La vida no se mide en minutos se mide en momentos.
A veces podemos pasarnos años sin vivir en absoluto, y de pronto toda nuestra vida se concentra en un solo instante.

jueves, 16 de mayo de 2013

Un Porsche negro, un caballo y Vanesa

Hace ya algunos años alguien me hizo una pregunta que seguramente a todos os han hecho alguna vez en la vida.
Oye ru, ¿qué quieres por reyes? Yo, mirando a la chica durante un momento y sonriendo contesté, pues me encantaría tener un Porsche negro, un caballo y una cita con Vanesa Romero. Curiosamente, pese a mis altas expectativas, el día 6 de Enero junto al árbol navideño tenía mis tres deseos. ¿Increíble? Bueno había un pequeño truco. El Porsche estaba en una cajita y lo había hecho  con plastilina negra, el caballo era una foto pegada en una cartulina y Vanesa estaba junto al caballo cual amazona a punto de subir a sus lomos. Me reí. Fue una sorpresa. Incluso ahora escribiendo sobre ello no puedo evitar dejar asomar una sonrisa recordando aquel momento.
Esta pequeña anécdota me sirve para adentrarme en algo que me he estado preguntando estos meses. ¿Soy demasiado exigente?
Mi respuesta, en principio, sería que no. Me divierto con cualquier cosa, me conformo con cualquier detalle y no busco grandes lujos. Pero profundizando más en el tema, primero habría de preguntarme, ¿qué es lo que quiero?
En mi adolescencia quería ser Indiana Jones. Deseaba vivir una aventura del estilo de encontrar un tesoro, encandilar a una rubia despampanante y salvar al mundo de una catástrofe o del malvado de turno que se interpusiera en mi camino.
Por otro lado estaba McGiver. Otro tipo parecido a Indy pero cuyas destrezas eran distintas. Uno arqueólogo el otro medio físico medio ingeniero.
¿Letras o ciencias?¿qué es lo que quiero?
Ya unos años más adelante, pongamos que con 22 o 23, mi deseo era encontrar a una mujer especial. Cada día, por la noche, rezaba. No soy religioso. Para nada diría yo. Pero en esa época, más o menos, murió mi abuelo materno y eso me impactó. La primera persona a la que vi morir me llenó la mente de miedos y cada noche rezaba por el bienestar de mi familia. Al principio surgió por temor a algo que pudiera pasarnos pero luego siguió como algo más que nada supersticioso. Se volvió mecánico. Y decía algo así, "señor, seas quien seas, vela por toda mi familia y no dejes que nos pase nada. Y por favor haz que encuentre a una mujer que me quiera y ame para el resto de mi vida".
Y por esa misma época me gustaba una chica morena. Ojos oscuros, pelo negro, brillante y largo, piel muy blanquita, lechosa. Una mujer de una belleza increíble. Pero al año siguiente me encapriché de otra mujer. Rubia, pelo dorado que el sol hacia resplandecer de una forma espectacular. Cuerpo pensado para el pecado y una simpatía que hacia imposible no enamorarse perdidamente de ella.
¿Rubia o morena?¿qué es lo que quiero?
Pasados unos años mis súplicas nocturnas se vieron recompensadas. Sin embargo ocurrió algo.
Esa persona que el destino puso en mi camino me planteó una pregunta. Y no una cuestión tan banal como la de la anécdota del principio. Fue algo que había que masticar y darle vueltas. Pero, ¿por qué?
Es como si alguien pide que le toque la lotería y cuando tiene los millones en el banco duda si dejar ese dinero en la entidad bancaria dandole unos intereses y gastar poco a poco o simplemente derrochar y vivir dándose capricho tras capricho. Rubén, ¿nos casamos? Fue la pregunta.
¿Boda o no boda?¿qué es lo que quiero?
Siempre me ha gustado viajar. Ya lo he dicho en el blog en más de una ocasión. Subir a un avión lo adoro, pero también conducir o montar en tren. Moverme a cualquier lugar. Incluso en la misma ciudad en la que vivo. Pasear, observar, descubrir.
Invariablemente he aprovechado el mes de agosto para poder ir a cualquier sitio. Por lo tanto unos meses antes surgía el tema, ¿dónde ir esta vez?
Estados Unidos en los últimos años fue mi primera opción. La cultura americana, su forma de vivir y sus parques de atracciones me llamaban poderosamente pero hace un par de años me interesó Asia. China, Japón, Tailandia. Unos lugares exóticos, distintos a todo lo que hay en Occidente.
¿Big Mac o rollitos de primavera?¿qué es lo que quiero?
Ayer, paseando por la pradera en las fiestas de San Isidro. Viendo tenderetes de rosquillas, escuchando los comentarios de la gente sobre cuales son mejor si las listas o las tontas, oliendo el choricito y la panceta en las brasas de los distintos puestos de comida, mirando como un engendro mecánico daba vueltas sin parar haciendo que los ocupantes parecieran simples muñecos de trapo, oyendo al de la tómbola como decía "siempre toca, una tableta o una tele, una muñeca o un ordenador, una consola o un piano de cola, siempre toca. Un cartón 3 euros, 5 cartones 5 euros...A ver, secretario, secretario por favor, ¡por aquí quieren 5!". En fin, viendo todas estas cosas me surgió una duda.
¿Me apetece algo dulce o algo salado?¿qué es lo que quiero?

