La vida no se mide en minutos se mide en momentos.
A veces podemos pasarnos años sin vivir en absoluto, y de pronto toda nuestra vida se concentra en un solo instante.

jueves, 12 de marzo de 2015

Día 16: Miradas.

La noche en París era perfecta. Me encontraba sentado a la orilla del Sena, observando los iluminados arbotantes de Notre Dame. Miré el reloj. Aún quedaba un rato para que saliera el barco turístico que recorría el sinuoso río que me llevaría desde allí a la Torre Eiffel. De pronto me apeteció un helado, giré la cabeza en todas las direcciones buscando algún sitio cercano donde pudiera comprarlo pero no vi nada. Así que, al no encontrar sitio alguno donde poder satisfacer mi antojo, comencé a caminar alejándome del río en dirección al barrio latino. Cinco minutos después tenía mi capricho de chocolate blanco en la mano, no obstante aún no lo abrí. Esperé a estar de nuevo junto a las aguas del Sena, escuchando su débil murmullo, para disfrutar de mi afición por el dulce. En fin, que sentado en el mismo lugar y con la imponente silueta de la catedral al otro lado decidí que ya era hora de zamparme el susodicho helado. Quité el envoltorio y lo doblé guardándomelo en el bolsillo para tirarlo más tarde en una papelera y al ir a darle el primer bocado un pegote blanco se estampó contra el suelo. Me quedé tonto. Los ojos iban, una y otra vez, del solitario palo que aún estaba en mi mano a la masa informe que yacía en el suelo. Mi mirada era de una incredulidad absoluta y sólo pude exclamar...¡Jo, mi helado!

Lugar, Las Vegas. Escenario, el hotel Treasure Island. Hora, entre las ocho y las nueve de una calurosa noche. La gente se agolpaba alrededor de mi. Algunos portaban en sus manos cámaras de fotos, otros grababan con sus móviles, la mayoría sostenían una cerveza o un vaso repleto de alcohol. Todo ese barullo se me olvidó al ver a las sirenas, y en concreto a la preciosa rubia que era la que capitaneaba el grupo. Me quedé embobado mientras cantaba y subía al mástil de aquel barco pero más aún cuando la vi bailar sobre la cofa del buque. ¡Dios mío! ¿Era una persona real o una sirena? Desde luego mi mirada era de deseo, un deseo irrefrenable por ser el pirata que bailaba junto a ella.

Tumbado boca abajo, en la playa, escuchaba música. Tenía la manos cruzadas sobre la toalla y en ellas apoyaba la cabeza, ladeada hacia la derecha. Aunque me apetecía echarme la siesta, mientras la suave brisa matizaba el bochorno de la tarde, no podía cerrar los ojos. Imposible. A mi lado, a unos pocos metros, se encontraba la chica más bonita que había visto en mucho tiempo. Durante un buen rato me debatí en decidir cual sería la mejor forma de proceder. ¿La saludo con un hola y le pregunto cualquier gilipollez?¿Espero a que ella me mire y hago un gesto con la cabeza?¿Acerco mi toalla a la de ella? No encontrando una manera idónea para un primer contacto, giré la cabeza hacia el otro lado y miré el contraste de los dos azules más bellos del mundo. El del cielo y el mar. Sin embargo mi semblante no era el de una persona que se deleita ante tal belleza. Mi mirada era la de un hombre pusilánime. ¡Maldito cobarde! 

Aeropuerto de Dallas. Sentado en la sala de embarque miraba con cierta pesadumbre las pantallas que tenía frente a mi. Una informaba de los vuelos que salían de Texas, en la otra una reportera de la CNN hablaba sobre algo a lo que no prestaba demasiada atención. De pronto, mis ojos se iluminaron al escuchar un anuncio por la megafonía del aeropuerto. El vuelo estaba completo y habia lista de espera, ofrecían un bono de 600$ a quien no tuviera prisa y quisiera volar al día siguiente. Miré mi tarjeta de embarque...from Dallas/Fort Worth to Madrid/Barajas. ¿Joder, y si nos quedamos un día? Media hora pasé intentando convencer a mi acompañante para postponer nuestro regreso. Durante todo ese tiempo apelé a las bonanzas de la ciudad Texana, imploré un día más de vacaciones. Lamentablemente mi mirada de súplica no surtió efecto, y todo se zanjó con una verdad sobrecogedora. Ru, mañana te pasará lo mismo. 

