La vida no se mide en minutos se mide en momentos.
A veces podemos pasarnos años sin vivir en absoluto, y de pronto toda nuestra vida se concentra en un solo instante.

sábado, 23 de febrero de 2013

¿Qué estarías dispuesto a hacer por amor?

A pocas horas de los Oscar y de saber cual es la película del año voy a contar un momento que he repetido varias veces.
Ya he mencionado aquí mi amor por el cine y mi pequeña aventura al intentar introducirme en el mundo del séptimo arte. Hoy, sin embargo, hablaré de algo más pueril, la gala de premios de cine más famosa y con más glamour, el lugar donde un tipo como yo querría estar al menos una vez en su vida.
¿Cómo vivía yo ese momento?
Los premios siempre han sido el domingo de madrugada por temas de cambio de horario con Los Angeles. Desde unos días antes ya montaba mi propia semana del cine y cada noche veía una película a modo de un festival propio, un Sundance casero podríamos decir. No ponía cualquiera, visionaba alguna que tuviera algo especial, alguna que me hubiera llamado la atención por algo. El viernes o el sábado me iba al cine y procuraba comprar una entrada para alguna pelicula que estuviera nominada, y así prepararme para el domingo. La misma tarde de la gala solían poner alguna en la televisión relacionada con los premios del año anterior y por supuesto me sentaba en el suelo del salón y la disfrutaba con nervios. Si, me ponía nervioso como sí fuera yo uno de los nominados y pudiera ganar la preciada estatuilla.
Y por la noche, a eso de las 12, conectaban en directo por el plus. En mi casa no estábamos abonados pero mis vecinos si y por temas de conexión, desde una tele con antena de cuernos, se cogía la señal. En cuanto colocabas la antena de cierta forma se veía genial. Me encerraba en mi cuarto, apagaba la luz y me sentaba en el sofá que tenía. Al mismo tiempo, quizá a la una de la mañana, ponía la radio. En la Ser radiaban la gala y me encantaban los reportajes y comentarios que hacían. Tanto era así que grababa las 5 horas de programa en cintas de cassette que aún conservo por algún sitio.
Al ver la alfombra roja y la entrada al teatro con las estatuillas gigantes se me erizaba el pelo. Una sensación de desear estar allí y recorrer ese tramo con los flashes de millones de camaras centelleando ante tus ojos, medio mundo pendiente de cada gesto y sentirte en la cima al ser vitoreado por la multitud. Soñaba despierto. Vanidad en estado puro. Pero no era sólo eso. Cada película, cada actor, cada director tienen su historia personal. Historias de superación, batallas de una guerra. Eso es lo que me emociona, la creatividad. La genialidad de gente como James Cameron, que creó una cápsula submarina especial para filmar escenas reales del Titanic. Actores como Tom Hanks, que adelgazó tanto para Philadelphia que su vida incluso corrió peligro. Se ingenió un sistema en Apollo XIII para simular la ingravidez en el espacio, un avión especial se lanzaba en picado desde mucha altura y así se pudieron rodar las escenas en las que Tom Hanks juega con bolitas de líquido flotantes. Stallone estuvo nominado a dos Oscar por su guión y la interpretación de Rocky, por ser cabezota ya que pidió expresamente ser él mismo el protagonista de "su película" rechazando cualquier oferta que no le tuviera en cuenta como actor principal.
Todos estos hechos son los que emocionan al ver a los protagonistas sentados en sus butacas esperando ser nombrados como ganadores. Cada rodaje tiene un mundo detrás y muchas veces ni nos enteramos. Harrison Ford era un carpintero que trabajaba arreglando el plató de un rodaje cuando Lucas se fijó en él y lo convirtió en Han Solo. Marlon Brando para el casting de Vito Corleone se colocó dos trozos de naranja en la boca y así consiguió darle al personaje ese cariz y personalidad que le daría un Oscar por El Padrino.
La genialidad de la gente, eso es lo que me asombra y emociona. La creatividad. La originalidad.
Y hacia mucho tiempo que no realizaba mi ritual de ir a ver una película el fin de semana de los premios, y hoy he visto algo que me ha hecho darme cuenta de por qué adoro el cine.
Django es sublime. Una vez más Tarantino nos adentra en el mundo de la venganza y el amor. Visualmente es magistral, con un colorido propio de los western italianos de Corbucci o Leone a los que sin duda rinde culto. Distintas tonalidades de marrón. Ese ocre polvoriento, ese caoba de la madera de edificios y carromatos, el color chocolate oscuro del barro. La sangre toma un tono aborgoñado. Esa devoción que Quentin tiene hacia el spaghetti western se hace patente dándole un pequeño cameo a Franco Nero, el otro Django.
Pero lo que mejor hace este genio del cine es escribir unos guiones increíbles. Los diálogos están llenos de un humor ácido, incluso te ríes en algunos momentos con un tema tan escabroso como la esclavitud en la América antes de la guerra civil.
La forma de expresarse es, con mucho, la más original que he visto.
Un tema a parte es la música. Excepcional en cualquier película suya. No sólo por la música en sí, sino porque sabe meterla en el momento adecuado y escoger la escena idónea para esa canción.
Pero lo realmente importante en el cine es que te haga sentir, que lo que te estén contando llegue a ti y te golpee en plena cara y te haga preguntarte ciertas cosas. Que no te deje indiferente.
Mientras estaba sentado en la butaca viendo como ese vengador negro iba en busca de su amada pegando tiros a todo el que se le ponía por delante me preguntaba, ¿qué estaría dispuesto a hacer yo por amor?¿sería capaz de ser también una especie de Sigfrido, una versión moderna de la leyenda alemana? Mi respuesta es rotunda, sí. Siempre he luchado por mis ideales y por el triunfo del amor. Romántico empedernido, seguramente. Otra cosa es que haya fracasado en el intento. Pero cualquiera que haya tenido éxito te dirá que lo ha tenido porque antes ha fracasado muchas veces. Como dice el tema principal de Django, after the showers is the sun. Will be shining...Django, you must go on.

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