La vida no se mide en minutos se mide en momentos.
A veces podemos pasarnos años sin vivir en absoluto, y de pronto toda nuestra vida se concentra en un solo instante.

lunes, 6 de febrero de 2017

Día 36: Adrian.

Yacía tumbado en la lona. Derrumbado por el último golpe, un directo a la mandíbula que le hizo caer a plomo como si de un tronco recién talado se tratara. Apenas podía abrir los hinchados ojos que luchaban por enfocar más allá de su propia nariz. En ese descomunal esfuerzo logró encontrar una figura, la de una mujer. Y no la de cualquiera dama sino la que le había robado su corazón. Su nombre, el de ella, Adrian. Él, ya habréis imaginado, es Rocky. 
Después de observar la cara de dolor que la misma Adrian tenía al ver cómo su querido Rocky apenas podía mover un solo músculo, sacó todo su orgullo y consiguió ponerse en pie antes de que el juez acabara su inoportuna cuenta. Pero fue más allá, ver el rostro de aquella mujer le había hecho reunir esas fuerzas que apenas le quedaban y luchó. Lo hizo como nunca antes lo había hecho. Las voces de ánimo desde la grada le conminaban a batallar, y de entre todas ellas solo una le importaba más que su vida misma. Por eso, arrinconó a su oponente en una esquina y empezó a soltar el puño con velocidad y potencia. Tenía que ganar el combate. Para ella, por ella, con ella. 
Al sonar la campana del duodécimo asalto, dando por concluida aquella contienda entre dos titanes, Rocky soltó un rugido desgarrador, un grito que pudo escuchar cualquier persona que presenció ese mítico final, un bramido que salió de su propia alma. ¡¡¡Adrian!!!

Durante infinidad de horas, días, semanas, meses, he buscado ese rostro entre la multitud. Esa carita que me hiciera levantar de la lona y seguir luchando. 
Cuando peor estuve, cuando tirado en el suelo las lágrimas no dejaban de salir pareciendo caudalosos ríos de agua salada, intentaba vislumbrar a mi Adrian. Me aferré a esa idea con todo mi ser. Ella estaba ahí, entre todo ese batiburrillo de personas. Pero, ¿quién sería?

Apenas podía ver. Los golpes me habían machacado tanto, que mi cuerpo no respondía. Mis ojos no veían más allá del dolor que sentía. Cualquier cronista hubiera dicho que estaba perdiendo ese combate. Yo, sin embargo, no era consciente de ello tan solo sentía que la vida se me escapaba entre los dedos e impotente no podía hacer cosa alguna más que esperar a que el chaparrón de impactos sobre mi persona finalizara. 

Y ahí, agazapado en el suelo, miraba rostros. Miles de semblantes. De ojos claros u oscuros, con pelo rubio, moreno, sonrisas amplias, narices respingonas, hoyuelos, pecas, cicatrices, formas redondas u ovaladas, piercings, surcos y arrugas. A todas ellas les interrogaba con la mirada, ¿eres tú mi Adrian? 

En alguna ocasión, pocas he de admitir, me topé con un sí a esa estúpida pregunta. No obstante, fuera la necesidad de creer o las tímidas ganas de levantarme y seguir en la pelea, mi mente o más bien mi corazón me jugó alguna que otra mala pasada. Y a los pocos días me daba cuenta de que ellas no eran la Adrián que yo buscaba sino la de algún otro que aún andaba en alguna otra contienda similar a la mía. 

La lluvia de directos de izquierdas, cruzados y ganchos dejaban mi cuerpo tan maltrecho como si le hubieran pasado mil camiones por encima. Tan solo me cubría, levantando cobardemente los brazos para defender en la medida en que me fuera posible el órgano más valioso, mi corazón.
Bien es cierto que yo también asesté algún golpe, uno de esos llevados por la rabia más que por haberme convertido en guerra, y que levemente, sin fuerza alguna, llegó a impactar en una de esas almas cuyos rostros no paraba de escrutar. Es lo que se dice estar en el peor lugar, en el momento menos oportuno. Mala suerte, sin duda. 

Las luces del cuadrilátero titilan ante mis entornados ojos que intentan adivinar por dónde vendrá el siguiente hachazo. Ya no me fío ni de mi propia sombra y cualquier amago, cualquier duda me pone sobre aviso. Pero, amigos, el corazón es bobo y confiado y una y otra vez entra en la finta del contrario. Un quiebro repentino y, ¡zasca! La ceja derecha abierta, sangrando y nublando aún más mi obtusa vista. Noto el sabor de la sangre que cae por las comisuras de mis labios. Dulce, espesa. Esa brecha envalentona brevemente mi espíritu, lanzando manotazos e improperios al aire. 

El tiempo camina rápido, los asaltos se suceden sin descanso. Y tú, ¿eres mi Adrian? 

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