lunes, 5 de junio de 2017
Día 70: El amor visto por diez mujeres.
sábado, 27 de mayo de 2017
Día 69: El motivador.
Estaba haciendo un vídeo. Grabando junto a las vías del tren. Ya había estado por ahí más veces, corriendo a través del polvo.
Pero aquella vez iba a ser especial. Iba a ser la última.
Greg Plitt murió arrollado por uno de esos trenes que decenas de veces había visto pasar mientras hacia su serie de flexiones o abdominales.
Compañero en la distancia. Motivador excepcional que vivía por y para el deporte. Hombre que ayudó a miles de personas a superar sus miedos pensando en sus sueños.
El último video que vi de él estando en vida fue uno que me hizo llorar. Sentado en mi habitación, vestido con los pantalones de deporte y una camiseta, me dispuse a ver uno de sus videos para subir pulsaciones e ir mentalizado a por la batalla diaria contra el peor enemigo que todos tenemos. Nosotros mismos.
Me encontré a Greg, en ese último video, con su perro enfermo. Estaba en una clínica veterinaria esperando para sacrificar a su perrito de toda la vida. Una enfermedad terminal, un tumor que tenía su cara deformada era el culpable de aquel terrible video. Greg, que siempre había estado animando a todos cuantos se acercaron a él, se encontraba hundido. Lloraba desconsoladamente en el suelo de la clínica abrazando a su compañero, a su amigo fiel y leal. El perrito apenas respiraba después de la maldita inyección que el médico le había introducido. Greg le acariciaba una y otra vez. Sollozando, susurrando palabras de aliento mientras su alma, la del enfermo animalito, se despegaba de su cuerpo y subía más allá del arco iris.
Me impactó. Lloré. Lloré tanto que ese día me fue imposible levantar nada, no pude con mi serie de abdominales, ni tan siquiera podía sostener una triste mancuerna de un par de kilos. Esa tarde, me tiré al suelo y lloré compartiendo la infinita pena que sintió un tio al que no conocía. La empatia por alguien que me había ayudado a superar mi apatía, mi desidia.
Unos días más tarde sucedió el atroz incidente del tren.
Greg murió de pronto. Surgieron teorías para todos los gustos. Un suicidio, un despiste del conductor del tren o uno del propio Plitt. Yo quise pensar que ese tío, ese hombre que decía que el mundo es para los que se enfrentan a sus miedos, no pudo suicidarse. Imposible.
Aun hoy, esta mañana al hacer unas pocas series de curl de bíceps, pongo sus arengas de fondo en la tele. Me motivo con sus ejercicios, con sus palabras.
Hace algo más de cuatro años le enseñé un vídeo a mi hermano. Quiero ser como él, le dije. ¿Qué tengo que hacer?
Constancia, me dijo mi sabio hermanito.
Ahí sigo. Intentándolo. Esperando llegar a ser, algún día, ese tipo de persona que fue Greg Plitt. Un tío que más allá de su esculpido cuerpo era alguien a quien no le importó derrumbarse ante millones de personas cuando su perrito dejaba este mundo. Un hombre que muestra así sus sentimientos merece todo mi respeto y admiración.
martes, 23 de mayo de 2017
Día 68: Soliloquios.
lunes, 22 de mayo de 2017
Día 67: Mamá.
Escuché llorar a alguien tras la puerta de mi habitación. Me despertó el leve susurro de sus suspiros.
Salí a mirar.
Ella estaba sentada en el sofá, a oscuras. ¿Qué te pasa, mamá?
Nada, hijo. Me respondió. Cogió mi mano muy fuerte y la sostuvo entre las suyas mientras yo intuía, en la negrura de aquella habitación, las pequeñas lágrimas cayendo por su rostro.
Os hacéis mayores muy rápido. Me dijo, de pronto.
Entonces comprendí que aquella tristeza era causada por la impotencia. El inexorable paso del tiempo, que sin apenas darnos cuenta se escapa entre los dedos de las manos, era el culpable de aquella congoja.
No supe que decir, y solo se me ocurrió acariciar su espalda con la mano que me quedaba libre hasta que poco a poco las lágrimas remitieron.
¿Estas mejor? Pregunté. Si, ve a dormir anda.
Dudé unos segundos. Le di un abrazo y me fui del salón dejándola sola unos minutos.
No pude cerrar los ojos hasta que la sentí irse a su habitación. Entonces apagué la luz de la lámpara de mi mesilla de noche y lloré.
Nunca había visto a mi madre tan apenada, con tanta tristeza.
Yo tenía por entonces 21 o 22 años. Esa noche de una lejana primavera, me di cuenta de algo tan obvio que nunca me habia parado a pensar en ello. El tiempo corría para ambos y en algún momento ella no estaría. Y lloré, lo hice como jamás lo había hecho hasta aquel día.
Ayer celebrábamos todos su cumpleaños, mis hermanos y mi padre. Yo estaba sentado a su lado y en un momento dado me fijé en ella mientras jugaba con el móvil intentado hacernos una foto. Observé sus facciones. Sus ojos, su mirada y ese recuerdo, esa reminiscencia de aquella inevitable tristeza que jamás conté a nadie, vino de pronto a mi mente.
Mi sonrisa se borró levemente, solo unas décimas de segundo que evitaron que nadie en aquella mesa notara cosa alguna. ¿Por qué siempre cierras los ojos cuando te hacemos una foto, mamuchi? Solté riendo.
Me obligué a no pensar en ello...hasta ahora.