La vida no se mide en minutos se mide en momentos.
A veces podemos pasarnos años sin vivir en absoluto, y de pronto toda nuestra vida se concentra en un solo instante.

jueves, 4 de abril de 2013

Susana

Corría el año 1978. Un otoño solitario era el que estaba viviendo. Contaba yo con 18 meses y la vida desde mis pequeños ojos se vislumbraba asombrosa. Mi mirada inquieta se posaba en cada nueva cosa que descubría. Daba mis primeros pasos adentrandome en lugares desconocidos, pero sin duda con la curiosidad que siempre me ha caracterizado. Y de pronto, a finales de octubre de ese año, apareció alguien. En la casa escuché nuevos sonidos, lloros de un bebe. Mi hermanita.
Mi primer recuerdo de Susana es jugando con ella. De pequeños éramos inseparables. Cierro los ojos y me veo con sus muñecas, o saltando en la terraza de nuestra casa a la comba, o riéndonos por haber hecho alguna trastada y ver que nuestra madre no lo había descubierto.
Hasta que mi hermano fue mayor para dormir en una cama yo compartía la habitación con ella. Teníamos un vínculo muy especial. Un año, no se muy bien por qué, ella paso unos días con mis abuelos maternos y yo me quedé con mis padres. Tendría yo unos 6 o 7 años. Me pasé todos los días, según me han contado, preguntando donde estaba mi hermanita y cuando volvería. La echaba en falta. Era mi mejor amiga. Mi compinche de travesuras. Mi compañera de aventuras.
Mientras crecíamos íbamos descubriendo el mundo juntos. En esos años en los que todavía estaba por concretarse nuestra forma de ser veíamos las cosas de forma similar. Teníamos amigos comunes en el colegio. En el comedor éramos, ella y yo, los que nos quedábamos los últimos y la profesora nos regañaba por no comer tal o cual cosa.
Compartimos muchas actividades. Nuestros padres nos apuntaron a Karate. Muchas veces, a la hora de combatir, nos poníamos juntos. O cuando tocaba hacer ejercicios uno lo hacía al lado del otro. También nos apuntaron a una academia de inglés. E incluso a unas clases de informática cuando los ordenadores aún tenían discos flexibles. Hace una eternidad. Lejos, muy lejos en el tiempo.
Aprendimos juntos. Y cada uno se fue formando a su ritmo. Cada uno fue creando un hábitat en el que se sentía más cómodo. Nuestras personalidades fueron distanciandose poco a poco.
Ella dejó las clases de informática. Su mente, más hecha para las letras y las palabras, no congeniaba bien con los ceros y unos de los ordenadores. Mi mente, más racional y analítica, disfrutaba tecleando órdenes a la máquina.
Hicimos la primera comunión juntos. Ella vestida de blanco, con lacito en el pelo. Yo con chaqueta azul y cordón al cuello. Ahí también se descubre nuestro distanciamiento, lento y pausado, pero distanciamiento al fin y al cabo. En las clases de catequesis por mi edad, un año mayor que los demás, hacía que me preguntara ciertas cosas que la catequista no sabía responder. ¿Por qué Jesus hacía milagros? ¿Era como un super héroe?¿Era como Superman? En muchas ocasiones me mandó a hablar con el cura por ser demasiado trasto en clase. Y el cura me sermoneaba diciendo que tenía que dar ejemplo. Mi hermana, más ilusa por la edad o simplemente le daba lo mismo una cosa u otra, callaba y se portaba bien.
Con doce o trece años ya éramos muy diferentes. Nuestras vidas empezaban a discurrir por senderos distintos. ¿En qué punto se separaron? No se muy bien decirlo. Fue algo natural. Cada uno se interesó por cosas distintas. Como el agua que baja por una colina y busca su discurrir natural, ella y yo buscamos nuestro camino. Eramos dos afluentes de un mismo río pero, que en vez de unirse, se van separando poco a poco.
Hubo un momento en que nuestros recorridos distaban tanto que dejamos de hablarnos. De adolescentes tuvimos una época en la que sólo íbamos a ver si nos podíamos fastidiar el uno al otro. ¿El motivo? Ya ni me acuerdo. Quizá el peor error de mi vida. Me perdí muchas cosas de la vida de mi hermana. Las personas que más se quieren en el mundo, cuando sucede algún asunto que cambia esa relación son también las que más se odian. Puede que por creer que nos han decepcionado. Por cabezonería, ninguno de los dos daba su brazo a torcer hasta que ella un día dió el primer paso.
Pero ya nunca fue como cuando éramos niños. Las miradas aunque se habían suavizado contenían muchas palabras no dichas. Muchos sentimientos enterrados.
Poco a poco, se fueron dando pasos. Pero las diferencias de personalidad eran grandísimas, enormes. Trabajó a mi lado durante un tiempo y alternamos momentos muy buenos con peleas bastante feas. Nuestros corazones y almas guerreras sacaban su armas. Las batallas a veces eran cruentas y se decían cosas hirientes.
Ella empezó a estudiar fuera de casa, y pasó largas temporadas en el extranjero. Eso enfrió bastante nuestra relación, ya no había peleas pero tampoco amistad. Simple y llanamente éramos dos hermanos que de vez en cuando se veían. Que apenas hablaban de sus sentimientos, de cosas personales.
Así transcurrió mucho tiempo. Más del que debiera haber pasado. Quizá, en algún momento, tenía que haberla dicho que me parece la mujer más fuerte y valiente que he conocido. Dedicada a ayudar a los más desfavorecidos, a sus chicos, como ella dice. Una mujer pasional que vive las cosas impulsivamente. Muchas veces de forma vehemente. Puede que demasiado en muchas ocasiones. Pero no se le deben poner unas bridas a un caballo salvaje, perdería todo su sentido, su fuerza, sus ganas de cambiar el mundo.
Los cursos de los riachuelos que simulan nuestras vidas han sido sinuosos, alejándose y acercándose de forma alternativa. Formando largos meandros. Pero nunca olvido que salimos del mismo rio, que nuestro origen es el mismo. Quizá acabemos desembocando en el mismo mar. Quizá nos perdamos en la infinitud del océano, juntos de nuevo.