martes, 14 de mayo de 2013

Encuentro

Hace unos días me dirigía hacia el autobús. El mismo recorrido que hago siempre. Andaba con mis cascos escuchando música cuando me crucé con un hombre.
Alguien que no era del todo desconocido para mi. Una persona que sin lugar a dudas cuando la conocí me pareció de lo más peculiar del mundo. Y mira tu por donde, después de unos años me encuentro por Madrid con él. Lo más extraño es que él me reconoció a mi también.
Siempre se ha dicho que para los chinos los occidentales les parecemos todos iguales. Y lo mismo se dice al contrario, que no podríamos distinguir a un chino de otro. Por eso mismo me quedé realmente sorprendido cuando el hombre al verme sonrió y levantando la mano a modo de saludo dijo un hola. Curioso, muy curioso.
¿Quien era este hombre?
Un cocinero de un restaurante chino. Un tipo que cuando lo conocí apenas hablaba castellano. Nos entendíamos por señas y chapurreando algo de inglés.
En su día me contó que era de Shanghai, de un barrio muy pobre de la megaciudad China. Tenía mujer y un hijo que seguían allí mientras él había venido a buscarse la vida a un país con una cultura y un idioma totalmente desconocidos. Incluso en una ocasión me enseñó las fotos de ellos que llevaba en la cartera, unas fotos en las que se veía a un niño pequeño junto a una mujer bajita y delgada apoyados en un barquito de esos que surcan las turbias aguas de la ribera del Yangtsé.
Por algún extraño motivo me caía bien ese hombre, pese a sus rarezas. Se le veía simpático y abierto para ser asiático. Gente normalmente más reservada con su vida, sobretodo con extraños de otro país.
Le conocí hace mucho tiempo en el bar en el que trabajo. Seis años, quizá siete. Durante un año venía antes de entrar a trabajar a tomar un café. Se encendía dos o tres cigarros al mismo tiempo y los dejaba encima de la barra, en el borde, pese a que siempre le mostraba el cenicero. El sonreía y movía la cabeza como entendiendo lo que le decía pero hacia caso omiso y seguía dando caladas en su ritual diario dejando los cigarros en línea en la barra.
Al principio no decía nada. Entraba, se tomaba su café y cinco minutos después salía por la puerta. Eso si, siempre sonriendo. Mostrando una dentadura con la que más de un dentista se frotaría las manos.
Poco a poco empezamos a "hablar". Al ser cocinero tenía poco contacto con los españoles. No salía de la cocina más que para irse a su casa a descansar después de las comidas para, un par de horas después, volver y completar su turno partido. Por lo tanto, pese a que llevaba bastante tiempo en Madrid no sabía decir mucho.
Pero una vez roto el hielo se lanzó a por todas. Me explicaré. Iba a ese bar en concreto porque le gustaba una de las camareras. Él no lo dijo abiertamente, claro, pero se le notó un poco al venir un día con una lata de algo que no supimos que era. Las letras chinas de la pegatina no nos dejaron más remedio que intentar adivinar que leches era eso. Pues vino con la lata y con su más amplia sonrisa se lo dió a la chica. Yo me partía de risa. Un chino de Shanghai y una dominicana de Azua. La extraña pareja. La cosa no llegó a más pero la chica, que tenía mucha cara, se pasaba el día bromeando con él. ¿Cuándo me vas a llevar a China a conocer a tus padres? Le decía. Yo sólo podía reírme.
Un día, de pronto, dejó de venir. Y ya no supimos más de este hombre. Se quedó en una anécdota y de vez en cuando la recordábamos esta chica y yo cuando aún trabajaba conmigo.
Hasta la semana pasada.
Cuando le vi a unos metros de mi él ya sonreía. Me reconoció antes él a mi que yo a él. Me quedé un instante pensativo. ¿A este tío le conozco? Me dije. Y cuando estábamos a un metro de distancia caí en la cuenta. ¡¡¡El cocinero de Ivelisse!!! Y sonreí. Incluso solté una carcajada. ¡Que maldita casualidad!
Seguía igual, físicamente hablando. No había cambiado nada. No obstante, el pantalón que le quedaba enorme y la camiseta cochambrosa que solía llevar para trabajar y con la que le veía tomarse el café había sido cambiada por un traje verde oscuro con corbata y todo. Y en la mano un maletín de cuero negro. ¿Había comprado el restaurante chino?¿Se había pasado al negocio de las importaciones?¿Era el primo lejano de Jackie Chan y le había dado algo de dinero?
Me quedé pensativo. Me hubiera gustado saber algo más de él. ¿Qué ocurrió en estos seis años? Si, la verdad es que me hubiera encantado saber que fue de su vida. Pero ninguno de los dos paró más que lo necesario para saludar con la mano. Sinceramente me dejó sorprendido y pasé todo el trayecto en autobus recordando las historias que contaba, con su inglés peculiar y sempiterna sonrisa, sobre la vida en Shanghai.

