La vida no se mide en minutos se mide en momentos.
A veces podemos pasarnos años sin vivir en absoluto, y de pronto toda nuestra vida se concentra en un solo instante.

viernes, 26 de abril de 2013

La princesa, la nota y la duda

Hace unas semanas que me cruzo en el autobús con una chica. La llevo viendo un par de meses, quizá más. Al principio no me fijé en ella. En realidad, no se cuanto tiempo hace que me di cuenta de su presencia.
No creo que se haya fijado en mi. Salvo por un par de veces que se ha sentado a mi lado, no he notado nada especial que me haga pensar que sabe de mi existencia. Puede que hayamos cruzado miradas unas cuantas veces o que un día le cediera el paso para que saliera antes que yo. Pero a parte de una sonrisa y un gracias en un murmullo casi inaudible poco más se puede decir.
¿Y que puedo hacer? ¿Seguir mirándola en el autobús esperando que un milagro suceda?¿O quizá entablar una conversación tipo que calor hace hoy?¿O más en mi onda, hacer una locura y escribirla una nota en un folio y dársela sin venir a cuento?
Cualquiera de estas opciones es válida si se desea saber si ella ha notado que vas en el autobús o si simplemente cree que soy un loco al que la próxima vez que vea intentará mantener lo más alejado posible de ella.
Es necesario valentía. Y ahora en este momento de mi vida no la tengo. Hace algunos años no me hubiera importado. Me la hubiera jugado. Pero ahora soy un como un cachorro recién parido. Con miedos a cada paso que da. ¿Y si le molesta?¿Y si está casada o con pareja?¿Y si pasa de mi? En este último caso, ¿que pasaría al encontrarme con ella de nuevo en la parada? Pero lo que más miedo me da es, ¿y si se ha fijado en mi?
Es curioso, pero me pongo en el caso de que le gusta lo que he escrito y que ella se ha dado cuenta de mis miradas furtivas porque ella, a su vez, también me mira. ¿Qué haría? Ahora todo es muy bonito porque es una ilusión irreal. Algo intangible. Sólo existe en mi mente. Da la casualidad que cuando he tenido la oportunidad de tener algo real no he aprovechado la ocasión. Cobardía podría llamarse. No lo se muy bien.
Y con ese canguelo en mi alma intento buscar fallos. Hoy en el autobús la miraba y me decía es demasiado alta, es demasiado guapa, demasiado rubia, las uñas pintadas de azul no me gustan o la coleta que le recoge el pelo le queda fatal. Algo que es mentira, claro. Es alta, sí. Es guapa, también. Y mucho. Es rubia, y me encanta su pelo. Y sus uñas... bueno, el azul es mi color favorito.
Entonces, ¡maldita sea! ¿Por qué no le doy la jodida nota y que sea lo que tenga que ser? Ayer me dijo una amiga que no tenía nada que perder. ¿Por qué esta mañana al subir al autobús he bajado la mirada y me he sentado sin siquiera mirarla a los ojos? Jodido cobarde.
Nunca encuentro el momento oportuno, el escenario perfecto. Pero si espero a lo ideal quizá el momento pase si darme cuenta y ella cambie de horario y vaya en otro autobús o puede que se compre un coche y ya nunca más la vea o, en el peor de los casos, un maldito valiente se me adelante y me robe la historia, la princesa y el final feliz.
¿A qué esperas Rubén, para tirarte a la piscina? Debo ser más valiente. Debo dejar mis miedos de lado y olvidarme de ellos.
Voy a escribir la nota, aquí. Quizá por algún azar de la vida se tope con mi blog y le de por leer la entrada que casualmente habla de ella. Hecho muy improbable. Imposible. Pero al menos algo es algo.

