yo y el diablo hacemos tres..." 

Aquella noche había bebido, tanto que quizá esa sea la causa del velo que mantiene ciertas lagunas en esta terrible historia. Recuerdo un ambiente fosco, extrañamente oscuro, digno de la peor de las historias de Stephen King o de aquellos tétricos relatos de Poe que leía de adolescente. Desde luego, fuera de aquella habitación las sombras se cernían sobre todo ser viviente, el mundo más allá de aquellas cuatro paredes era lóbrego y los sonidos angustiosos se colaban por la ventana abierta de la pequeña terraza. El ulular del viento preconizaba que nada bueno pasaría en aquel lugar apartado de toda coherencia.

Parecía un cuento. La luz era tenue. Las risas envolvían cada recoveco. Su dulce voz rebotaba suavemente en las paredes llegando de manera armoniosa a mis embriagados oídos. Ella era la viva imagen de una princesa esperando al príncipe que por fin liberase su alma del hechizo de la malvada bruja. 


Mis labios desearon besarla, en ese instante, al verla tumbada en aquella cama, desnuda sobre las sábanas. Mis dedos no pudieron resistir acariciar esa piel llena de marcas del pasado. Una piel que a mis dedos, a mi mente y a mi corazón le parecieron la más suave de cuantos cuerpos tuve la oportunidad de recorrer con mis imperfectas manos. Mi mejilla necesitó acercarse a su mejilla. Mi alcoholizada voz dejó salir en un leve susurro un cumplido que no creo que sus achispados oídos tuvieran la capacidad de apreciar. Eres realmente bonita. 

En su aturdida mente apareció una idea. Espera, me dijo. Voy a la cocina un segundo, ahora vuelvo. Mientras ella movía su precioso culo por la casa yo miraba la bamboleante proyección de la lámpara sobre el techo. Ya entonces me preguntaba algo que nunca sabré discernir con total seguridad, ¿es un sueño? Y en caso de ser así, ¿por qué ella llegó de la cocina portando un enorme y afilado cuchillo?

En los cuentos de Poe siempre hay algo absurdo sobre lo que pasamos de largo, tan solo porque el autor lo envuelve todo en una atmósfera casi mágica y así logramos admitir lo increíble como posible,  escuchando a un negro cuervo hablar o los acusadores látidos de un corazón enterrado que delata al asesino sin escrúpulos. 


El insensato hecho de esta historia subyace en la imagen de esa bonita princesa que tumbada en la cama acaricia su clitoris con el cuchillo...a mi ex le gustaba esto. Decia con voz de chuza total, asomando una caricaturesca sonrisa en su rostro. ¿Hablas en serio? Logré decir ante mi asombro. Claro, solo los niños y los borrachos dicen la verdad. 

You and me and the Devil makes three. El diablo hizo acto de presencia y permitió que en ese instante hubiera un trio en esa habitación. Ella se introdujo el cuchillo un poco más. Vamos, cógelo. Me animó. Metélo hasta donde tú desees. Sostuvo. 

Mefistófeles, Belial o Lucifer. Da igual el nombre que se le de al Ángel cuya rebeldía causó el descenso hacia los infiernos. En esa habitación, aquella lejana noche, se encontraba junto a nosotros procurando que todos cayéramos en una espiral de locura, hacia un profundo pozo lleno de los deseos y temores de las almas más inquietas. 

Mi mano se deslizó por su brazo hasta llegar a su sexo, tan húmedo que me hizo dudar. ¿Realmente esto es lo que desea? La fogosidad de su mirada mantuvo mi perplejidad. Metí un par de dedos haciéndome hueco, deslizando el cuchillo hacia un lado, sacándolo cuidadosamente y cogiedolo con la mano que quedaba libre. Lo dejé a mi lado, sobre la cama. Besé sus labios durante unos segundos y luego me refugié entre sus pechos. Escuché los latidos de su excitado corazón y temblé. Procuré que no lo notara abrazándome fuertemente a ella. Había derrotado al diablo. Nuevamente nos encontrábamos a solas y todo lo que pude decir fue un tímido te quiero. 

Tras unos minutos contemplando la escultura del Ángel Caído y viendo que el frisbee de unos patinadores cercanos pasaba más cerca de mi cabeza de lo que me hubiera gustado, fui caminando hacia el lago lentamente; aún con la imagen de aquel conmovedor abrazo guardado en las profundidades de mi alma y en cuyo insondable abismo liberé una batalla que nunca sería contada por la promesa de un innoble príncipe que faltó a su palabra, me senté en la hierba y observé el estanque. Los patos caían casi en vertical sobre el agua, los remos de las pequeñas barquitas se zambullían en el líquido elemento, el sol se despedía de aquel día bajando poco a poco sobre las copas de los frondosos árboles que movían graciosamente sus ramas. 