miércoles, 8 de mayo de 2013

I want to sail away from here

Si, definitivamente quiero navegar muy lejos de aquí.
Ahora mismo, escuchando música, cierro los ojos. Me imagino en un velero. De pie en la cubierta, a proa. Agarrado de uno de los cables que componen la jarcia observando la mar. El viento pegando fuerte en mi cara. La velas desplegadas se agitan, incluso llego a oír el embate de las olas contra el barco en su movimiento de cabeceo. Me acerco a la rueda del timón y la giro para coger rumbo a lo desconocido. Ninguna carta nautica puede llevarme donde yo deseo. Mar adentro, en mitad del océano. Quiero estar ahí ahora mismo. Sólo. En compañía simplemente de mis fantasmas. Compartir al anochecer un poco de ron con mis inseparables amigos. Esas visiones que, sin ninguna duda, son tan etereas que parecen sirenas salidas del mismisimo fondo marino. Dejar que el ron haga sus efectos y cual pirata inglés del XVII cantar a la luz de una luna tan grande y clara, tan cercana, que subiendote a la cofa casi se puede rozar. Entonando canciones que hablen de criaturas infernales y bellas señoritas esperando en puertos desconocidos mientras brindo, en la soledad de la noche, con seres espectrales creados por mi embriagada mente. Y porque no, llegar a una isla desierta y sentarme en su playa de fina arena blanca, tan inmaculada y virgen que soy el primer ser impuro en pisar su suelo. Y allí, en medio de ese paraíso, olvidar todo y a todos. Dejar mi mente vacía de pensamientos. ¡Daría mi vida por pasar un día así! ¡Lucifer, te vendo mi alma por un velero y una isla desierta!
Abro los ojos, y me doy cuenta de que mi fantasía es totalmente inútil. Mi alma lejos de estar libre en un edén paradisiaco se encuentra encarcelada. Unos barrotes no dejan que se escape. Esas barreras han sido creadas por mi mente, al igual que el ensueño en el que me encontraba hace unos segundos. Y como un espejismo en medio del desierto desaparece toda ilusión al frotarme los ojos, incrédulo por la vida utópica imaginada.
¿Por qué sueño despierto con ser un pirata? Más aún, ¿por qué un pirata al uso, de los antiguos, de los de espada en ristre y pata de palo? O tal vez, cambiar el trozo de madera de mi extremidad y poner un loro en mi hombro o un parche en el ojo. Más que nada para poder correr en mi isla desierta o nadar en sus playas de aguas azul turquesa. ¿Por qué no imaginar ser un pirata del siglo XXI?
Podría ser Hank Moody. Un personaje ficticio. Inventado y puesto en un guión. Pero seguramente basado en las vivencias de alguien. Puede que del propio actor que lo interpreta, David Duchovny.
Hank, si viviera en el 1700 sería el maldito Barbanegra. Tan temido como venerado a partes iguales. Es un bribón. Un mamonazo con los amigos y un tunante con las mujeres. Como escritor que es embauca a las tías por su labia, las conquista con sus palabras y su manera irreverente de ser. Indiscutiblemente no es feo, pero creo que las mujeres que se lleva a la cama no se fijan en eso. Más que nada es la curiosidad por estar con alguien diferente. Eso es lo que las atrae, lo que las cautiva. No hay duda de que admiro a este personaje. Hace y dice cuanto desea y piensa. Aunque se contiene a veces por su pepito grillo interior interpretado por su hija. Ella pone límites. Más que ella, él los pone por ella. Pero hay momentos en que no se puede frenar y se comporta como todo el mundo debería, no siendo hipócrita. Viviendo y siendo lo que él desea vivir y ser.
Tenemos otra versión de Hank, más light. Más familiar podríamos decir. Es Charlie Harper.
Otro nombre en un guión, esta vez interpretado por Charlie Sheen. Y también con muchos visos de estar basado en las propias corredurías del actor neoyorquino. Es más comedido que Hank, pero conserva el estilo pirata en su alma. Vive con una copa de whisky en una mano mientras con la otra intenta bajar la cremallera del vestido de alguna mujer. Todas, sino la mayoría más jóvenes y guapas que él. Esta vez es músico. Otra profesión que al igual que la de escritor necesita de viveza mental. Con ella, esa inestimable agilidad para decir lo que debe en el momento adecuado, hace que las mujeres se le abalancen. Tiene éxito en la vida. Un gran coche, una casa en la playa y comida en la nevera. Es un privilegiado porque tiene ese don. Atracción. Dinero, mujeres y éxito.
Ambos personajes tienen momentos de debilidad. En algún puerto se plantean el dejar de ser piratas porque han conocido a una mujer especial,  una de esas que te hace olvidar quien eres y por qué estas ahí. Una mujer que confía en poder cambiarte, en poder sacar lo bueno que cree que hay en ti sin que lo que te convierte en especial se marche también. Pero eso es imposible. Esta gente es así y si se les intenta corregir se les mata poco a poco. Algo dentro de ellos se marchita y su alma acaba confundida preguntándose quien demonios es.
Vuelvo a cerrar los ojos. Vuelvo a mi mar, al viento en mi rostro. El olor a madera mojada junto al del salitre es inconfundible. Me apoyo en el palo de la vela mientras cojo mi petaca llena de ron y echo un trago. El sabor dulzón corre por mi garganta y noto como llega a mi estómago. Adoro esa mar. La agitación y bravura, el azul, el misterio que esconden sus profundidades. Me quedo un instante embelesado contemplando el vaivén de las olas. A lo lejos un sonido retumba y hace que me vuelva hacia el estruendo. Es un trueno, una tormenta se acerca. Doy un último trago y aprieto el puño. Decidido cojo el timón y viro a estribor. Me dirijo directo a la tormenta. ¡Qué diablos, soy un pirata!
Ahora me veo maniobrando a través de las crestas de las olas. Siento toda la furia del mar embistiendo la nave. El agua me nubla la visión y apenas puedo mantener el rumbo. Los relampagos iluminan tenuemente la proa y dejan entrever un panorama bastante desalentador. Casi se pudiera decir que me encuentro ante una de las puertas que dan entrada al infierno. Estoy luchando contra la naturaleza, mi destino y mi mente que a veces intenta joderme y me dice rindete. Estoy intentando llegar a mi isla. Al paraíso perdido.

domingo, 5 de mayo de 2013

El incidente

Esta historia sucedió el sábado pasado. Ahora parece lejana y algunos recuerdos me surgen entre cierta sensación de irrealidad. Sin embargo todo ocurrió como sigue.