Hola. Perdona que te moleste pero quiero contarte una historia.
Érase una vez una princesa rubia o al menos eso le parecía a Rubén, un chico que cada mañana la veía en la parada del autobús. Ella tenía todo lo que una princesa se supone debía poseer. Su mirada, tímida, transmitía bondad y serenidad. Sus gestos eran educados. Sin duda se intuía que era inteligente y sagaz. Alumna de los mejores maestros de la corte.
Poseía una belleza atemporal. Si cerraba los ojos podía verla con un tocado de flores adornando su precioso cabello dorado. Portando un vestido largo y sedoso ceñido a su cuerpo excepcionalmente bello. Caminando entre la multitud, resaltaría por su increíble encanto.
Así la imaginaba Rubén cada mañana. Sin embargo ese día era distinto a los demás. Había tenido un sueño. En él salvaba a la princesa de un temible dragón y caía rendida en sus brazos enamorada de su valentía.
Esa mañana al despertar, Rubén se dijo que probablemente ya había un príncipe. Seguramente su corazón ya latía por un héroe real, de esos que no desaparecen al abrir los ojos y apagar la dichosa alarma.
Al levantarse Rubén escribió la historia del sueño. Y cuando fue a la parada allí estaba ella. Más bonita que nunca. Rubén se conformaba con eso, verla cada día en el autobús. O quizá no. Y por eso escribió una poesía al final de la historia. Para dársela si conseguía reunir el valor suficiente.
Bella princesa :
Una sonrisa primavera eterna,
Una lágrima otoño sin final.
Sin ti no habría tanta belleza,
Sin ti nada sería igual.

sábado, 20 de abril de 2013

Sinceridad

Es inevitable hacer daño cuando uno es sincero pero, ¿qué debería hacer?
Si alguien te pide tu opinión sobre algo, ¿es mejor contar lo que piensas sea bueno o malo o decir una mentira piadosa?
Si algo te oprime dentro y necesitas expulsarlo, ¿deberías hablar con la persona causante de ese sentimiento o por el contrario guardártelo dentro y así no dañar al otro?
Esas preguntas me las llevo haciendo unos meses. Hace seis iba al psicólogo para que me ayudara a pasar un mal trago por el que mi alma transitaba. Y en una de las citas le comenté que uno de mis errores o de mis fallos era ser demasiado sincero y no callarme las cosas. No saber hacerlo. Eso me trajo muchos problemas que derivaron en la situación en la que me encontraba.
¿A qué me estoy refiriendo? Contaré un par de ejemplos para explicarme.
A mi expareja le gustaba cocinar. Era y sigue siendo una apasionada de la cocina pero los postres no se le daban demasiado bien. Empezó a hacer magdalenas, y galletas. Sus amigos le decían que estaban buenas, yo le decía la verdad. Tienes que mejorarlas. Y era cierto, las galletas eran duras como piedras y las magdalenas no tenían sabor. Y así se lo dije. Pero cuando le di mi opinión sincera, la realidad, ella se quedó triste. Su esfuerzo no valía para nada. Pero mi sinceridad hizo que ella mejorara y que aprendiera a hacerlas realmente bien y que sus galletas, magdalenas y bizcochos acabaran siendo deliciosos. ¿Si hubiera evitado su tristeza al principio habría mejorado? Creo que no.
Este ejemplo acabó bien pero muchos otros no. Cuando buscaba mi opinión yo creía que debía dársela pese a lo dura que pudiera ser la respuesta. Creía que la honestidad era mejor que la felicidad del momento que por muy bien que te haga sentir es demasiado efímera.
