Voy a contar hoy algo que muy poca gente conoce de mi. Estas personas se podrían enumerar con los dedos de una mano y sobrarían cuatro.
No es una cosa inconfesable, ni tan siquiera es algo que se salga fuera de lo común. Sin embargo nunca lo dije, lo mantuve en el secreto más absoluto.
Mi pasión por el cine creo que es evidente para el que haya leído estos pequeños episodios de mi vida que día a día voy relatando. Es un amor hacia los "narradores de historias".
El día que me di cuenta de ello es el día que vi Cinema Paradiso de Giuseppe Tornatore. Hace muchos años contemplé esta cinta con una emoción y una fascinación que se apoderaron de mi ser.
Es un viaje a través de los ojos de Totó, un niño inquieto, sagaz, curioso. Desde el primer momento le coges cariño y creces junto a él. Te haces adulto a su lado. Compartes sus sueños. Anhelas sus deseos. Amas a Elena al igual que él. Totó empieza a enamorarse del cine a través de su cicerone Alfredo. Este hombre es el encargado de proyectar las películas en un cine de un pueblo italiano de los años 40. Alfredo transmite su amor por el cine a este niño y a su vez a todos los que contemplamos sus vidas desde nuestras casas.
Un buen relato necesita de una buena música y la banda sonora de Ennio Morricone te lleva por ese mundo de sentimientos como si flotaras en una nube y fueras a parar a ese pueblecito italiano. Imagen y sonido estarán unidas para siempre en tu mente al recordar ciertas escenas. Sobre todo la final, una oda a la libertad, al amor y al beso.
Por sí alguno aún no la ha visto no rebelaré nada más de la historia, pero si diré que cuando terminé de verla, algo en mi interior surgió. Un deseo irrefrenable de hacer cine.
Al año siguiente me inscribí en la escuela de cine de Madrid. Para entrar había que hacer una serie de pruebas, y elegir en que disciplina querías matricularte. Yo hice la prueba para dos, para dirección y para actor. Quería ser director, mostrar al mundo mi visión de las cosas mediante la cámara. Poder contar historias que de ningún otro modo podría conseguir narrar. La mirada de un chico que nunca supo expresarse muy bien. Lo de actor fue vanidad, fue un capricho. Nunca tuve madera de actor. Ni en un millón de años podría hacerme pasar por alguien que no soy. Credibilidad en el personaje que interpretara nula. Ninguna de las dos las pasé. No iba preparado, haber leído unas cuantas revistas sobre el tema no fue de gran ayuda ya que se presentaba muchísima gente y algunos bastante más puestos que yo en temas como que películas dirigieron Antonioni o Lars Von Trier por poner un ejemplo. Más que nada era curiosidad, ir a las instalaciones, ver a la gente de allí, inmiscuirme en su mundo por unos instantes. Simple curiosidad. Pero me picó el gusanillo y decidí que al año siguiente lo volvería a intentar.
Compré unos libros, leí mucho sobre cine, vi muchas películas de todos los géneros y épocas, escuché programas de radio que hablaban sobre el tema. Me empapé bien de todo lo que pude. Y el día llegó.
Habría unas 700 personas. La primera prueba era un test de cien preguntas. Cada uno, dependiendo de la especialidad a la que hubiera decidido presentarse, tenía unas preguntas determinadas. Como dirección engloba todo, mi examen tenía todo tipo de cuestiones. Posiciones de cámara, movimientos de esta, quien dirigió tal o cual película, quien realizó la banda sonora, comienzos del cine, que actor hacia el personaje equis en un filme japonés, cine mudo, Nouvelle Vague, etc, etc, etc.
Como en todo test que se precie, por pregunta fallada te quitan puntos, por lo que responder cualquier cosa se te quita de la cabeza enseguida. No recuerdo cuanto duró la prueba pero cerca de dos o tres horas creo que si estuve, y al salir la cabeza la tenía totalmente embotada. Pero fue una experiencia bonita. El hecho de que la prueba fuera en la sala más grande del Kinepolis ayudó al ambiente que se respiraba. Cine por los cuatro costados. Eso era lo que nos unía a todos los que allí estábamos.
Unas semanas más tarde dieron los resultados. Yo había pasado a la siguiente prueba. Me ilusioné, me alegré tanto que ese día falté a mis clases habituales y fui al cine a celebrarlo. ¿Qué mejor forma?
La siguiente prueba era a mi modo de ver más complicada, bastante más.
Aún había bastante gente. A los que pasamos a esta fase por medio del test se unieron otros que no tuvieron que hacerlo por haberse matriculado en un curso de verano que te daba la opción de librarse de las cien preguntas. Quedaríamos unas 300 personas.
También fue en una sala del Kinepolis. Nos pusieron una película y había que analizarla según a lo que te presentaras. La prueba empezó a las 9 de la mañana y acabó a las 3 de la tarde. De esta si me acuerdo del horario porque acabé tan cansado que se me grabó en la mente.
Libertarias, de Vicente Aranda, fue lo que nos pusieron. Entre los nervios y que era la primera vez que la veía no tuve muchas esperanzas en pasar al próximo reto. Eso, unido a mi nula habilidad para expresarme, ya sea por escrito o hablando, dejaron mis espectativas por los suelos. Pero aún así, como me había gustado bastante el argumento, más animado la comenté y analicé bajo la mirada de un futuro director. Rellené cuatro folios por ambas caras. Primero fue un borrador y cuando estuve más o menos conforme con el resultado lo volví a escribir sin borrones ni comentarios en los márgenes a lo que había redactado. Salí de allí sin ninguna convicción de haberlo hecho bien. ¿Demasiado crítico conmigo mismo? Quien sabe.
Transcurrido el tiempo de espera para saber el resultado, me acerqué a ver la lista de los elegidos. 40 nombres, ahora ya solo en la especialidad de dirección, constaban en esa hoja. Cual fue mi sorpresa al ver que mi nombre estaba allí escrito. Sí, una nueva prueba me esperaba.
Deberían quedar sólo 25 para la última prueba, que era una simple entrevista personal, y la forma de eliminar a gente fue el tercer escollo antes de la ansiada meta.
Ahora ya nos metieron en una de las clases de la escuela de cine. Nos repartieron una serie de hojas con unas viñetas dibujadas en ellas a modo de storyboard. Teníamos que escribir un guión utilizando como guía esos dibujos. Construir una historia. Modelar unos personajes. Dotar de alma esos bocetos. Me puse muy nervioso y es lo peor que me puede pasar. Inventar y contar. Ideé una trama un poco rocambolesca. No puse énfasis en lo más importante de cualquier historia, las personas que la viven. Me dediqué simplemente a esbozar algo general, sin profundizar. No di vida. No creé.
Y ahí me quedé. La ilusión se esfumó y ya no lo volví a intentar. Mi sueño de ser director de cine se volatilizó.
Observándolo con la perspectiva que siempre da el tiempo, me alegro de haberlo hecho, fue una experiencia inolvidable. Aprendí mucho. Y sobre todo me conocí a mi mismo un poco más.
Hoy es un buen día para dejar salir este recuerdo de mi mente, para dar a conocer un secreto personal, para revivir este momento especial. Hoy se han dado las nominaciones para los Oscar. Un día para hablar de cine.
Para aquellos que no lo sepan, Georges Méliès fue el primer "contador de historias" usando un proyector de imágenes. Los hermanos Lumière inventaron el cine propiamente dicho, pero era algo más documental. Georges fue el primero en contar relatos de ficción mediante trucos y efectos que el mismo desarrolló. Desde este humilde blog le dedico este relato. Para él mi más sentida admiración.