La vida no se mide en minutos se mide en momentos.
A veces podemos pasarnos años sin vivir en absoluto, y de pronto toda nuestra vida se concentra en un solo instante.

jueves, 20 de diciembre de 2012

Entrada a Venecia

Un espectáculo para los sentidos es entrar a Venecia con el vaporetto. Llegar a la plaza de San Marcos  por mar. Te sientes como Marco Polo, volviendo de su viaje por los confines de la tierra y llegando a su Venecia natal. Sí, quisieras haber nacido aquí. En su época de esplendor, rodeado de mercaderes y nobles, de pescadores y navegantes.
Yo, personalmente, llegué hasta la región del Véneto en coche y lo dejé en uno de los muchos parkings que hay a la entrada de la ciudad para luego coger el vaporetto y hacer mi entrada triunfal, como un Napoleón del siglo XXI.
Al bajar del pequeño barquito observas algo que en la Venecia actual a nadie sorprende. Hay más turistas que venecianos. Sobre todo en esa parte de la ciudad. Centenas de ellos bajan de los barcos que recorren el gran canal, de los cruceros que van a pasar un día allí o salen de los miles de hoteles que llenan la urbe. Es un hecho que Venecia esta concebida en la actualidad para los turistas, y a decir verdad la ciudad los necesita porque sino habría acabado hace ya bastante tiempo sumergida bajo las aguas del Adriático.
El vaporetto te deja en la misma plaza de San Marcos y tras desembarcar miras las columnas que te saludan y dan la bienvenida. Iconos de Venecia, las columnas de San Teodoro y del León alado de San Marcos son todo un símbolo. La plaza en sí es un monumento, y estoy de acuerdo con Napoleón, es el salón más bello de toda Europa. El palacio Ducal, el campanile, y al fondo la Basílica te rodean, te imbuyen de ese ambiente de los siglos XIV y XV cuando era el centro neurálgico de toda esa parte del mundo.
Caminas durante unos minutos admirando el ladrillo rojo del campanile, los detalles del palacio, sus muros exteriores están llenos de pequeñas ojivas, arcos y columnas. Y te das cuenta que la tonalidad de estos va cambiando según le de la luz del sol. Miles de palomas llenan el suelo de la plaza, atraídas por los turistas. Este suelo está lleno de agujeros, hechos para que pueda salir el agua cuando se da el fenómeno  del acqua alta. Y al darte de bruces con la fachada de la basílica te das cuenta de su belleza intrínseca. No se demasiado de arte, pero reconozco algo bello cuando lo veo y esto me dejó alucinado. Los distintos colores de la fachada, las esculturas, los arcos, las bóvedas, todo se une para hacer una auténtica obra de arte, delante de mi tenía algo excepcionalmente bonito. Es lógico que durante toda mi estancia en Venecia pasara cada día por esta plaza y admirara esta vista, de hecho una tarde estuve viendo como se ponía el sol detrás de sus muros y eso, amigos míos, es algo digno de ver.
En la plaza te puedes pasar prácticamente un día entero para visitar todo. Hay colas de turistas por donde mires, grupos de ellos haciendo miles de fotografías, dando de comer a las palomas, dejandose hacer un retrato por un artista callejero o simplemente parados, anonadados por el lugar.
Y como no puede ser de otro modo yo me convertí en otro de esos turistas esperando para subir al campanile. El actual campanario es de principios del siglo XX ya que el original se derrumbó pero eso no le quita ni un ápice de notoriedad al lugar. Pero más que nada yo quería subir allí por las vistas que desde lo alto se verían de la ciudad. Y no me defraudó. Desde esos 100 metros de altura a los que me encontraba se veía una Venecia distinta, la plaza y las callejuelas que la rodeaban mostraban lo diferente que es a todas las otras ciudades del mundo. Sus canales, serpenteando, con miles de recodos dan un toque de singularidad mayor a todo. Ves las góndolas atracadas en el puerto como si fueran minúsculas hormigas. Y desde ahí arriba se ve ese color azul del Adriático tan espectacular, tan hermoso. El puerto de la plaza es un trajín de entrada y salida de barcos de todo tipo, y desde lo alto se ve mejor que en ningún otro sitio. Desde ahí contemplas la basílica con otro punto de vista que no hace más que corroborar lo que ya pensabas, es increíble. Te gustaría quedarte más tiempo en las alturas pero la gente se agolpa detrás de ti y te saca de tu ensimismamiento. Hay que bajar.
Para descansar un rato te sientas en una de las terrazas de la plaza a tomar un café, sin duda el más caro de cuantos me he tomado, pero disfrutar de un sitio como ese con la calma y tranquilidad que te transmiten los músicos que dan un pequeño concierto allí mismo no tiene precio.
Y así, termina mi instante de hoy. En un lugar peculiar, diferente. Con sus contrastes de un lujo de antaño y la aglomeración turística actual. Un instante romántico, nostálgico, elegantemente poético.





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