Ir de compras a cualquier tienda y que me dijera ¿me compro estos vaqueros? era el desencadenante de una discusión. Si me pide mi opinión y le digo, ya tienes 7, coge otro tipo de pantalón no hacia más que quitarle la ilusión por tener esa prenda. O si me decía ¿me queda bien esta camiseta? Mi contestación era ya tienes muchas de ese color ¿por qué no la pillas en otro?
Todas mis respuestas, que realmente eran sinceras, a ella le causaban un sentimiento de que yo le quitaba su ilusión, sus ganas de tener tal o cual cosa, su felicidad momentánea. ¿Y qué debía hacer yo? El psicólogo me dijo que tenía que dejar que la gente cometiera sus propios errores, que ya se darían cuenta si realmente lo eran. Pero para mi es imposible ser así. Me preocupa la gente que me importa. No puedo obviar mi opinión sincera sobre las cosas.
A esta mujer con la que durante tanto tiempo conviví la hice sentir mal porque se sintió que alguien le cortaba las alas. Pero mi intención simplemente era ser sincero y honesto.
Nunca entendió esto y la pelota fue creciendo y haciendose más grande hasta que todo estalló.
Durante este tiempo he pensado mucho en ello, y he llegado a la conclusión de que no puedo ser de otra forma.
Jugar al poker se me daría fatal. No puedo ocultar si tengo un full o una escalera de color. O me estoy tirando un farol y tengo una simple pareja de cuatros.
Si estoy preocupado o triste se me nota. Si estoy nervioso se ve. Si algo me inquieta mis gestos y palabras me delatan.
Y si la persona o las personas que lo causan me preguntan, debo decirles la verdad o callarme y dejar que vivan en su felicidad, su mundo de fantasía. Mirado así puede que sea algo egoísta, que si algo me preocupa no tengo porque ser el único que este dándole vueltas a la cabeza. Y quizá sea así, egoísmo puro y duro pero mi sentido común me dice que es mejor ser egoísta que no mantener un engaño u ocultar la verdad de lo que sientes.
Mi alma esta inquieta, mi corazón late sólo porque es su función fisiológica, mi cerebro no para de pensar pese a que muchas veces le grito ¡para ya!
Muchas cosas son las causantes de todo ello. Hace un año mi vida era igual pero me evadía por el hecho de tener a alguien al lado y tener una pasión por la que vivir cada día. El separarme de mi novia ha hecho que el interruptor se baje y todo se conecte. Lo malo y siguiendo con el símil, es que hay momentos en los que hay demasiada corriente por el circuito. Hay subidas de tensión. Esto parece una maldita montaña rusa. Un dragón khan a lo bestia. Y de pronto los fusibles saltan. Cortocircuito.
Y hay que reiniciar. Un reseteo.
Lo malo es eso, que mis verdades, mi jodida sinceridad influye en la gente. Y causo dolor. Sólo digo la verdad de lo que siento pero a veces me digo a mi mismo, ojalá fueras un cabrón sin escrúpulos, un maldito jugador de poker de esos que se juegan la última mano y toda la pasta con una pareja de doses, un farol en toda regla. Ojalá fuera el jodido Clint Eastwood, impasible. O el maldito Wyatt Earp en O.K Corral pegando tiros a diestro y siniestro, sin pestañear.
Pero no lo soy, soy Rubén, el estúpido que no puede callarse nada. El que se pone nervioso con una mirada, el que siente y padece. El que piensa, y se cierra. Lo opuesto a un tipo duro. La antítesis de mi amigo Clint y su Harry el sucio.