- La banda (The band of seven)

Mi día discurría tranquilo en el trabajo, sin mucho estrés, más allá del hecho de que el Atleti y el Madrid empataban a uno. A eso de las 19:30 se presentó un grupo de chicos. La banda de los siete. Alguno ya andaba algo contentillo y el hecho de que una chica andaluza, de Sevilla por lo que pude averiguar unos segundos más tarde, empezara a revolucionar el bar gritando y riendo con una potencia inusitada para su cuerpecito menudo no hacia más que presagiar que la noche sería poco menos que distinta. Esta sevillana se acercó al grifo de cerveza mientras yo tiraba las siete cañas, y muy compungida dijo si teníamos cruzcampo. Claro respondí yo. Y ella, con una sonrisa en la cara al oir mi respuesta, empezó a disertar sobre las maravillas de esa bebida, su relación de amor hacia esa marca y de odio hacia las otras cervezas a las que poco le faltó por decir que eran meados de gato. Y me empecé a reír. La gracia de los andaluces para contar algo es mundialmente conocida y no pude resistirme al encanto de esa mujer a la cual le entregué su cruzcampo entre carcajadas mientras ella me contestaba con un gracias corazón.
La banda de los siete se transformó en un momento. A los veinte minutos más o menos llegó el alma mater del grupo. La cabecilla, quizá la inspiradora de esta historia y sin ninguna duda la causante del incidente.

- El partido (The match)

El Atleti y el Madrid se enfrentaban esa noche en el Calderón. Poco antes el Barça había empatado a dos en un encuentro en el que tuvo emoción hasta el final. Mi alegría por ese empate era visible y al empezar el partido en Madrid pensé que podría mejorar si al Atleti no le daba por hacer la machada de cambiar la inercia de los últimos enfrentamientos.
El encuentro empezó interesante pero la verdad es que era soporífero a más no poder. No tenía chispa. Y encima el bar estaba medio vacío así que me dediqué a hablar con mis chicas. Estuvimos trasteando con un móvil nuevo de una de ellas y probando la señal wifi del local. Es decir, nos estábamos tocando los huevos. Aburrimiento total.
Ya empezado el partido entraron una serie de chicos al bar preguntando por el encuentro. 1-1 es el resultado momentáneo. La banda de los siete hizo acto de presencia. Tres chicos y cuatro chicas. Una de ellas pregunta si tenemos juegos de mesa. Yo pongo cara de poker y me doy la vuelta. Dejo que una de las camareras responda que no. Aún así parece que se van a quedar. ¿Qué vais a tomar, chicos? Les pregunto. 7 cervezas es lo que me piden.
Durante el partido van de un lado a otro de la barra, se sientan en todas las mesas y en ninguna al mismo tiempo. De momento no importa. El bar está poco animado a esa hora y dejo que vayan a su bola. No molestan y hay una chica a la que no puedo dejar de mirar. La octava pasajera.
Los chicos ven el partido mientras ellas hablan de cosas. Se forman tres grupitos. Dos viendo el fútbol. Dos, la sevillana y uno de los chicos, abrazados. Y cuatro chicas hablando, y es este grupo el que tiene todo mi interés.

- El pacificador (The peacemaker)

La vida a veces da un giro por un hecho realmente tonto. Las cosas cambian sin apenas enterarte de como ha sucedido. Es como una chispa que enciende la mecha y desencadena la explosión que manda todo a la mierda.
Al acabar el partido dos de la banda de los siete que en realidad son ocho se van. Por lo que pude entender ella volvía a Sevilla y él quería pasar las últimas horas a solas con su amiguita especial. En ese momento surgió una duda en la banda. Se quedaban a seguir bebiendo o disolvían la reunión. La decisión...se tomaban otra.
Empezaba a llegar gente. Por fin había movimiento. Hice un comentario a mis chicas, ¡vamos a currar algo niñas! Y nos pusimos a ello.
Raciones, bebidas, risas, música de fondo. La cosa pintaba bien hasta que llegó la banda del catedrático. Sólo dos miembros. Ella y él. El jefe es un señor mayor, diría que habría pasado los 60 hace algunos años. El catedrático se suponía el jefe pero nada más lejos de la realidad, la que mandaba era ella. La víbora. La mujer en la sombra.
Al llegar les ofrecí una mesa, parecía que fueran a cenar, pero desestimaron mi ofrecimiento. No, no hace falta. Tenemos prisa que empieza el cine me dijeron correctamente.
A los diez minutos el local estaba a rebosar. Yo andaba cortando un poco de jamón cuando oigo que una voz se alza por encima del resto. Usted es un mal educado, escucho. A lo que el otro responde, si su matrimonio es aburrido no tiene porque amargarnos la noche a nosotros. Levanto la cabeza y veo que las dos bandas están con miradas desafiantes. Espero que las cosas se calmen por sí solas, y sigo atendiendo a la gente. Sin embargo la mujer en la sombra empuja a una de las chicas que da la casualidad que es la novia del mafias, el que hace el trabajo sucio de la banda de los siete que en realidad son ocho. Y esto desencadena una serie de improperios desde la gama más baja como imbécil hasta los más utilizados en estos casos como gilipollas.
En el momento de máxima tensión, el mafias abre su mano y se la planta al catedrático en plena cara. Ahí cierro los ojos. Me imagino subiendo a la barra con el cuchillo jamonero en una mano y en la otra el móvil. Y pegando un grito decir, ¡¡me cago en Dios y en todo lo que se menea!!. Tu, el catedrático, y tu, el mafias, os haré una jodida pregunta. ¿Queréis que baje y que salgamos a la calle y que mi amigo de 40cm hable en mi nombre. O queréis que llame a la pasma y que de aquí no se mueva ni Dios hasta que aparezcan. O, lo que a mi modo de ver es lo mejor para todos, dejar de tocar los cojones y que los demás podamos hacer nuestro trabajo y servir a esta gente que nada tiene que ver con vuestras putas chorradas?
Pero cinco segundos después de imaginarme esto salgo de la barra y me pongo el traje de pacificador. El papel más difícil de interpretar. Tiene que esquivar golpes y a la vez ser frío y calculador y en todo momento saber su objetivo.
Me llevo al catedrático y a la víbora a la calle y le digo. ¿Pero esta loco?¿Quiere que le partan la cara? El otro, aún con la adrenalina recorriendo sus ya seguramente obstruidas arterias contesta, a mi no me toca nadie. Puedo con ese crio. Al que él llama crio es al que yo he denominado mafias, un bigardo de 1,85 de altura y anchos brazos. Intento tranquilizarlo, que la calma vuelva y su sentido común le haga ver lo desigual de la pelea. Pero no entra en razón. Quiere volver a entrar. Pero la víbora le para los pies, más fría que él intuye el peligro y le convence. Y al desestimar al mafias como adversario me echa a mi la culpa del incidente. Ahora tengo que ser tranquilo y no dejar que los diablos me lleven al lado oscuro. ¡Será cabrón el catedrático! Le insisto, ¿qué prefiere que llame a la policía o ir al cine y disfrutar de la película?
El tiempo pasa y hace que su valentía decrezca. Al final se va al cine no sin antes darse la vuelta y despedirse con un hijo de puta que me sabe a gloria. Sonrío mientras les veo desaparecer con el rabo entre las piernas. El pacificador sabe lo que se hace pero aún no ha terminado su trabajo. Me doy la vuelta y a través de la puerta veo al mafias. Ahora le toca a él. Entro y antes de que yo hable se dirige a mi. Me pide disculpas. Yo no acepto un simple lo siento. Le echo la bronca, no te puedes pelear con un viejo le digo. Le podías haber machacado. Y el me argumenta, a mi novia no la toca nadie. Hubiera podido coger una botella y estamparsela en la cabeza, y añade, si tengo un cuchillo le rajo. En ese instante le digo, tu eres un mafias. El sonríe, parece que le ha hecho gracia mi apelativo. Me asegura que es un tipo tranquilo y entonces una de la banda de los siete que en realidad son ocho se me acerca y me pregunta mi nombre. Rubén contesto calmadamente obeservando a la nueva interlocutora. Y empieza a decir que es la mejor amiga del mafias y corrobora que es un buen tío. Habla muy rápido y le digo calma, tranquila, ya pasó. Y vuelvo al mafias y le insisto que no puede hacer eso en una pelea tan desigual. ¿Si se meten con tu novia que harías? Me pregunta. Y yo no se muy bien que contestar. Pero le digo que soy un chico tranquilo y que yo hablaría, intentaría dialogar. Entonces se me acerca la octava pasajera. Y de lo que me dijo ya haré constancia en esta historia.
Pasado un rato acepto sus disculpas y piden más cerveza. La banda se sienta en una mesa y se ríen rememorando la reyerta. Una de mis chicas se me acerca y me dice. Seguramente estos están divirtiéndose y la banda del catedrático aún sigue dándole vueltas a la cabeza pensando que salió mal. Tiene razón. Hay un ganador y no esta en el cine disfrutando de una película.