De pronto recordé el mensaje que un rato antes había importunado mi ensimismamiento sobre la figura de Lucifer en aquella fuente regada por el sol de un envidiable atardecer. 

Volviendo a mi venerado Poe, recuerdo vagamente uno de sus cuentos. A su Ángel Caído él lo llamó el demonio de la perversidad, un ser capaz de influir en las mentes. Un ente que entronca con el mío, se superpone e imbrica de tal manera que casi parecieran el mismo. Espíritus, ambos, que se divierten y juegan con las debilidades de los seres humanos tan solo por el mero hecho de demostrar su poderío ante las descuidadas y frágiles mentes de los mortales. 

El mensaje, por supuesto, era de ella. Y contrariamente a lo que se pudiera pensar, no es un truco para acabar de manera más elegante este tétrico y negro relato que se me ha ocurrido narrar esta soleada tarde de un viernes cualquiera. "Nunca más." Así empezaba ese mensaje, como nos repite una y otra vez el sombrío cuervo del poema de Edgar Allan Poe. Realmente ese mensaje, leído en la penumbra de ese momento tan especial del día que es el atardecer, en el que ni hay claridad ni oscuridad, hizo que mi piel se erizara y que un leve escalofrio recorriera mi cuerpo. "Nunca más. Tú haces que mi locura se desarrolle, crezca y deambule dentro de mi ser. Me da miedo. Olvídate de mí."

Desde aquel día, cada vez que mi camino me lleva al parque del Buen Retiro de Madrid he de pasar frente a la fuente del Ángel Caído. No lo hago para recordar que una vez me enfrenté al mismísimo diablo y le derroté. No lo hago para vanagloria de mi propio ego sino por seguir los pasos que dictó ese encomiable escritor que visitó las oscuridades del alma mucho antes de que yo naciera. 


En Berenice él escribe, "Dicebant mihi sodales, si sepulchrum amicae visitarem, curas meas aliquantulum fore levatas." 

"Decianme los amigos que encontraría algún alivio a mi dolor visitando la tumba de la amada." Allí, bajo la piedra que sustenta al alado ser, fue donde enterré el recuerdo de alguien que ya solo pertenece al mundo de lo sobrenatural, de las historias fantásticas. Al mundo inmaterial de las palabras soñadas, escritas y leídas. 





martes, 15 de mayo de 2018

jueves, 25 de enero de 2018

Página 1: Akbaalia.

La oscuridad de la noche se veía interrumpida por las altas llamas del fuego que, levantándose en rápidas y vibrantes siluetas, formaban extrañas figuras. Siniestras habitantes de aquel lejano lugar en el que me encontraba, junto a un no menos inquietante personaje. 
Me había sentado en el suelo imitando su posición. Enfrentado a él, observaba su rostro asaeteado por miles de sombras que hacían los surcos de ese viejo semblante más profundos si cabe. 
Unos instantes antes, el anciano había bebido de un cuenco de barro que reposaba en el suelo, a su lado. En él, había machacado con los dedos de la mano unas hojas que sacó de una bolsita de cuero mientras vertía un líquido mezclándolo todo.  

La luna se ocultó tras unas montañas cercanas dejando entrever las estrellas y planetas que nos miraban con menos curiosidad sin duda de la que nosotros, los simples mortales, las contemplábamos a ellas. Allí estaba la doble Sirio, también se distinguían los tres luceros del cinturón de Orión que acompañaban a Canis Maior. Sin forzar la vista me detuve en Venus, que destacaba con sus destellos sobre todo lo demás. Marte, hacia un lado. Y un poco más allá incluso Mercurio estaba presente. 
La quietud me dejó escuchar el crepitar de la leña que se retorcía por la invisible fuerza del calor de aquella hoguera que me hiptonozaba por momentos. 
Nada se escuchaba más que el chisporroteo del fuego que al final, acabó por sumirme en un trance que me llevó hasta el abismo más profundo. Me condujo a los límites de mi alma. 