jueves, 18 de abril de 2013

Dani

Carretera empedrada. Pedaleando a tope. La subida desde El Escorial al monasterio es infernal. Tanto más si ya llevas unos cuantos kilómetros en las piernas. Estoy desfallecido. Cojo el bidón de agua y apuro las últimas gotas. La mochila que llevo a la espalda rebota por la acción del bamboleo que causa el asfalto. Maldito empedrado me digo una y otra vez. Miro hacia atrás y unos cuantos metros más abajo está él. Mi hermano. Sufriendo como yo, quizá más. Miro de nuevo hacia el frente y pedaleo con más ahínco. Quiero llegar antes que él, quiero ser el primero por todos los medios. Me pongo de pie y balanceando la bici consigo darle algo de ritmo a la subida. El calor sofocante a esa hora del día es tremendo y gotas de sudor bajan por mi rostro. Extenuado miro hacia abajo y le veo poner un pie al suelo. Me da un poco de pena pero mi competitividad con él hace que tenga una media sonrisa en la cara. Ya he ganado. Me sé ganador y respiro profundamente. Me siento y bajo un piñón. No quiero parar el ritmo porque luego costaría dios y ayuda reanudar la marcha. A golpe de riñón acabo la subida y le espero a los pies del monasterio. Un par de minutos después llega él. Le he esperado para abrir la botella de aquarius que llevo a la espalda, en la mochila. La compartimos entre jadeos. Intentando recuperar el aliento me dice, no podía más y tuve que parar. Yo le digo, ¡Pumi que te he ganado! Y él me dice, ¡Gordi la próxima te ganaré yo! Después nos dirigimos a la explanada del monasterio y tumbados al sol abro la mochila y reparto los bocadillos. Hablamos. Nos reímos. Un par de horas de relax antes de pensar en el infierno de la vuelta. Entre ida y vuelta casi 100 km de pedaleo, de subir montañas, de bajadas a 60 km por hora. Un circuito rompe piernas como lo solíamos llamar.
Ese momento con mi hermano, ese compañerismo y a la vez la competición entre ambos. Ese día completamente nuestro era un regalo. Tres o cuatro años hicimos esta ruta. Un lujo que no creo que repitamos aunque siempre hablamos de volver a hacerlo. Ahora sería yo seguramente el que pusiera el pie en tierra. Quizá pudiera haber un sprint final siendo muy generoso en mis posibilidades. El es profesor de spinning. Curioso.
Mi relación con mi hermano empezó a fraguarse una vez que la mía con mi hermana se fue distanciando. Hasta entonces era un niño que andaba por ahí. De vez en cuando, si yo tenia miedo por la noche le decía ¿Dani, estas despierto? y él medio dormido respondía, si. Tengo miedo le replicaba y con la tranquilidad que le confiere la edad y el no conocer la sensación que produce el tener miedo respondía, pues piensa en Espinete.
Cuatro años menor que yo, hasta que no cumplió cierta edad no lo consideré como un compañero de juegos. Yo doce y el ocho. Por ahí andaría la cosa.
Empezamos a tener cosas en común. Nos pasábamos tardes enteras jugando con el lego. Construyendo ciudades. Soñando que vivíamos en ellas. Veranos enteros Jugando al subbuteo, una especie de futbolín con tapones de botellas o chapas en su defecto. Picándonos y enfadándonos si alguno ganaba más de lo normal.
Cuando fuimos creciendo escuchábamos el carrusel deportivo juntos los domingos, gritando los goles del Madrid.
Los domingos eran días nuestros. Con un trozo de pizza en el plato nos poníamos una película antes del fútbol. ¿Cuantas veces habremos visto Desafío total o Indiana Jones, eh Dani?
A mi primer partido de fútbol en el Bernabéu fui con él. Gritamos y aplaudimos juntos. Nos emocionamos al oír el himno de la champions. Ambos éramos muy parecidos en cuanto a gustos. No así en cuanto a personalidad.
¿Cómo puedo describirle? Dani es un bonachón. Un perro fiel, de esos que cuando mueres te buscan en la tumba y se quedan velando por ti hasta que él a su vez muere también. Una persona servicial como pocas. Un pedazo de pan, vamos.
Y seguimos creciendo. Él empezó a salir con una chica y me dejó un poco de lado. Lógico por otro lado, pero en ese momento yo no lo sentía así y le eché la culpa a ella. Pobre. Estuve un tiempo sin dirigirme a ella por haberme robado a mi hermano. Esas tardes en la playa jugando a las palas o yendo a la cala del pino habían desaparecido. Pero me di cuenta de que ella no tenía la culpa y hubo un acercamiento y ahora somos amigos.
Al hacernos mayores cada uno tuvo sus ideas, sus convicciones. Las opiniones eran distintas pero siempre llegabamos a un punto de comprensión. Él es así, huye del conflicto, de la pelea. Él te dice, ¿de qué sirve?
Al irme yo de mi casa me quedé con una imagen. Mi madre y él en la puerta mientras yo cogía el coche y me alejaba. Nunca me despedí de él. Nunca quise hacerlo. Incluso ahora cuando viene de visita, cuando nos vemos, actuó como si nunca nos hubiéramos separado. No quiero abrazarle. No quiero pensar que ya no estamos juntos, compartiendo una pizza o un partido. Jugando al 21 en el salón de casa mientras nuestra madre gritaba que íbamos a romper algo.
Como todas las relaciones con él tiempo varían. Hace unos meses sufrí un revés en la vida y él estuvo ahí. Quizá demasiado Zen y filosófico para mi gusto. Repetía una y otra vez, ¿de qué te sirve eso? Pero un día comiendo juntos me dijo algo en respuesta a un comentario mio, ahora estamos en sintonía me dijo. Le miré y sonreí. Así es como estoy ahora con mi hermano. En sintonía.

sábado, 13 de abril de 2013

Desmontando a Rubén (parte 2)