- El incidente. (The incident)

¿Qué desencadenó todo? El hecho más estúpido que os podáis imaginar. La víbora al llegar deja su chaqueta y la del catedrático en una silla que en ese momento esta vacía. La octava pasajera, sin darse cuenta se sienta sobre ellos. Acto seguido la víbora increpa a esta chica y la amiga, novia del mafias, se mete e insulta a la víbora. Ésta propina un empujón y un tirón de pelo a la novia. La mecha esta encendida. Y parece ser que es corta.

- La susurradora de caballos (The horse whisperer)

¿Qué demonios se de caballos? Nada, cero. Pero ella parecía que dominaba el tema. Mirándola de soslayo mientras parloteaba con sus amigas sobre los equinos me dije, tengo que saber más de ella. ¡Quiero que me adentre en el maldito mundo ecuestre! En realidad me atrajo su simpatía pero también he de decir que no estaba mal. Pelo rubio, largo y liso. Vestía vaqueros ajustados y un jersey fino que acentuaba sus curvas. Mirada alegre. De bicho. Un bicho travieso y divertido.
Ya con su entrada en el bar se vio que era diferente. Nada más llegar, los cinco primeros minutos se pasó el rato haciendo coletitas a los chicos. Se movía con gracia, su risa era contagiosa.
Un par de veces creo que me pilló mirándola pero no desvió la mirada. Quizá ella también se había fijado en mi o quizá sólo eran imaginaciones mías. Deseos de que así fuera.
Cuando el trabajo llegó dejé por unos momentos de estar pendiente de ella y no observé el incidente. La chispa que encendió todo. Y al salir a separar a las dos bandas ella se me acercó y me dijo con cara triste y arrepentida. Lo siento. No fue mi intención. Yo la miré como quien mira a una niña pequeña que instantes después de hacer una travesura se da cuenta de lo que hizo y la dije no pasa nada, tranquila. Y la aparté con una suave caricia en el brazo. Se sentó y pude concentrarme en las bandas.
Más tarde, cuando los ánimos se calmaron y hablaba con el mafias se me acercó de nuevo. Me miraba a los ojos y no pude aguantar esa mirada. Al mafias pude echarle la bronca, esta chica me desarmó. La criptonita del pacificador sin duda. Pues mirándome a los ojos se pone a mi lado y coje mi corbata. Y ajustandome el nudo con sus manos dice. Hola chico de la corbata de corazones que tanto me gusta, (¿la corbata o yo? Me pregunté en ese momento), él no ha tenido la culpa. Sólo defendía a su chica. Si alguien se metiera con mi novio me lanzaría a la yugular del pobre que lo hiciera. Yo, alucinado, primero por la proximidad de la octava pasajera y después porque sin lugar a dudas parecía toda la banda sacada de la Sicilia de principios del siglo XX, me quedé sin palabras. ¡Estúpido, di algo ocurrente! Pero nada, sólo sonreí. Y la oportunidad se fue.
La susurradora de caballos seguía con sus historias, y yo detrás de la barra seguí pensando en frases no dichas.
Cuando se fueron yo me encontraba en la puerta, pendiente de la banda del catedrático y que no pasaran a liarla de nuevo al acabar el cine. Clara, que así se llamaba la octava pasajera se puso a mi lado y estuvimos hablando unos minutos. Una chica de Granada con mucha simpatía pero ya con síntomas evidentes de que la cerveza se le había subido a la cabeza. Juntaba frases coherentes con chorradas estúpidas. Desaproveché la ocasión cuando la tuve y ya solo pude mirar como se iba mientras la decía, hasta luego Clarita al tiempo que ella se giraba y me sonreía diciéndo hasta luego guapo.