Estaba solo. En aquel lugar no había nadie más que yo. Me vi caminando por un suelo tan blanco como el más puro de los mármoles cuyo reflejo me deslumbró de tal manera que tuve que desviar la mirada hacia arriba topándome con la oscuridad más negra que jamás había contemplado. 
No supe qué hacer, así que anduve hacia esa línea en el horizonte que dividía ambos mundos. La claridad y las tinieblas, la ignorancia y el saber, la confusión y el entendimiento, el sol y la luna. 
De lo que allí aconteció, en lo más hondo de mi alma, no contaré mucho más. Puede que en una futura ocasión en la que las palabras fluyan de una manera menos artificial. Quizá mañana, quizá nunca. 

La Luna salió de su escondite y aquel hombre empezó a entonar unos ritmos guturales. Un sonido que salía de su interior más profundo y que parecían ser un llamamiento a aquellos dioses que le habían dado el poder por el que yo me encontraba en ese inhóspito lugar. 
La madre Tierra, la diosa Luna, las titilantes estrellas, el cruel coyote, el viento castigador, al águila señor de los cielos, el agua que caía de arriba para crear abajo. Con aquel canto estaba reuniendo a todos los mágicos espíritus alrededor de aquella fogata que calentaba nuestros inmóviles cuerpos. 

Me imbuí de tal forma en el embrujo de aquella atmósfera, llena de efluvios y aromas sobrehumanos, que sedujo a mi espíritu y yo mismo empecé a cantar sin saber muy bien ni el cómo ni el por qué. 
Llegado un momento, pudo haber sido después de haber cantado una hora o un minuto, él se levantó y danzó alrededor del fuego. Hacia rápidos aspavientos con los brazos hacia arriba y abajo mientras bailaba rodeando la hoguera y recitaba una especie de mantra. En la lejanía un lobo aulló, la brisa sacudió el valle agitando levemente las llamas, escuché el ulular de un ave. La naturaleza, los dioses, habían acudido a su llamada y él intentaba interceder por mi. 

Ese hombre era un Akbaalia, un sanador. El más poderoso de cuantos existen. ¿Sería capaz de convencer a las fuerzas que rigen el mundo? ¿Soy yo merecedor de tan encomiable esfuerzo? 

Unas horas antes, en una rudimentaria cabaña construida en adobe y recubierta de pieles de animales el Akbaalia hizo una pregunta. ¿Por qué deseas limpiar tu alma? Porque solo un alma pura puede amar de verdad. Sostuvo mi mirada, observando mi semblante a la luz de un simple candil. Muy bien, respondió.
Mi respuesta parece que satisfizo al viejo chamán. Me tendió un brebaje, bebe un poco y vayamos al bosque en busca de tu anhelo. 


miércoles, 18 de octubre de 2017

Capítulo 31: Diez segundos.

Escuchando la lluvia golpear el cristal de la ventana me pregunto, ¿cuánto dan de si diez segundos?

Ese tiempo es el que se tarda en leer una frase no demasiado larga. Es la duración de un sorbo de nuestra bebida favorita durante la cena. Es lo pasa cuando cuentas diez ovejitas en una noche de imsomnio. Es lo que te lleva atarte el cordón de una zapatilla. Es el tiempo que tardas, de media, en sacarte el móvil del bolsillo y comprobar si hay mensajes o llamadas. Es la mitad de lo que duran la mayoría de los semáforos para peatones de las calles estrechas.

En estos instantes diez segundos me parecen tremendamente cortos. Muy escasos. Un tiempo tan leve que ni te das cuenta de que ya ha pasado. Diez segundos, sin duda, es lo que ya ha sucedido cuando te preguntas qué está pasando. 
Y ese tiempo es en el que tengo que hacer un recorrido, una prueba física que muchos ya pasaron y que por lo tanto es posible. Sin embargo, a mí me parece una tarea hercúlea. Muy propia de ese semidiós griego de la antigüedad y que enmascarada entre sus doce míticas pruebas sería pan comido. Para mí, un simple mortal, ese tiempo me parece tan efímero que veo improbable terminar incluso por debajo de algún segundo más allá de esos terribles diez. 

Me he pasado la noche recorriendo mentalmente esa endiablada prueba y en ninguno de los escenarios sería capaz de hacerlo, a no ser que esto fuera una película de Zhang Yimou y el lugar de la prueba la casa de las dagas voladoras. (Para los no iniciados en el cine del director asiático, es una de sus películas más interesantes...en mi modesta opinión.)

Pero bueno, siempre existe esa pequeña gotita de magia en el frasco de las esencias que la vida nos tiene reservado para cada uno de nosotros. Si otros lo hicieron, es factible; así que aunque esos diez segundos me parezcan un universo realmente pequeño habrá que intentarlo...y sino se supera la prueba, como me dijeron algunas personas ayer, siempre quedará la posibilidad de repetir al año que viene.