La vida no se mide en minutos se mide en momentos.
A veces podemos pasarnos años sin vivir en absoluto, y de pronto toda nuestra vida se concentra en un solo instante.

domingo, 16 de diciembre de 2012

Las Vegas

Todo el mundo debería ir al menos una vez en su vida a Las Vegas. Ciudad distinta a todo lo que se haya podido ver anteriormente. Llena de contrastes y hecha para pecar. Un lugar que te atrapa y te transforma. Y que, en ocasiones, parece no existir más que en tu confusa mente atiborrada de sensaciones. 
El momento que voy a describir es el de la primera vez que recorrí el Strip. La ancha y kilométrica avenida es donde, sin lugar a dudas, más se intuye que cualquier cosa puede ocurrir. Caminado a través de todo ese despliegue de luces y gentes de todo tipo, la vida se torna en una especie de carrera hacia la locura total por el consumismo, el juego, el alcohol y el sexo. A cada paso que das notas ese tufillo totalmente incitador al pecado que hace que desees pasarte por el forro los siete pecados capitales en solo una noche.
Mi extraño recorrido empieza en el MGM, gigantesco hotel que ya ves desde el avión cuando sus cristales verdes se reflejan en la ventana del aparato. Su león gigante en la puerta te da la bienvenida. Justo en frente, el New York New York te sorprende por la réplica de la estatua de la libertad y su montaña rusa dentro del hotel. Parece un decorado, parece que estas en medio de una película y que de pronto alguien va a gritar "cámara, luces, ¡acción!".
Andas durante unos minutos y te das cuenta de la variedad de personas que transitan la calle. Gente bebiendo en vasos con forma de guitarra, de torre Eiffel o de palmera gigante. Litros de alcohol que tumbarían a cualquiera. Ves a familias haciéndose fotos ante los carteles y neones enormes que cuelgan de las fachadas de las tiendas temáticas. Escuchas de pronto unos gritos, es un pirado de los que te sermonean con que la Biblia dice tal o cual cosa. Nadie parece escucharle pero el sigue con su perorata. Un tío vestido de Elvis se te cruza por el camino y casi te chocas, mientras lo miras, con otro a su lado disfrazado de Homer Simpson. Varios inmigrantes hispanos que con un entrechocar de tarjetas llaman tu atención mientras uno de ellos te pone una de ellas en la mano, la miras y ves que son clubes de striptease y anuncios de chicas que se ofrecen para hacer tu visita a Las Vegas más interesante. Un sin techo te pide un pavo para vete tu a saber que porque ni has entendido lo que te dice. Limusinas enormes pasan a tu lado por la carretera e intuyes a los que se divierten dentro, con sus copas en la mano, mirando a los de fuera. Y todo esto solo en unos pocos metros.
De pronto te topas con la Torre Eiffel, una réplica menor que la auténtica pero que te impacta igualmente, resulta extraño. Una rareza que encandila. Restaurantes franceses a sus pies y el hotel de turno ambientado con temática francesa. Bonito. Bastante bonito.
No te da tiempo a admirar toda esa parte de la calle cuando del otro lado suena un estruendo. Son las fuentes del Bellagio, expulsan agua que baila al son de Frank Sinatra. Cruzas para verlo de cerca, cientos de personas observan esta danza maravilladas. Y gritan un ¡ohhhhhhhh! de admiración cuando el espectáculo termina. Te animas a entrar al hotel llevado por las imágenes de la película Ocean's Eleven. El hotel es precioso, un vestíbulo de cuento. Te deleitas con las figuras de colores que lo llenan. De fondo escuchas un sonido del que no te puedes evadir en toda la ciudad. Las máquinas, el casino lo envuelve casi todo. Las diferentes melodías te llaman, te atraen. Las camareras te ofrecen bebida por un par de dólares de propina, todo esta planeado para engancharte, para atraparte y que saques el dinero de tu cartera. E inevitablemente lo haces. Let it ride! Juegas a la ruleta, juegas a máquinas que ni entiendes y pasado un rato decides salir a la calle de nuevo, al Strip.
Continuas unos pasos y observas el Caesar Palace, ya su nombre te recuerda a combates de boxeo míticos en su Colisseo. Das una vuelta por sus tiendas de lujo dentro del complejo y sueñas con comprar algo de Armani o de Gucci si das un pelotazo en uno de los casinos.
Sales al Strip por necesidad, porque quieres huir del sentimiento que te embarga y te dices ¡maldita sea, tendría que haber nacido rico!.
Se hace tarde, llega la hora de la cena. El hotel The Venetian parece un lugar interesante para buscar restaurante. Decorado con tal detalle que crees estar en la Venecia italiana. Dentro tienen hasta góndolas y extrañamente pese a su precio y el recorrido de dos minutos que te hacen hay espera para subir a una. ¡Cuanto dinero tienen algunos, y que forma tan estúpida de despilfarrarlo! El centro comercial que hay dentro es impresionante. Cubierto con un cielo azul que se va oscureciendo haciéndote creer que se va yendo el sol te hace abrir la boca. Más tiendas de lujo, de esas que te llevan bebida mientras te pruebas los zapatos de 500$. Te detienes a cenar en un restaurante italiano, caro para ser pasta pero la plaza en la que está merece ese precio. Cenas pensando en todo cuanto has visto y sabiendo que aun te queda mucho más.
Todo en Las Vegas está encaminado al consumo. De eso se trata, que te dejes todo allí.
Para mi es una ciudad fabricada para la diversión, para dejarse llevar por ella, para disfrutar. Y eso es lo que la hace singular. Dejas a un lado tu yo racional, tu yo precavido para convertirte en alguien deshinibido, y por momentos la locura te llena las venas y por unos dias disfrutas de las cosas banales de la vida.
De ahí lo que se suele decir, lo que pasa en Las Vegas se queda en Las Vegas.

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