viernes, 26 de abril de 2013

La princesa, la nota y la duda

Hace unas semanas que me cruzo en el autobús con una chica. La llevo viendo un par de meses, quizá más. Al principio no me fijé en ella. En realidad, no se cuanto tiempo hace que me di cuenta de su presencia.
No creo que se haya fijado en mi. Salvo por un par de veces que se ha sentado a mi lado, no he notado nada especial que me haga pensar que sabe de mi existencia. Puede que hayamos cruzado miradas unas cuantas veces o que un día le cediera el paso para que saliera antes que yo. Pero a parte de una sonrisa y un gracias en un murmullo casi inaudible poco más se puede decir.
¿Y que puedo hacer? ¿Seguir mirándola en el autobús esperando que un milagro suceda?¿O quizá entablar una conversación tipo que calor hace hoy?¿O más en mi onda, hacer una locura y escribirla una nota en un folio y dársela sin venir a cuento?
Cualquiera de estas opciones es válida si se desea saber si ella ha notado que vas en el autobús o si simplemente cree que soy un loco al que la próxima vez que vea intentará mantener lo más alejado posible de ella.
Es necesario valentía. Y ahora en este momento de mi vida no la tengo. Hace algunos años no me hubiera importado. Me la hubiera jugado. Pero ahora soy un como un cachorro recién parido. Con miedos a cada paso que da. ¿Y si le molesta?¿Y si está casada o con pareja?¿Y si pasa de mi? En este último caso, ¿que pasaría al encontrarme con ella de nuevo en la parada? Pero lo que más miedo me da es, ¿y si se ha fijado en mi?
Es curioso, pero me pongo en el caso de que le gusta lo que he escrito y que ella se ha dado cuenta de mis miradas furtivas porque ella, a su vez, también me mira. ¿Qué haría? Ahora todo es muy bonito porque es una ilusión irreal. Algo intangible. Sólo existe en mi mente. Da la casualidad que cuando he tenido la oportunidad de tener algo real no he aprovechado la ocasión. Cobardía podría llamarse. No lo se muy bien.
Y con ese canguelo en mi alma intento buscar fallos. Hoy en el autobús la miraba y me decía es demasiado alta, es demasiado guapa, demasiado rubia, las uñas pintadas de azul no me gustan o la coleta que le recoge el pelo le queda fatal. Algo que es mentira, claro. Es alta, sí. Es guapa, también. Y mucho. Es rubia, y me encanta su pelo. Y sus uñas... bueno, el azul es mi color favorito.
Entonces, ¡maldita sea! ¿Por qué no le doy la jodida nota y que sea lo que tenga que ser? Ayer me dijo una amiga que no tenía nada que perder. ¿Por qué esta mañana al subir al autobús he bajado la mirada y me he sentado sin siquiera mirarla a los ojos? Jodido cobarde.
Nunca encuentro el momento oportuno, el escenario perfecto. Pero si espero a lo ideal quizá el momento pase si darme cuenta y ella cambie de horario y vaya en otro autobús o puede que se compre un coche y ya nunca más la vea o, en el peor de los casos, un maldito valiente se me adelante y me robe la historia, la princesa y el final feliz.
¿A qué esperas Rubén, para tirarte a la piscina? Debo ser más valiente. Debo dejar mis miedos de lado y olvidarme de ellos.
Voy a escribir la nota, aquí. Quizá por algún azar de la vida se tope con mi blog y le de por leer la entrada que casualmente habla de ella. Hecho muy improbable. Imposible. Pero al menos algo es algo.

Hola. Perdona que te moleste pero quiero contarte una historia.
Érase una vez una princesa rubia o al menos eso le parecía a Rubén, un chico que cada mañana la veía en la parada del autobús. Ella tenía todo lo que una princesa se supone debía poseer. Su mirada, tímida, transmitía bondad y serenidad. Sus gestos eran educados. Sin duda se intuía que era inteligente y sagaz. Alumna de los mejores maestros de la corte.
Poseía una belleza atemporal. Si cerraba los ojos podía verla con un tocado de flores adornando su precioso cabello dorado. Portando un vestido largo y sedoso ceñido a su cuerpo excepcionalmente bello. Caminando entre la multitud, resaltaría por su increíble encanto.
Así la imaginaba Rubén cada mañana. Sin embargo ese día era distinto a los demás. Había tenido un sueño. En él salvaba a la princesa de un temible dragón y caía rendida en sus brazos enamorada de su valentía.
Esa mañana al despertar, Rubén se dijo que probablemente ya había un príncipe. Seguramente su corazón ya latía por un héroe real, de esos que no desaparecen al abrir los ojos y apagar la dichosa alarma.
Al levantarse Rubén escribió la historia del sueño. Y cuando fue a la parada allí estaba ella. Más bonita que nunca. Rubén se conformaba con eso, verla cada día en el autobús. O quizá no. Y por eso escribió una poesía al final de la historia. Para dársela si conseguía reunir el valor suficiente.
Bella princesa :
Una sonrisa primavera eterna,
Una lágrima otoño sin final.
Sin ti no habría tanta belleza,
Sin ti nada sería igual.