Contaba con doce o trece años e iba en un autobús junto a los demás niños de mi clase. Nos dirigíamos al planetario. Jamás pensé que me llamaría tanto la atención esa excursión, pero cuando un hombre, en una oscura sala en la que en el techo se veían miles de puntitos blancos simulando estrellas, nos dijo que el tiempo se dilata y que cualquier objeto que viaje a una velocidad cercana a la de la luz envejece más lentamente, un misterioso resorte se movió en mi interior e hizo que mis ojos se abrieran como platos. ¿Sería posible ser inmortal? Me pregunté, seguramente influido por la película "Los inmortales" que por aquella época era una de mis preferidas. En aquel instante, al descubrir que el tiempo no era lo que yo pensaba, puse una mirada curiosa ante aquel nuevo mundo que se abría bajo el manto de aquellas estrellas de pega. Mis ojos delataban a un niño que quería saber más sobre un tipo llamado Einstein y sus historias sobre la relatividad. 

Lloraba. No podía parar. Estaba triste, apenado, rabioso. ¿Por qué?¿Por qué tenía que morir? Quizá fuera que ese día estaba más sensible, puede que la historia me hubiera llegado al alma. No lo se. El caso es que viendo Titanic no pude dejar de llorar al ver que el protagonista moría y su historia de amor se truncaba para siempre. Mi mirada era de una pena terrible.

Leía distraído en el metro ligero. Mis ojos, aún medio dormidos, se esmeraban por seguir cada línea de esa página y no perderse en un mundo lleno de letras. Levanté un segundo la vista y entonces, tan rápido como el aleteo de una mariposa, se desencadenó la más absoluta brutalidad de la que es capaz el ser humano. Un tío de unos treinta y pico años pegaba un par de puñetazos a un chaval de no más de quince o dieciséis. Dos golpes secos directos a la cara que hicieron que me quedara paralizado. ¡¿Pero qué cojones ha ocurrido?! Mirada asombrada, llena de extrañeza e incomprensión mezclada con algo de miedo al darme cuenta de que el ser humano es desmesuradamente violento.








lunes, 9 de febrero de 2015

Día 15: El viento que agita la cebada.

Es una fría mañana de lunes, la oscuridad aún se mantiene en las desiertas calles. Al despertar de un sueño que, intuyo, ha sido extraño, una terrorífica frase se asoma a mi somnolienta mente, yo no amo a nadie y nadie me ama a mi. ¿Hay algo más triste que eso? Me pregunto tras el cobijo del confortable edredón. Al meterme bajo la ducha, para activar mente y cuerpo, una historia invade mis pensamientos. Vuelo lejos. Tanto que en mi viaje me encuentro a guerreros con corazas de hierro, a comerciantes que llevan sus mercancías en desvencijados carros tirados por viejas mulas, y por supuesto, como no podría ser de otra forma siempre que de amor hablo, no puede faltar una bonita dama que cante recorriendo los verdes valles de Irlanda. Esta jovencita, que salta y baila despreocupada, aún no es consciente de que su vida está a punto de cambiar de una manera brusca, mágica, desgarradora...

