La vida no se mide en minutos se mide en momentos.
A veces podemos pasarnos años sin vivir en absoluto, y de pronto toda nuestra vida se concentra en un solo instante.

jueves, 23 de febrero de 2017

Día 42: El dragón que escupía hielo en vez de fuego.

Hace muchas lunas alguien llamó a la puerta del castillo. La princesa se asomó por la pequeña almena. Lo que vió la enamoró súbitamente. Un caballero de brillante armadura montaba sobre un caballo negro. Buenas noches bella dama, ¿podría mi corcel descansar brevemente en sus establos? 

No sabes cuándo golpeará, ni tan siquiera intuyes por donde asestará la primera estocada. El amor impacta sin previo aviso y deja noqueado, grogui, totalmente vencido.

El caballero entró, quitó las monturas al caballo y acarició su lomo con cuidado. Este giró su cabeza y relinchó suavemente a modo de agradecimiento. Solo se tenían el uno al otro, el caballero moriría sin su caballo y el noble animal sucumbiría sin los cuidados de su amable jinete. 
Cogió las bridas, y lo llevó a los establos. Allí el joven hidalgo se hizo una pequeña cama de heno y se recostó junto a su negro compañero. 

La princesa observaba todo desde sus aposentos. Apoyada en la ventana miró con ternura a noble y animal y no pudo más que suspirar de amor. 

Al despertar al día siguiente la princesa fue corriendo a los establos con una hogaza de su mejor pan y un buen trozo de queso. Al llegar, toda la oscuridad del mundo se cernió sobre ella. El caballero se había esfumado, ya no estaba. 
Corrió tan deprisa como pudo hacia la puerta gritando con toda su alma...¡Caballero del corcel negro, volved junto a mí!

Decenas, cientos, puede que incluso miles de puestas de sol más tarde la princesa seguía en su castillo. Sin embargo ahora las almenas estaban acristaladas, dentro ya no se notaba el creciente frío de las invernales noches. El puente levadizo se había transformado en un telefonillo con decenas de botones numerados. 

El caballero llegó con su bonito corcel negro, un coche tan oscuro como la misma noche. Al desmontar, acarició el lateral. Observó una pequeña magulladura que algún malnacido le había causado cuando descansaba con la guardia baja. No es nada, precioso. Susurró el caballero a su compañero. Más como forma de mentalizarse él mismo, que para tranquilizar a su infatigable camarada de aventuras. 

¿Y el dragón? ¿En qué lugar sale ese infernal animal en esta historia? 

Es bien sabido que antiguamente los castillos tenían dragones. No es descabellado pensar, por tanto, que el castillo de la bella princesa, ese que fue iluminado hace mil noches por una enorme y luminosa luna también fuera habitado por un feroz dragón. 

Cuentan las leyendas que ese animal estaba encantado. No escupía fuego, sino hielo. A todo aquel que se aventurara a subir al castillo no lo quemaba hasta convertirlo en cenizas con sus ardientes llamaradas, no. El dragón congelaba el corazón de sus víctimas. Su aliento era tan frío y gélido que paralizaba los latidos y dejaba inertes las almas de aquellos que osaran hablar con la bella princesa. 

- ¿Qué hacéis aquí, caballero? Masculló el dragón asomándose a los establos. 
- Mi amigo necesita descansar, repuso el educado jinete señalando con la cabeza a su negro caballo. 
- ¡Mentís! Vociferó el dragón. ¡Queréis robar el corazón de mi princesa! 
- Su corazón no es vuestro. 
- El tuyo tampoco será suyo. Sentenció, helando de una tacada a caballo y caballero con su glacial hálito.

El amor verdadero no sucumbe ante el tiempo, no mengua ni aun viendo un millón de amaneceres con sus inevitables puestas de sol. Es imperecedero. Indestructible. 

La princesa se asomó a la almena. ¿Me abres? Pidió el caballero. Hazlo tú mismo, sostuvo ella tirándole las llaves del castillo. Subo, dijó él. Y añadió, dile al dragón que esta vez no congelará mi alma. 
Ahora soy fuego. 







No hay comentarios:

Publicar un comentario