Dentro de unos días iré a La Manga de nuevo.
Será la tercera vez en pocos meses. Cada una de ellas con mentalidad diferente y por lo tanto habré visto 3 versiones de ésta.
Al igual que cuando uno relee un libro al cabo de los años y descubre nuevos matices en su lectura he observado cambios y lugares ocultos de mi forma de ser. Un nuevo Rubén ha surgido.
La primera vez fui acojonado de la vida, acojonado por la soledad, acojonado por sentirme abandonado. Estaba triste y me hacía demasiadas preguntas. Aún luchaba por algo acabado, daba coletazos cual pez fuera del agua intentando superar la muerte, y al igual que el pez da sus últimas bocanadas buscando el mar y su habitat yo suspiraba por volver a mi anterior vida y recuperar mi territorio. La visión que tuve de La Manga la podéis leer aquí. Desencanto. Añoranza por un tiempo mejor. Veía las cosas a través de una mirada melancólica. Mis ojos, llenos de tristeza, observaban cada lugar de este pueblo con un toque de amargura y pesadumbre.
La segunda vez huía. Me fui a La Manga huyendo de la felicidad que parece haber en las Navidades. No soportaba la aparente dicha de la gente. Yo no era feliz y por ende quería que nadie lo fuera. Y como no podía evitar eso me largué al único lugar que conozco que esta desierto en esa época del año. Eran sentimientos egoístas. Sin embargo, fue un viaje esclarecedor. En mi soledad me di cuenta de que lo único que valía en ese momento de mi vida era yo. Y que para salir de ese agujero en el que me encontraba, primero tenía que estar a gusto conmigo mismo. En ese viaje apagué el móvil, me desvinculé del mundo y paseé a solas. Me levantaba cada mañana y miraba el mar. Descubrí la soledad del marinero pese a estar en tierra firme y me gustó. Desayunaba mi croissant sentado en la terraza de mi casa escuchando las olas y mis pensamientos. Hacia mucho tiempo que no me escuchaba, demasiado. Este segundo viaje también lo narré aquí y podéis ver que hay, sin duda, esperanza en mis palabras. Se ve un sendero hacia la recuperación interior, el comienzo de un nuevo camino. Aún distaba mucho de estar bien, de hecho estaba a mil malditos kilómetros de estar en armonía pero había dado un gran paso.
Esta tercera vez, a diez días vista de mi viaje, estoy tranquilo y nervioso a la vez. Nervios por estrenar mi coche nuevo. Un reciente compañero de viaje con el que haré el camino iniciatico hacia la costa al igual que hice con mi anterior amigo. El mismo recorrido, las mismas fechas, distinto Rubén.
Sí, soy otro. Ya no estoy triste ni huyo. Ahora deseo disfrutar cada momento. Sea cual sea este. Si es bueno me reiré y si es malo lloraré pero sin temor, sin miedo. Ahora estoy tranquilo. Todo aquello que perturbaba mi alma se quedó atrás. Mis obsesiones están controladas. Mis debilidades las mantengo a raya. Algún día me levanto con mejor humor que otros pero supongo que como cualquier hijo de vecino. Todo el mundo tiene sus idas y venidas. Todos pasan por esos días en los que te apetece tumbarte en la cama, taparte hasta las orejas, hacerte un ovillo y dejar salir alguna lágrima. No creo que sea malo, al contrario, creo que es liberador. Después te sientes mejor. Te sientes como un navegante en su buque en medio de la mar. Libre para ir en la dirección que desees.
¿Qué soy yo, un pirata o un corsario?
Un pirata es un navegante que asalta buques en busca de dinero. Oro y joyas. Riquezas. El corsario es lo mismo pero con un matiz. El rey o la reina de turno le da a un pirata un papel, una patente de corso, con el cual ya puede asaltar a los enemigos de la corona sin transgredir la ley. Eso si, tendrá que compartir el botín.
¿Qué seré? Seguridad o valentía. Me decanto por ser pirata. No esconderme de lo que soy. Enmascarar la naturaleza de uno mismo detrás de cualquier excusa torpe y superflua es una tontería. Un corsario es un pirata que no se atreve a dar ese paso y hacer lo de siempre, atacar y desvalijar buques, sin red. Se guarda el as en la manga de la patente pero el sabe lo que es. Un pirata. El peor de todos. El que no va con la verdad por delante.