En la primera parte escrita hace ya algún tiempo, cerca de tres meses, hablaba de mis historias del corazón. Ahora intentaré hablar de algo un poco más difícil. Desmontaré mi alma y la expondré ante todos.
¿Quien soy yo?
Podría definirme como un chico curioso, tímido e introvertido. Pero me quedaría en la superficie, sin duda. Hay que rascar un poco más para ver a alguien muy emocional, una persona a la que no le gusta exteriorizar demasiado sus sentimientos. Sensaciones a buen recaudo en el fondo de mi alma, posiblemente.
Extremadamente melancólico, siempre acabo pensando que cualquier tiempo pasado es mejor que el mismísimo presente o que el incierto futuro. Esa melancolía, en ciertas ocasiones, ha causado el que no disfrutara del momento tanto como debiera y me he descubierto pensando que podría haber sido mejor tal o cual vivencia.
Esa tristeza que a veces inunda mi corazón la he tenido siempre. Mirando por la ventana hacia el horizonte, los recuerdos se amontonaban en mi memoria y aunque nunca debiera quejarme de mi vida, ya que en términos generales ha estado aceptablemente bien, siempre he tenido ese regusto a que podría haberse mejorado en cierta forma.
¿Qué otro adjetivo podría definirme? Soñador. Seguro que este es obvio. Pero contaré una breve historia. Hace unos años, cuando contaba con unos 19 más o menos vi una película. No recuerdo el título pero  actuaba River Phoenix. Bien, el argumento se podría resumir así. Dos chavales que se alistan en el ejército pasan sus últimos días, antes de partir para la guerra de Vietnam, divirtiéndose y pasándoselo en grande. Hacen una apuesta. Tienen cuatro días para ligarse a una chica. Pero no a una cualquiera, debe ser una chica no muy agraciada físicamente. En definitiva, el que lleve a la más fea gana. Chiquillerías de adolescentes se podría decir. El personaje de River Phoenix conoce a una mujer (que yo no encontré fea para nada) y en cuatro días se enamora de ella. El final es triste y amargo y no lo desvelaré por si a alguien le da por verla. Pues bien, cada verano cuando estaban acabándose las vacaciones me entraba un poco de depresión pero pensaba en esos cuatro días. Y me decía que cualquier cosa podría suceder, al igual que ocurría en la película. Cuando aún restaban cinco días para volver al tedio de la rutina de Madrid mi ilusión se centraba en pensar que todavía había tiempo para que sucediera algo extraordinario. Un día después mi ilusión era máxima al desear con toda mi alma un acontecimiento que cambiara todo mi mundo. Cuando ese día se acababa la desilusión venía a mi y ya no me abandonaba hasta unas semanas después. Pero pese a la decepción de cada año al ver que nada excepcional sucedía, yo seguía soñando en mis inestimables cuatro días. Y como suelen decir, la fe mueve montañas, un verano acaeció un echo extraordinario. No obstante, esa es otra historia, aunque puedo contar que el final no fue de cuento y la cosa no terminó con un "and they lived happily ever after".
A la vista de esta breve anécdota, os daréis cuenta de que algo que me define es el romanticismo. Pienso y creo en el amor verdadero. Sinceramente deseo con todas mis fuerzas no estar equivocado y que mis creencias no sean más que simples cantos de sirena. Mi convicción es que toda persona en este planeta debe tener a alguien destinado para él. Si descubro que esta afirmación no es cierta y que he estado haciendo el primo, el mundo se me viene encima. Y honestamente, pediría al que procediera que me devolviera el dinero o en su defecto que me dejara dar una vuelta más en la montaña rusa de la vida.
Como creo en la media naranja que todos tenemos en algún lado, me pongo a pensar. ¿Quién de los cuatro mil millones de mujeres que hay en el planeta es la que posee la mitad de mi corazón? Terrible pregunta. Espero no tener que deambular por los cientos de países de este mundo preguntando, oye ¿tienes la mitad de mi corazoncito por ahí en algún lado? Mírate bien en los bolsillos por sí acaso, no sea que tenga que dar la vuelta cuando pase la frontera y estos de aduanas me hagan el lío y no me dejen volver.
En fin, sigamos.
Últimamente he descubierto algo de mi personalidad. Soy muy vanidoso. Me creía una persona a la que le gustaba pasar más desapercibido, en el anonimato de la multitud. Sin vanaglorias de ningún tipo. Pero me encanta que me regalen los oídos con toda clase de elogios que por otra parte no se de donde salen porque que me digan que soy guapo o que tengo unos ojos bonitos no se entiende muy bien. O el mundo esta loco o la belleza se mide en otros baremos y la escala ha bajado un pelin.
Inmaduro podría ser otro adjetivo. Pero este no es que venga conmigo en el paquete. Es que me gusta ser así. La madurez trae consigo dos cosas, una buena y otra muy mala a mi modo de ver. Por un lado la sabiduría. La sapiencia que te dan los años y las experiencias vividas es innegable. Pero por otro lado esta la rigidez de pensamiento. Eso es horrible. La madurez lleva implícito un pensamiento ya preestablecido, un modo de pensar y de hacer las cosas demasiado serio, demasiado cuadriculado. Mi comportamiento es quizá más infantil, pero creo que por ello más fresco, más sano. Sin duda más diferente a los tipos de 35 que hay por ahí. Sueño con ser Peter Pan en un mundo lleno de gente como el Capitán Garfio.
¿Es difícil ser Rubén? Pues diría que no. Creo que todo el mundo tiene su pizca de romanticismo, su alma de niño, su nostalgia y melacolia. Todos somos curiosos y tímidos con nuestras vidas. Todos guardamos un poco de nosotros mismos para nosotros mismos. Encuentro más difícil encerrar la imaginación y todos estos sentimientos en una caja y guardarla en el fondo de nuestro corazón que dejarlos aflorar y exponerlos. Sólo es necesario un poco de valentía. Y en ello estoy.