sábado, 20 de abril de 2013

Sinceridad

Es inevitable hacer daño cuando uno es sincero pero, ¿qué debería hacer?
Si alguien te pide tu opinión sobre algo, ¿es mejor contar lo que piensas sea bueno o malo o decir una mentira piadosa?
Si algo te oprime dentro y necesitas expulsarlo, ¿deberías hablar con la persona causante de ese sentimiento o por el contrario guardártelo dentro y así no dañar al otro?
Esas preguntas me las llevo haciendo unos meses. Hace seis iba al psicólogo para que me ayudara a pasar un mal trago por el que mi alma transitaba. Y en una de las citas le comenté que uno de mis errores o de mis fallos era ser demasiado sincero y no callarme las cosas. No saber hacerlo. Eso me trajo muchos problemas que derivaron en la situación en la que me encontraba.
¿A qué me estoy refiriendo? Contaré un par de ejemplos para explicarme.
A mi expareja le gustaba cocinar. Era y sigue siendo una apasionada de la cocina pero los postres no se le daban demasiado bien. Empezó a hacer magdalenas, y galletas. Sus amigos le decían que estaban buenas, yo le decía la verdad. Tienes que mejorarlas. Y era cierto, las galletas eran duras como piedras y las magdalenas no tenían sabor. Y así se lo dije. Pero cuando le di mi opinión sincera, la realidad, ella se quedó triste. Su esfuerzo no valía para nada. Pero mi sinceridad hizo que ella mejorara y que aprendiera a hacerlas realmente bien y que sus galletas, magdalenas y bizcochos acabaran siendo deliciosos. ¿Si hubiera evitado su tristeza al principio habría mejorado? Creo que no.
Este ejemplo acabó bien pero muchos otros no. Cuando buscaba mi opinión yo creía que debía dársela pese a lo dura que pudiera ser la respuesta. Creía que la honestidad era mejor que la felicidad del momento que por muy bien que te haga sentir es demasiado efímera.
Ir de compras a cualquier tienda y que me dijera ¿me compro estos vaqueros? era el desencadenante de una discusión. Si me pide mi opinión y le digo, ya tienes 7, coge otro tipo de pantalón no hacia más que quitarle la ilusión por tener esa prenda. O si me decía ¿me queda bien esta camiseta? Mi contestación era ya tienes muchas de ese color ¿por qué no la pillas en otro?
Todas mis respuestas, que realmente eran sinceras, a ella le causaban un sentimiento de que yo le quitaba su ilusión, sus ganas de tener tal o cual cosa, su felicidad momentánea. ¿Y qué debía hacer yo? El psicólogo me dijo que tenía que dejar que la gente cometiera sus propios errores, que ya se darían cuenta si realmente lo eran. Pero para mi es imposible ser así. Me preocupa la gente que me importa. No puedo obviar mi opinión sincera sobre las cosas.
A esta mujer con la que durante tanto tiempo conviví la hice sentir mal porque se sintió que alguien le cortaba las alas. Pero mi intención simplemente era ser sincero y honesto.
Nunca entendió esto y la pelota fue creciendo y haciendose más grande hasta que todo estalló.
Durante este tiempo he pensado mucho en ello, y he llegado a la conclusión de que no puedo ser de otra forma.
Jugar al poker se me daría fatal. No puedo ocultar si tengo un full o una escalera de color. O me estoy tirando un farol y tengo una simple pareja de cuatros.
Si estoy preocupado o triste se me nota. Si estoy nervioso se ve. Si algo me inquieta mis gestos y palabras me delatan.
Y si la persona o las personas que lo causan me preguntan, debo decirles la verdad o callarme y dejar que vivan en su felicidad, su mundo de fantasía. Mirado así puede que sea algo egoísta, que si algo me preocupa no tengo porque ser el único que este dándole vueltas a la cabeza. Y quizá sea así, egoísmo puro y duro pero mi sentido común me dice que es mejor ser egoísta que no mantener un engaño u ocultar la verdad de lo que sientes.
Mi alma esta inquieta, mi corazón late sólo porque es su función fisiológica, mi cerebro no para de pensar pese a que muchas veces le grito ¡para ya!
Muchas cosas son las causantes de todo ello. Hace un año mi vida era igual pero me evadía por el hecho de tener a alguien al lado y tener una pasión por la que vivir cada día. El separarme de mi novia ha hecho que el interruptor se baje y todo se conecte. Lo malo y siguiendo con el símil, es que hay momentos en los que hay demasiada corriente por el circuito. Hay subidas de tensión. Esto parece una maldita montaña rusa. Un dragón khan a lo bestia. Y de pronto los fusibles saltan. Cortocircuito.
Y hay que reiniciar. Un reseteo.
Lo malo es eso, que mis verdades, mi jodida sinceridad influye en la gente. Y causo dolor. Sólo digo la verdad de lo que siento pero a veces me digo a mi mismo, ojalá fueras un cabrón sin escrúpulos, un maldito jugador de poker de esos que se juegan la última mano y toda la pasta con una pareja de doses, un farol en toda regla. Ojalá fuera el jodido Clint Eastwood, impasible. O el maldito Wyatt Earp en O.K Corral pegando tiros a diestro y siniestro, sin pestañear.
Pero no lo soy, soy Rubén, el estúpido que no puede callarse nada. El que se pone nervioso con una mirada, el que siente y padece. El que piensa, y se cierra. Lo opuesto a un tipo duro. La antítesis de mi amigo Clint y su Harry el sucio.

