La vida no se mide en minutos se mide en momentos.
A veces podemos pasarnos años sin vivir en absoluto, y de pronto toda nuestra vida se concentra en un solo instante.

viernes, 14 de diciembre de 2012

La Manga del Mar Menor


Hay un lugar en el planeta donde nada cambia, donde por mucho tiempo que pase todo sigue exactamente del mismo modo que la última vez que lo visitaste. Hablo de La Manga del Mar Menor. Y quien haya estado allí y veraneado en su costa sabrá a lo que me refiero con esto.
Fui hace unos días después de haber estado ausente de esta extraña ciudad, que por lo visto no es ni ciudad y me he enterado hace nada porque ni siquiera tiene ayuntamiento. En realidad no se sí es ciudad, Villa, poblado, o simplemente un conjunto de casas y torres a lo largo de su línea de playa. Que por cierto es el único lugar de España que tiene dos mares, el Mediterráneo más bravo y furioso, más mar si pudiéramos definirlo así, por un lado y el mar Menor más tranquilo, más caliente, más lechoso, menos mar siguiendo la definición anterior, por el otro lado.
La Manga del Mar Menor es un pedazo de tierra, angosto, sinuoso, unas veces más ancho y otras parece casi un monticulo de arena que separa los dos mares. Carretera en medio y a los lados edificaciones de todo tipo y condición, desde los chalets más vanguardistas a las torres más setenteras. Un lugar tan ecléctico  como extrañamente atrayente a primera vista. Si y digo a primera vista por que acaba por aburrir, acaba por cansar la vista y hacerte ver que ese lugar tampoco tiene demasiado que mostrar.
Sinceramente nunca me gustó veranear allí, así que esta opinión puede ser muy subjetiva y no ser la realidad. Mis padres tienen una casa allí y me tocaba ir cada verano y al final uno acaba adaptandose y haciendo su rutina de mar Mediterráneo por la mañana, mar Menor por la tarde.
Pues como decía fui hace poco y me pareció que el tiempo se congeló en estas coordenadas, mismos edificios prácticamente, mismo olor al entrar por el Cabo de Palos, olor a playa, a humedad, a mar. Eso reconozco que si me encanta, incluso bajé la ventanilla del coche desafiando al frío y como si fuera un ritual purificador respirar ese aire y mantenerlo en los pulmones unos segundos para luego exhalarlo como si expulsaras toda la suciedad interior de tu alma.
Al estar tanto tiempo sin ir, miles de recuerdos te asaltan la mente, rápidos, fugaces, como balas disparadas por una ametralladora mientras recorres con el coche el trayecto hasta tu urbanización. Y cuando llegas vuelves a tu adolescencia, como si te hubieras montado en el coche de regreso al futuro y viajaras con Marty Mcfly a finales de los 90. Incluso el olor del portal es el mismo, la señora que limpia el portal debe utilizar el mismo producto desde hace 20 años, es increíblemente raro pero los olores son los portadores de recuerdos más potentes del mundo. Y al llegar a casa y ver que todo sigue ahí, los mismos muebles, tu cama de hace mil años, tu bici de chaval, tus utensilios playeros, tu sofá. Todo te da una primera alegría tremenda por ver tu cosas, seguida por una nostalgia rara de describir, y por último con un sentimiento de aquí estoy de nuevo que te deja un regusto amargo en el estómago.
Esa decepción que te sobreviene al dar una vuelta por los alrededores y ver que todo lo recordabas más grande, más glamuroso, más bonito. Quizá son los años que te cambian el punto de vista o simplemente el estado de ánimo con el que fuí.
Pero si he decir algo bueno de allí es que vi el mar. El Mediterráneo esos días estaba precioso, con oleaje, con el olor a salitre, y con su horizonte infinito. El mar es aventura, es libertad, es misterio, es rebeldia, incluso es crueldad a veces. El agua es en todas las culturas sinónimo de vida, e hipnotizado por ese mar me dieron ganas de vivir eternamente. De contemplar para siempre ese baile cíclico que son las olas.
Y me di cuenta de lo que dijo Hemingway. Nadie jamás está sólo en el mar.





No hay comentarios:

Publicar un comentario