miércoles, 10 de abril de 2013

Gnomos, duendes, elfos y hadas

¿Qué tendré que ver yo con toda esta serie de pequeños seres? ¿Qué me unirá a toda esta serie de mágicos y entrañables personajes?
Empezaré con los gnomos. Mi primer contacto con estos diminutos habitantes de los bosques fue en la serie de dibujos animados de David el gnomo. De chaval veía fascinado las aventuras de David y su familia junto a su inseparable amigo el zorro Swift. Llegué a odiar a los trolls con todas mis fuerzas. Me encantaba pensar que en algún bosque por ahí perdido se podían encontrar, dentro de árboles centenarios, las casitas de estas pequeñas criaturas.
Mi segundo contacto con los gnomos fue en Tenerife, hace 4 o 5 años. Andaba yo perdido por esas carreteras tinerfeñas llenas de cuestas y brumas. Yo disfrutaba de la conducción montaña arriba, montaña abajo. En esto que, de pronto, al coronar una pequeña colina mi acompañante lanza un grito al aire. ¡Coño, un gnomo! Lo dijo con tal convicción que la creí. Ella estaba segura de haber visto ese gnomo en la lejanía. A los pocos segundos me descojoné de risa. Lo que ella pensó que era un ser mitológico no era sino un hombre trabajando en sus tierras. La decepción por no poder contemplar un gnomo de verdad se tornó en una risa que duró durante todo ese día.
¿Qué puedo contar de los duendes? Bueno mi conocimiento de estos hombrecillos es limitado. Sin embargo si que me he topado en alguna ocasión con ellos. No hay duda que los duendes más conocidos son los irlandeses, los leprechauns. Estando en un par de ocasiones en algún garito irlandés me he visto en la situación de contemplar cara a cara a uno de estos juguetones seres. O quizá sea el ron que se me subió un poco a la cabeza. Quien sabe. No obstante cada vez que me adentro en estos locales en busca del servicio mis sentidos están alerta. Ojo avizor. Pendiente por sí a alguno le da por aparecerse sin previo aviso y darme un buen susto.
En las Vegas, también tuve mi encuentro con los duendes. Pero esta vez no estaban ocultos, sino a la vista de todos. Y te llamaban con un sonido peculiar. Si, era una vulgar tragaperras. Una de duendes irlandeses. No se por qué pero me llamó la atención y metí un billete. No me gusta jugar a estas máquinas pero en esta ciudad es inevitable y curiosamente gané algo. Pero creo que fue sólo porque a uno de los leprechaun le caí bien y llamó a sus amiguitos para formar 3 en línea. Mera ilusión ya que a estos hombrecillos les va la juerga y al día siguiente pensando que ya éramos amigos volví a meter un billete y esta vez desapareció en la entrañas de la tragaperras. Un consejo, no os fiéis de los duendecillos verdes.
Veamos, tocan los elfos.
Sólo tengo conocimiento de los elfos por la literatura y el cine. Tenía los libros de la trilogía desde hacía tiempo pero hasta que no se estrenó en la pantalla grande el señor de los anillos no me dio por leer acerca del mundo inventado por Tolkien. Me encantaría poder ir a Lothlorien o Rivendel y poder ver a estos seres. De belleza infinita e inmortales. Todo lo que yo podría desear. Vivir eternamente mientras el mundo fuera mundo y las estrellas brillaran en el cielo nocturno. Y porque no, conocer a Galadriel y tener muchos elfitos pequeñitos. En fin, sueños.
Las hadas son otra cosa. Hay tantas y tan diversas que me podría explayar durante horas y horas. He tenido mucho contacto con ellas. Hadas tan buenas que te enamoras de ellas y hadas terribles que casi se han transformado en malvadas brujas. Pero siempre son bellas. De ahí su encanto. Te enamoran con sus ojos, con sus facciones, con sus palabras. Te embaucan en cierta forma. Algunos, entre los que yo me encuentro, creen que las hadas son ángeles caídos a la tierra. Seres que no pueden estar ni en el cielo ni en el infierno. Seres que no son terrenales. Las hadas, por tanto, serían esos ángeles de los que tanto he hablado. Quizá primas hermanas, quizá los mismos ángeles con distinto nombre.
Tinker bell o campanilla es el hada más conocida. Y tengo una historia sobre ella.
Sucedió en Orlando. Sentado a los pies del castillo que domina Magic Kingdom, el reino mágico. El lugar más especial del planeta. Las luces se apagan. El castillo se ilumina. Unas notas musicales empiezan a sonar y se oye a una niña cantar. Una canción bella como pocas. Una melodía que empieza a ponerte sensible. De repente aparece en lo alto campanilla y empieza a volar. Atraviesa nuestras cabezas dejando en el aire su polvo de hadas. Y una sonrisa junto con una lágrima aparece en mi rostro. Soy Peter Pan admirando por primera vez ese maravilloso ser. El polvo me ha alcanzado y puedo soñar con volar. Mi alma se siente libre. Mi corazón lleno de emoción. ¡Quiero ser Peter e ir al país de nunca jamás!¡No quiero dejar de soñar!


