Dejo que los sonidos de un piano se metan bajo mi piel. Las notas cargadas de una sensibilidad abrumadora permiten que una lágrima aparezca tímidamente tras las largas pestañas de unos ojos cerrados con fuerza y determinación. Causa y efecto de la sinfonía que de manera muy discreta envuelve aquel lugar al que llamo hogar. Esa redondeada gotita salada, la primera del gran batallón que se aproxima, resbala por la mejilla cayendo en aquella almohada que mi mano sujeta contra mi cara ahogando un pequeño murmullo que sale del fondo de mi alma...¿dónde estás?
Casi instantáneamente, como si la música de aquel piano hubiera creado un conjuro o sortilegio que de pronto se hizo hechizo al susurrar mi curiosa pregunta, me transporté a un lugar alejado de aquella cama que me incomunicaba del despiadado mundo. Con la mente contemplé lo que había a mi alrededor, con los ojos de mi alma la vi detenida bajo un gran árbol cuyas hojas amarilleaban. ¿Me acerco? Dudaba. Desde la distancia parecía una ninfa, un hada de un bosque encantado, una ensoñación a punto de esfumarse si alargaba la mano para acariciar su suave piel. Tenía miedo, ¿y si desaparecía al ir hacia ella?
Tras unos instantes de indecisión, arrinconé el temor que atenazaba mi mente. No te asustes, logré decir. Solo quiero mirarte a los ojos.
Paso a paso me fui aproximando. Lentamente. Fue entonces cuando aquel mágico bosque me pareció inmensamente luminoso. En cualquier otro escenario, aquel lugar sería terroríficamente sobrecogedor. La noche era oscura al acostarme pero allí, en esa realidad paralela, la luna brillaba de tal manera que las ramas de los robles y hayas parecían cobrar vida creando una atmósfera de cuento de los hermanos Grimm. ¿Estarán Hansel y Gretel escondidos tras aquel robusto tronco?
Escuché el aullido lejano de un lobo, enmascarado por el crujido de las ramas secas que bajo mis pies se partían en mil pedazos. El ulular de algún pájaro nocturno me dio la bienvenida. El siseo del viento colándose entre los árboles me saludaba con cortesía. Y la voz de aquel maravilloso espectro, de ese espíritu resplandeciente por la blanquecina luz de la luna llena, llegó hasta mis oídos trasportada por las notas musicales de ese piano que aún escuchaba. ¿Me das la mano? Sostuvo, con voz inocente y tierna.
Sin poder desviar mis ojos de los suyos adelanté mi brazo, ofreciéndole mi mano. Ella sonrió levemente y tocó mis dedos con sus yemas, recorriendo toda su longitud con una delicadeza etérea. Sentí como su energía invadía mi cuerpo. El bello del brazo se me erizó. El corazón empezó a latir. La sangre fluyó. La respiración se hizo más intensa. Los nervios amagaron con aparecer, no obstante, su sonrisa logró tranquilizar a mi alma que por instantes empezaba a desvocarse como un caballo salvaje cabalgando sin atadura alguna.
Durante un tiempo estuvimos de pie bajo ese gran roble. Uno frente al otro, mi mano con la palma hacia arriba y su mano acariciando la mía. El encantamiento de su mirada me impedía decir nada, su belleza me encomiaba a no estropear ese momento con alguna frase estúpida y fútil.
Fue ella la que rompió un silencio lleno de sonidos de la noche, y con una suave entonación me preguntó, ¿quieres dar un paseo?
Me dejé llevar, hubiera seguido a ese hada hasta el mismisimo infierno si con eso conseguía mantener mi mano junto a la suya. Sin embargo no me condujo hacia el lugar donde reposan las almas perdidas, sino hacia una cabaña de madera oscura. Mi hogar, me susurró al oído. ¿Quieres entrar?
Asentí. Confiaba en aquella mirada; su embrujo era tal que era imposible negarme a contemplar el lugar de descanso de aquel maravilloso ente angelical.
Dentro seguía escuchando el piano cuyas notas no permitían que esa ensoñación terminase. El repiqueteo de las teclas producían una armonía digna de escucharse con el alma y no simplemente con los oídos, era la banda sonora de aquel momento en el que yo la veía prepararme un chocolate caliente sentado a la mesa de su cocina llena de enseres antiguos que ni tan siquiera sabría nombrar.
Trajo dos tazas. Se sentó frente a mi y me señaló con un leve ademán el chocolate. Pruébalo, dijo. Obediente, pegué un pequeño sorbo. El calor que mi corazón sentía en esos momentos se trasladó a mi lengua...¡quema! Exclamé.
Ella cogió entonces mi mano de nuevo, acercó su carita a la mía y me besó.
No hay mayor regalo en el mundo que un beso lleno de cariño, afecto y amor. Toda la fuerza, la vida y la energía de aquel hada entró dentro de mí por medio de aquella boca que dulcemente mordía mi labio inferior. Esa vitalidad llenó enteramente mi corazón, el cual vibró intensamente.
El piano mecía nuestros sentimientos, los llevaba en volandas hacia las nubes para luego dejarlos caer libremente de nuevo hacia nuestros cuerpos en un viaje lleno de pasión.
Mi mano no se separó de la suya, mis labios no dejaron de besar y mordisquear, y nuestras almas se fundieron en una sola cuando yacimos en el suelo de aquella cocina de una extraña cabaña perdida en medio del bosque.
Al despertar, el incansable reloj me decía que eran las ocho de la mañana. El móvil llamaba mi atención con una luz intermitente. Emails sin leer, notificaciones de varias aplicaciones y una canción pausada en mitad de la noche, que mientras me desperezaba volví a escuchar.
El piano traía recuerdos de un sueño especial. Nexo de unión entre esos dos mundos, permitió que contemplase imágenes de una vida paralela a aquella en la que me encontraba. En ese singular camino, me despertaba junto a un hada que me daba los buenos días con un beso y un abrazo.
Desde luego, mucha gente diría que nada bueno puede ocurrir a las cuatro de la mañana...excepto si te topas con la magia.