"Dormir es más íntimo que follar."
Contundente afirmación que me hacía una amiga hace unas horas. Debatíamos sobre un vecino suyo que la tenía frita porque muchos días no la dejaba descansar. "El tío pesado hace mucho ruido."
La conversación se bifurcó en algún momento. ¿Y si uno de tus ligues ronca? Pregunté inocentemente. Fue entonces cuando, de sopetón, soltó la frase inicial aduciendo que levantarse al lado de alguien por la mañana era mucho más íntimo que hacer el amor.
Tengo una caja de cartón en mi habitación. Es una simple caja de zapatos. En ella guardo los únicos recuerdos que poseo de mi vida.
Siempre fui el tipo de personas que guardan todo cuanto se les aparece por delante y les proporcione un recuerdo. Unas entradas de cine, la etiqueta de una prenda de ropa, el billete de autobús que me llevó hasta algún lugar importante, el carnet de la biblioteca a la que iba con catorce o quince años, el cromo de Guti posando sonriente con la camiseta del Madrid, los billetes de avión de cualquier viaje...
Sin embargo llegó cierto momento en mi vida que todo lo material me parecía algo tan superfluo y banal que acabé tirando a la basura la mayoría de mis recuerdos.
Tan solo me quedé con los que cupieron en esa pequeña caja. Treinta y nueve años, algo más de catorce mil días condensados en un diminuto lugar, el ataúd de la memoria.
No lo entiendo, dije. No estoy para nada de acuerdo con esa afirmación. Una cosa implica la otra, sostuve ante mi interlocutora. Para ti si, tú solo te acuestas con alguien cuando sientes algo especial. Yo no follo solo cuando estoy enamorada.
Bolígrafos de distintas formas y tamaños, antiguas carteras llenas de tarjetas de lugares anónimos. Carnets de la facultad, un par de cd's, algun reloj con las manecillas paradas, papeles con las letras borradas por el paso del tiempo, un pasaporte ya caducado, diferentes colgantes que solía llevar de adolescente...
Entre la infinidad de pequeños objetos que hay en esa caja y casi llegando al fondo, se podía ver un corazón de pizarra negro.
Debo ser muy raro. Ella, queriendo ser amable, me animó. No, tan solo eres distinto.
Cogí el corazón un momento. Acaricié la superficie porosa. ¿De qué sirve ser distinto? Ser diferente, ¿me ha ayudado de alguna forma?
Durante unos breves segundos me planteé una locura, ¿y si fuera como los demás? Ese fugaz pensamiento se esfumó rápidamente. No, yo no se comportarme de otra forma.
Pero, ¿y cómo se hace? Le pregunté. Yo no me veo yendo a una casa ajena y simplemente meterme en la cama para un rato después largarme como si tal cosa. Bueno, me respondió ella, son ellos los que de manera natural se van. Alguno se quedó a dormir, claro, pero porque vivía lejos.
Intento recordar el motivo por el que conservo el corazón de pizarra. ¿Quién me lo dió?¿Por qué? Miro hacia atrás en mi memoria. No, no fue ella. Esa otra tampoco. ¿Y la de...? No, imposible. Entonces, ¿de dónde diablos ha salido? Me esfuerzo cerrando los ojos, tratando de ubicar el objeto en algún lugar y fechas determinadas.
Los resortes que manejan nuestro cerebro son caprichosos. La memoria es selectiva y no logro posicionar el corazón. No obstante, basta un aroma para que las mágicas puertas se abran dejando un resquicio por el que echar un vistazo al enigmático pasado.
Por cierto cenicienta, ¿has cogido ya tu escoba? Cambié de tema.
Hoy no quiero hablar más sobre las diferencias entre amar y follar, pensé tras escuchar sus argumentos. Respeto cualquier opinión, por supuesto. Pero...¡desgasta tanto ir contracorriente! Ya lo mencioné en alguna ocasión, parezco El Quijote luchando contra los molinos de viento. Solo yo veo gigantes, solo yo veo el amor.
Ese pequeño chascarrillo de la escoba quitó trascendencia a la conversación y ambos reímos. Si, ya la tengo preparada por si el friki de mi vecino sigue con la consola a todo volumen.
El olor a pelo mojado me transporta al país de las maravillas. Es entonces cuando me doy cuenta de que ese corazón de pizarra que descansa sobre mis piernas no es de este mundo. ¿Lo he imaginado o realmente existe?
Aspiro profundamente para que el olor inunde toda mi alma. De pronto abro los ojos ante la visión en mi subconsciente de una mujer de oscura mirada dando la vuelta al corazón. Con algo de respeto ante lo que pudiera encontrarne lo giro lentamente. Hay algo escrito que resalta en el fondo negro de la pizarra. Te quiero, sombrerero.
Ya no tengo ninguna duda, todo fue un sueño. ¿El deseo de que alguien por fin me quisiera provocó ese espejismo? La locura del sombrerero, mi propia locura, pareciera actuar de nuevo creando efectos alucinógenos como si yo mismo hubiera bebido del frasquito con la misteriosa etiqueta. Bébeme. Alicia es solo parte de un cuento, un invento de escritores más o menos avezados en eso que es unir palabras para formar historias. Lewis Carrol abrió ese túnel bajo las raíces de un árbol y yo tan solo lo seguí tras las huellas de ese olor a pelo recién mojado, cautivado por él, en busca de la dueña de ese corazón de pizarra.
En mi onírico viaje al país de las maravillas me topé con el conejo blanco. ¿Es más íntimo dormir que follar? ¿El corazón de pizarra es real? Le pregunté, curioso. El sabio conejito me dio la solución a ambos dilemas.
En una ocasión, me empezó a decir el conejo, Alicia me preguntó cuánto tiempo era para siempre. A veces solo un segundo, contesté. Ella aún inquieta sostuvo, ¿pero cuánto es un segundo? Fácil respuesta, cuando amas una eternidad. La clave, mi amigo, es el amor. Si amas, follar se convierte en el acto más íntimo que puedas compartir con una persona, tanto que acabaras durmiendo y despertando a su lado.
En lo referente a tu segunda pregunta, repuso sonriente el blanco animalito, te diré lo mismo que a la pequeña Alicia cuando quiso saber que era real y que no lo era. Lo que se ve es la ilusión, lo que no se ve es lo real.