jueves, 4 de abril de 2013

Susana

Corría el año 1978. Un otoño solitario era el que estaba viviendo. Contaba yo con 18 meses y la vida desde mis pequeños ojos se vislumbraba asombrosa. Mi mirada inquieta se posaba en cada nueva cosa que descubría. Daba mis primeros pasos adentrandome en lugares desconocidos, pero sin duda con la curiosidad que siempre me ha caracterizado. Y de pronto, a finales de octubre de ese año, apareció alguien. En la casa escuché nuevos sonidos, lloros de un bebe. Mi hermanita.
Mi primer recuerdo de Susana es jugando con ella. De pequeños éramos inseparables. Cierro los ojos y me veo con sus muñecas, o saltando en la terraza de nuestra casa a la comba, o riéndonos por haber hecho alguna trastada y ver que nuestra madre no lo había descubierto.
Hasta que mi hermano fue mayor para dormir en una cama yo compartía la habitación con ella. Teníamos un vínculo muy especial. Un año, no se muy bien por qué, ella paso unos días con mis abuelos maternos y yo me quedé con mis padres. Tendría yo unos 6 o 7 años. Me pasé todos los días, según me han contado, preguntando donde estaba mi hermanita y cuando volvería. La echaba en falta. Era mi mejor amiga. Mi compinche de travesuras. Mi compañera de aventuras.
Mientras crecíamos íbamos descubriendo el mundo juntos. En esos años en los que todavía estaba por concretarse nuestra forma de ser veíamos las cosas de forma similar. Teníamos amigos comunes en el colegio. En el comedor éramos, ella y yo, los que nos quedábamos los últimos y la profesora nos regañaba por no comer tal o cual cosa.
Compartimos muchas actividades. Nuestros padres nos apuntaron a Karate. Muchas veces, a la hora de combatir, nos poníamos juntos. O cuando tocaba hacer ejercicios uno lo hacía al lado del otro. También nos apuntaron a una academia de inglés. E incluso a unas clases de informática cuando los ordenadores aún tenían discos flexibles. Hace una eternidad. Lejos, muy lejos en el tiempo.
Aprendimos juntos. Y cada uno se fue formando a su ritmo. Cada uno fue creando un hábitat en el que se sentía más cómodo. Nuestras personalidades fueron distanciandose poco a poco.
Ella dejó las clases de informática. Su mente, más hecha para las letras y las palabras, no congeniaba bien con los ceros y unos de los ordenadores. Mi mente, más racional y analítica, disfrutaba tecleando órdenes a la máquina.
Hicimos la primera comunión juntos. Ella vestida de blanco, con lacito en el pelo. Yo con chaqueta azul y cordón al cuello. Ahí también se descubre nuestro distanciamiento, lento y pausado, pero distanciamiento al fin y al cabo. En las clases de catequesis por mi edad, un año mayor que los demás, hacía que me preguntara ciertas cosas que la catequista no sabía responder. ¿Por qué Jesus hacía milagros? ¿Era como un super héroe?¿Era como Superman? En muchas ocasiones me mandó a hablar con el cura por ser demasiado trasto en clase. Y el cura me sermoneaba diciendo que tenía que dar ejemplo. Mi hermana, más ilusa por la edad o simplemente le daba lo mismo una cosa u otra, callaba y se portaba bien.