Mucho tiempo antes de que Wagner compusiera su ópera, la leyenda de Tristán e Isolda corría de boca en boca. Pastores, juglares, mujeres enamoradas y niños soñadores, todos contaban esta extraña historia sobre un caballero y cierta dama rubia. Tan famosa llegó a ser la leyenda que muchos poetas escribieron preciosos versos sobre ella. Yo relataré aquí, brevemente, mi propia versión de lo que ocurrió basado en los diversos legajos que han llegado hasta nosotros. Cuentos narrados entre la realidad y la ficción, sin saber muy bien en que lado de la línea se sitúan los hechos acaecidos y que ocuparon la mente de las gentes del norte de Europa varios siglos atrás. 
Tristán era un noble y valeroso caballero, tan intrépido y osado que perteneció a la mesa redonda del rey Arturo. Imagino a esos hombres sentados en círculo, Lancelot, Palamedes, Arturo, el propio Tristán y al loco Merlin entre otros comentando como iba el mundo y que podrían hacer para mejorarlo, quizá asemejable a una especie de reunión del G20 actual. Entre reunión y reunión de esos encomiables caballeros, Tristán, considerado uno de los más audaces de cuantos se sentaban a esa mítica mesa, aceptó un recado de su tío, el rey de Cornualles. Este le pidió que fuera al reino de Irlanda para traer a su futura esposa, una princesa llamada Isolda. Sin embargo Mark de Kernow, el susodicho rey, no contó con un pequeño detalle. Su sobrino, aquel hombre que se había enfrentado al temible dragón de la cueva de Michael, aquel que había contemplado los ojos de ese infernal ser y había salido victorioso, caería rendido ante la mirada de esa tímida princesa de rizados y dorados cabellos. Perdidamente enamorado de ella no pudo hacer otra cosa que callar su amor, en breve sería su tía y su noble alma le impedía decir nada a esa preciosa chica que montaba a caballo junto a él por los senderos de regreso al sur. No obstante, un infortunio (o una bendición, según se mire) ocurrió una de las noches que pararon para dar descanso a los caballos y tomar algo de comer. La sirvienta les condimentó la cena, por error, con la pócima de amor que la madre de la princesa había preparado para que se la bebiera junto al rey y que su amor no se truncara si ella no sentía atracción ninguna por el viejo y poderoso monarca. Los matrimonios de conveniencia es lo que tienen, nunca sabes si el corazón latirá alguna vez o no, así que con ese brebaje la reina se aseguraba una buena unión entre dos grandes territorios, Irlanda y Cornualles. Isolda, la reina (la mamá y la hija compartían tanto nombre como belleza), no se podía imaginar que esa pócima que elaboró con tan buenos deseos haría que su hija viviera con una pena terrible durante toda su vida. Pero no adelantemos acontecimientos, la historia continúa en esa cálida noche de verano en la que el bueno de Tristán y la inocente Isolda se toman el elixir del amor verdadero sin que ambos pudieran resistirse al embrujo y se amaran bajo el manto de las estrellas y la luz de una gigante luna llena. Allí, junto a un milenario árbol, Tristán juró amor eterno a Isolda. Y allí también, con la luz de aquella enorme luna reflejandose en los preciosos ojos de Isolda, ella le prometió amor incondicional y eterno a él, regalándole el anillo que el cornudo rey Mark había mandado llevar a Isolda como ofrenda. Se lo puso al cuello atado por un fino cordel y acordó con la princesa que hablaría con su tío al llegar al castillo para suplicarle que dejara que ambos pasaran el resto de su existencia uno junto al otro. 
Cabe destacar en este punto que en la Edad Media los cuentos felices no solían abundar demasiado y menos si en medio de toda la historia se encontraba un poderoso rey herido en su orgullo. Este, al enterarse de la traición, expulsó a Tristán de sus tierras y se casó con la bella Isolda separándoles quizá para siempre. 