jueves, 18 de abril de 2013

Dani

Carretera empedrada. Pedaleando a tope. La subida desde El Escorial al monasterio es infernal. Tanto más si ya llevas unos cuantos kilómetros en las piernas. Estoy desfallecido. Cojo el bidón de agua y apuro las últimas gotas. La mochila que llevo a la espalda rebota por la acción del bamboleo que causa el asfalto. Maldito empedrado me digo una y otra vez. Miro hacia atrás y unos cuantos metros más abajo está él. Mi hermano. Sufriendo como yo, quizá más. Miro de nuevo hacia el frente y pedaleo con más ahínco. Quiero llegar antes que él, quiero ser el primero por todos los medios. Me pongo de pie y balanceando la bici consigo darle algo de ritmo a la subida. El calor sofocante a esa hora del día es tremendo y gotas de sudor bajan por mi rostro. Extenuado miro hacia abajo y le veo poner un pie al suelo. Me da un poco de pena pero mi competitividad con él hace que tenga una media sonrisa en la cara. Ya he ganado. Me sé ganador y respiro profundamente. Me siento y bajo un piñón. No quiero parar el ritmo porque luego costaría dios y ayuda reanudar la marcha. A golpe de riñón acabo la subida y le espero a los pies del monasterio. Un par de minutos después llega él. Le he esperado para abrir la botella de aquarius que llevo a la espalda, en la mochila. La compartimos entre jadeos. Intentando recuperar el aliento me dice, no podía más y tuve que parar. Yo le digo, ¡Pumi que te he ganado! Y él me dice, ¡Gordi la próxima te ganaré yo! Después nos dirigimos a la explanada del monasterio y tumbados al sol abro la mochila y reparto los bocadillos. Hablamos. Nos reímos. Un par de horas de relax antes de pensar en el infierno de la vuelta. Entre ida y vuelta casi 100 km de pedaleo, de subir montañas, de bajadas a 60 km por hora. Un circuito rompe piernas como lo solíamos llamar.
Ese momento con mi hermano, ese compañerismo y a la vez la competición entre ambos. Ese día completamente nuestro era un regalo. Tres o cuatro años hicimos esta ruta. Un lujo que no creo que repitamos aunque siempre hablamos de volver a hacerlo. Ahora sería yo seguramente el que pusiera el pie en tierra. Quizá pudiera haber un sprint final siendo muy generoso en mis posibilidades. El es profesor de spinning. Curioso.
Mi relación con mi hermano empezó a fraguarse una vez que la mía con mi hermana se fue distanciando. Hasta entonces era un niño que andaba por ahí. De vez en cuando, si yo tenia miedo por la noche le decía ¿Dani, estas despierto? y él medio dormido respondía, si. Tengo miedo le replicaba y con la tranquilidad que le confiere la edad y el no conocer la sensación que produce el tener miedo respondía, pues piensa en Espinete.
Cuatro años menor que yo, hasta que no cumplió cierta edad no lo consideré como un compañero de juegos. Yo doce y el ocho. Por ahí andaría la cosa.
Empezamos a tener cosas en común. Nos pasábamos tardes enteras jugando con el lego. Construyendo ciudades. Soñando que vivíamos en ellas. Veranos enteros Jugando al subbuteo, una especie de futbolín con tapones de botellas o chapas en su defecto. Picándonos y enfadándonos si alguno ganaba más de lo normal.
Cuando fuimos creciendo escuchábamos el carrusel deportivo juntos los domingos, gritando los goles del Madrid.
Los domingos eran días nuestros. Con un trozo de pizza en el plato nos poníamos una película antes del fútbol. ¿Cuantas veces habremos visto Desafío total o Indiana Jones, eh Dani?
A mi primer partido de fútbol en el Bernabéu fui con él. Gritamos y aplaudimos juntos. Nos emocionamos al oír el himno de la champions. Ambos éramos muy parecidos en cuanto a gustos. No así en cuanto a personalidad.
¿Cómo puedo describirle? Dani es un bonachón. Un perro fiel, de esos que cuando mueres te buscan en la tumba y se quedan velando por ti hasta que él a su vez muere también. Una persona servicial como pocas. Un pedazo de pan, vamos.
Y seguimos creciendo. Él empezó a salir con una chica y me dejó un poco de lado. Lógico por otro lado, pero en ese momento yo no lo sentía así y le eché la culpa a ella. Pobre. Estuve un tiempo sin dirigirme a ella por haberme robado a mi hermano. Esas tardes en la playa jugando a las palas o yendo a la cala del pino habían desaparecido. Pero me di cuenta de que ella no tenía la culpa y hubo un acercamiento y ahora somos amigos.
Al hacernos mayores cada uno tuvo sus ideas, sus convicciones. Las opiniones eran distintas pero siempre llegabamos a un punto de comprensión. Él es así, huye del conflicto, de la pelea. Él te dice, ¿de qué sirve?
Al irme yo de mi casa me quedé con una imagen. Mi madre y él en la puerta mientras yo cogía el coche y me alejaba. Nunca me despedí de él. Nunca quise hacerlo. Incluso ahora cuando viene de visita, cuando nos vemos, actuó como si nunca nos hubiéramos separado. No quiero abrazarle. No quiero pensar que ya no estamos juntos, compartiendo una pizza o un partido. Jugando al 21 en el salón de casa mientras nuestra madre gritaba que íbamos a romper algo.
Como todas las relaciones con él tiempo varían. Hace unos meses sufrí un revés en la vida y él estuvo ahí. Quizá demasiado Zen y filosófico para mi gusto. Repetía una y otra vez, ¿de qué te sirve eso? Pero un día comiendo juntos me dijo algo en respuesta a un comentario mio, ahora estamos en sintonía me dijo. Le miré y sonreí. Así es como estoy ahora con mi hermano. En sintonía.