Con doce o trece años ya éramos muy diferentes. Nuestras vidas empezaban a discurrir por senderos distintos. ¿En qué punto se separaron? No se muy bien decirlo. Fue algo natural. Cada uno se interesó por cosas distintas. Como el agua que baja por una colina y busca su discurrir natural, ella y yo buscamos nuestro camino. Eramos dos afluentes de un mismo río pero, que en vez de unirse, se van separando poco a poco.
Hubo un momento en que nuestros recorridos distaban tanto que dejamos de hablarnos. De adolescentes tuvimos una época en la que sólo íbamos a ver si nos podíamos fastidiar el uno al otro. ¿El motivo? Ya ni me acuerdo. Quizá el peor error de mi vida. Me perdí muchas cosas de la vida de mi hermana. Las personas que más se quieren en el mundo, cuando sucede algún asunto que cambia esa relación son también las que más se odian. Puede que por creer que nos han decepcionado. Por cabezonería, ninguno de los dos daba su brazo a torcer hasta que ella un día dió el primer paso.
Pero ya nunca fue como cuando éramos niños. Las miradas aunque se habían suavizado contenían muchas palabras no dichas. Muchos sentimientos enterrados.
Poco a poco, se fueron dando pasos. Pero las diferencias de personalidad eran grandísimas, enormes. Trabajó a mi lado durante un tiempo y alternamos momentos muy buenos con peleas bastante feas. Nuestros corazones y almas guerreras sacaban su armas. Las batallas a veces eran cruentas y se decían cosas hirientes.
Ella empezó a estudiar fuera de casa, y pasó largas temporadas en el extranjero. Eso enfrió bastante nuestra relación, ya no había peleas pero tampoco amistad. Simple y llanamente éramos dos hermanos que de vez en cuando se veían. Que apenas hablaban de sus sentimientos, de cosas personales.
Así transcurrió mucho tiempo. Más del que debiera haber pasado. Quizá, en algún momento, tenía que haberla dicho que me parece la mujer más fuerte y valiente que he conocido. Dedicada a ayudar a los más desfavorecidos, a sus chicos, como ella dice. Una mujer pasional que vive las cosas impulsivamente. Muchas veces de forma vehemente. Puede que demasiado en muchas ocasiones. Pero no se le deben poner unas bridas a un caballo salvaje, perdería todo su sentido, su fuerza, sus ganas de cambiar el mundo.
Los cursos de los riachuelos que simulan nuestras vidas han sido sinuosos, alejándose y acercándose de forma alternativa. Formando largos meandros. Pero nunca olvido que salimos del mismo rio, que nuestro origen es el mismo. Quizá acabemos desembocando en el mismo mar. Quizá nos perdamos en la infinitud del océano, juntos de nuevo.