Durante un tiempo el valeroso caballero deambuló de un lado a otro sin meta ni rumbo determinado. El otrora audaz y temido caballero se había convertido en un ser sin luz, sin pasión, sin vida. Pero un buen día otro gran rey le sacó de su letargo. Hoel de Bretaña, que conocía las increíbles hazañas del mata-dragones Tristán, le pidió que combatiera a su lado. El joven aceptó. Lucharía hasta morir ya que nada tenía que perder; su vida, sin amar, no valía ni una sola moneda. Curiosamente el rey de Bretaña tenía una hija, pero lo más extraño de todo fue que también se llamara Isolda. Raro cuanto menos, ¿no creéis? Isolda no es un nombre anglosajón, sino que tiene raíces vikingas, la vida esta llena de increíbles casualidades, oportunos misterios si queréis. Tristán acabó casándose con esta tercera Isolda de la historia pero, más que nada, porque le recodaba a su bella princesa de Irlanda. En su matrimonio no había amor, tan sólo recuerdos. Triste, ¿verdad?
Una lluviosa tarde, en un inmenso campo de cebada, se libró una épica batalla. Tristán, enfundado en una cota de malla que le cubría el pecho y la espalda, luchó con fuerza. Sus ojos brillaban como el fuego en una oscura noche, nadie quería encontrarse con ellos ya que su mirada era la de un hombre que no temía a la muerte. Eso le hacía ser un oponente muy peligroso, quizá el único en todo aquel valle que pudiera decantar la batalla para el lado de su suegro Hoel. Sin embargo, mientras manejaba su espada dando mandobles de un lado a otro manteniendo en guardia a un hombre de larga melena rubia y tan grande como un buey, otro se le acercó por un costado y aprovechando un instante en el que estaba concentrado en el melenudo gigante, le hirió de muerte. Al acabar la contienda, el pobre Tristán yacía sobre el campo de cebada mecida por el suave viento de la tormenta. Un rayo iluminó la cara de Isolda, la tercera, que llorando acariciaba la cara de Tristán. Ve a buscar a mi tía, tráela ante mi si alguna vez me has amado, le pidió el moribundo antes de que el trueno desgarrara el cielo y el alma de la hija del rey de Bretaña. 
Un par de días después un barco se preparaba para zarpar en busca de su verdadero amor. Antes de partir, Tristán le pidió al capitán dos favores. Toma, le dijo, dáselo cuando la veas. Sobre la palma de la mano del viejo hombre de mar reposaba un anillo, el mismo que ella le regaló aquella lejana noche que se juraron amor eterno. En cuanto lo sostuviera entre sus delicados dedos sobrarían las palabras o carta alguna. Lo segundo que pidió fue que desplegara velas blancas si ella volvía con el buque, si no era así las velas serían negras. 
El tiempo pasó lentamente pero al fin el barco se asomó por la bahía. Tristán, demasiado débil para levantarse del catre, preguntó a Isolda de que color eran las velas. Negro, mintió ella, herida en lo más profundo de su alma. Tristán entonces cerró los ojos y derramó un solitaria lágrima que resbaló por su mejilla. El corazón entristecido del bravo caballero que una vez fue la mano derecha del rey Arturo y amigo del gran mago Merlin paró de latir. Un instante después exhaló su último aliento. 
Isolda, la primera, bajó del barco lo más rápido que pudo y salió corriendo por las calles del pueblo tropezando en más de una ocasión por el desigual empedrado de las callejuelas. Al llegar a la habitación donde yacía Tristán ambas Isoldas se encontraron por primera vez. Tras un breve cruce de miradas desafiantes la princesa de Bretaña se hizo a un lado, la de Irlanda cogió en sus brazos al amor de su vida y le besó en los labios, fríos e inertes. Entonces rompió a llorar, un llanto débil y continuo. Se sentó sobre el catre y abrazada a él meció su inmóvil cuerpo como el viento agitaba los campos de cebada el día en el que, en una escaramuza entre dos reinos enfrentados en algún lugar del norte, fue acuchillado de muerte. 

El amor duele, no hay duda. Tristán, Isolda y todos cuantos alguna vez estuvieron enamorados lo podrían corroborar; pero si dejo de creer en él, por miedo o simplemente por protección ante esa pena que invade el alma ante algo que de pronto se esfuma, ¿en que lugar me dejaría eso?¿qué clase de persona me haría ser?
Esa tímida esperanza de encontrar el amor es lo que me mantiene con vida. El convencimiento de que en cualquier inesperado momento, quizá en una fría  y oscura mañana de lunes como la de hoy, alguien susurrará mi nombre junto a un te amo. Y al igual que cuando salgo a correr y el viento en contra me hace ser más perseverante en mi esfuerzo, en cada ocasión que me encuentro a alguien que me dice que todo es una leyenda urbana, que el amor no existe o que la vida les va mejor sin ese sentimiento de saberse amado, cada vez que alguien me comenta algo tan triste como eso, (y no son pocas estas personas) cierro los ojos, aprieto los puños y me digo...Rubén, la victoria llegará. No hay nadie más cabezota que yo, probaré que el amor verdadero existe o moriré en el intento. Palabra de caballero, encontraré a mi Isolda y jamás la dejaré escapar. 



sábado, 24 de enero de 2015

Día 14: Who's that girl?

Érase una vez un chico de mirada inquieta cuya curiosidad no conocía límites. En el lejano país donde las preguntas se creaban no daban a basto para concebir nuevas cuestiones con las que satisfacer a este pequeño chaval. 
¿Cuanto duerme un pajarito?¿Los gatos sueñan?¿De qué están hechas las nubes?¿Cuanta sangre bombea el corazón humano en una hora?¿Es el universo infinito?
Ninguna pregunta se le resistía, algunas las resolvía en minutos otras quizá le llevaban días. Con el paso del tiempo y al ir haciéndose mayor, cada vez le resultaba más sencillo dar respuesta a las cuestiones que se le planteaban. Y un día, harto de saberlo todo, cerró los ojos y se tapó los oídos con las manos. Así ni escucharía ni vería nada que pudiera parecerse a un enigma. Por fin su cansada mente se tomaba un merecido descanso. Sin embargo poco aguantó de esta manera. No pudo resistirse más que unas pocas horas, no dejaba de pensar que diablos estaría ocurriendo a su alrededor. Así que, algo nervioso, abrió un ojo muy despacio. ¿Y qué fue lo que vió? Pues nada más y nada menos que a una chica, delante suyo se encontraba una preciosa mujer rubia. Ella le observaba a cierta distancia. Era muy delgadita y tenía el pelo recogido en una coleta. Unos pequeños mechones le caían por la frente. Sus ojos parecían dos gotas enormes de agua, cambiaban de color según el ángulo con el que ladeara la cabeza. En un momento dado eran marrones, segundos después pasaban a ser verdes, poco más tarde grises con pequeños matices de un azul hielo devastador. Su cara era de una belleza tal que, por un instante, no reparó en algo. Llevaba un fino colgante dorado al cuello, sobre su piel descansaba una D que brillaba casi tanto como sus ojos. 
Su mente empezó entonces a jugar como lo había hecho toda su vida y miles de datos acudían a su cabeza analizando cada detalle que veía. Era muy rubia, ¿vendría de algún lejano y frío país del norte?¿El colgante sería un regalo de algun familiar?¿La D podría ser la inicial del nombre de su madre?¿Del suyo quizá?¿Era danesa? Eso explicaría la misteriosa letra y su color de pelo...
Tras un largo rato cavilando se dijo que tenía que averiguar algo más sobre esa mujer para obtener alguna respuesta así que siguió observándola. 
Su ropa era...¡Espera un momento! Se dijo de pronto. Bajó la mirada hacia él y luego la miró a ella. ¿Cómo es posible que yo lleve un plumas y tenga heladas las manos y ella vaya con una simple blusa y pantalones cortos? Una nueva pregunta se unía a las demás. 
Se fijó entonces en sus manos. Rosadas y de finos dedos, las uñas pintadas de un color entre el rojo y el granate, tendría que mirar los catálogos de Sephora para definir la tonalidad exacta. Un anillo en forma de serpiente adornaba su dedo índice de la mano izquierda, en la derecha portaba una pulsera también dorada como el colgante, con unas pequeñas piedrecitas que relucían lanzando destellos al aire. 
¿Quien eres? Se preguntó, en un susurro casi inaudible.
Estaban sentados en un suelo blanco, con las piernas cruzadas y la miradas fijas el uno en el otro. Él rozó la superficie con sus dedos, fría y suave. ¿Mármol? Ella no se movía, a su lado un bolso reposaba en el inmaculado piso. 
Entonces, sin previo aviso, ella habló. "Rubén, todo el mundo tiene derecho a tener una Penny en su vida." ¿Cómo?¿Pero qué diablos significa eso?
¿Qué? Fue la única palabra que pudo soltar Rubén en ese preciso instante. Intentó repetir la dichosa frase en su mente, analizarla, desentrañar su significado, pero le fue imposible. Estaba impactado por la sonoridad de su voz. Dulce, cálida, tranquila. ¿Y con algo de acento?
Transcurridos unos segundos la mente de Rubén empezó a funcionar. Bien, veamos. ¿Penny?¿A quién conocía que se llamara Penélope? No recordaba a ninguna mujer de su vida que respondiera a tal nombre, ¿se estaría refiriendo a la famosa calle de la canción de los Beatles?¿Penny Lane? Rebuscó la letra en su mente y empezó a tararearla ...Penny Lane is in my ears and in my eyes, there beneath the blue suburban skies... No, no encontraba ningún sentido a todo aquello. Iba a dirigirse a la enigmática desconocida para preguntarle sobre la frase cuando una idea se formó en su caprichosa mente. No, imposible que fuera tan tonto como eso. 
Entonces sucedió algo profundamente intrigante, ¿más aún? Como si de una bella princesa de cuento se tratara se levantó del suelo y pausadamente se acercó a Rubén. Se agachó al llegar a la altura donde él seguía sentado y de cuclillas acarició su cara muy suavemente. La piel de él se erizó al sentir sus cálidas manos, una electrizante energía recorrió cada parte de su cuerpo y sintió como su corazón se aceleraba. Un olor dulce y profundo llegó hasta su alma, su perfume era fascinante, tan embriagador como destapar un frasco con cien mil rosas atrapadas en él. Con los ojos cerrados, Rubén aspiró brevemente para sentirla muy dentro, sin embargo al volver a abrirlos una tristeza infinita se apoderó de todo su ser. Ella ya no estaba allí. En su lugar habían aparecido decenas de personas, coches y ruidos. Se encontraba sentado en un banco de una importante calle de Madrid. Aún impactado por el olor y presencia de aquella misteriosa chica se percató de un detalle. Frente a él, saliendo de una tienda con una bolsa de Guess en la mano, vió esos ojos de un azul glaciar cargados de una inocencia infinita, durante unos breves segundos reconoció esa cándida mirada que tan sólo unos instantes antes le contemplaba con ternura.  Y un pálpito tan breve e intenso como la descarga de un rayo de millones de watios de potencia, hizo que los curiosos ojos de aquel chico que hacia un rato no deseaba desentrañar ningún enigma más, cansado de este maldito planeta y de su falta total de empatía, volvieran a tener un brillo especial. Esa vitalidad característica, que desde pequeño le había llevado a aprender sobre todas las cosas que le rodeaban, había vuelto. Él solía comparar el placer que le daba el conocimiento con un orgasmo con Gisele Bündchen, estúpido símil por otra parte. Sin embargo en esta ocasión no sería nada fácil, ya que ante si tenía el reto más impresionante al que jamás se había enfrentado, intentar responder a una sola cuestión. ¿Quién era esa chica?





jueves, 22 de enero de 2015

Día 13: Pensamientos.

Sentado en el autobús esta mañana maldecía mi maldita mala suerte. ¿Cómo era posible que volviera a suceder?
Dos paradas después de entrar y acomodarme en un asiento hacia la mitad del autobús vi pagar su billete al mismo chico que hace diez días me pegó el jodido constipado que me mantuvo hecho una piltrafa humana la semana pasada, y que aún hoy sigue dando coletazos como pececillo debatiendose entre la vida y la muerte. Jodido cabroncete, pensé, desviando poco después la mirada hacia la ventana, posando mis ojos en una mujer que intentaba quitar el hielo de la luna delantera de su coche. Abstraído por los infructuosos intentos de la señora que rascaba con todas sus fuerzas el parabrisas congelado no me di cuenta, hasta que el conductor volvió a arrancar, que ese chico había escogido de nuevo el asiento junto al mío. Miré hacia todos los lados y conté más de una decena de sitios vacíos. ¡Jopé, otra vez no! De pronto le ví toser, y lancé un suspiro al aire... ¡maldita sea!. Por si fuera poco le escuché, a pesar de la música que llevo en los cascos, aspirar los mocos que se le iban callendo. ¡¡¡Qué asquito, jo!!!
Resignado, el pobre chaval no tiene la culpa de tener gripe, intenté mentalizarme de que estaba en las manos de la providencia. ¿Me volvería a contagiar haciendo de esto un bucle infinito de toses, mocos y viruses malnacidos?
Lo único que podía hacer era recostarme cómodamente en el asiento y pensar en algo más interesante que los inconfundibles, y nada agradables, sonidos que me llegaban del tío que tenía a mi lado. Y fue así como, esta mañana, me he dado cuenta de algo que ya sabía desde hace bastante tiempo. Me encanta ver cocinar a la gente. 

Desde que tengo uso de razón siento una especial admiración por las personas que se manejan en la cocina. 
Recuerdo ver de pequeñín el mítico programa de "Con las manos en la masa", escuchándolo de fondo mientras jugaba con mis hermanos. Sin embargo fue ya con veinte años cuando me empezó a fascinar todo ese mundillo al descubrir al entrañable Arguiñano. 
Desde luego la personalidad abierta y simpática del cocinero televisivo por excelencia tuvo algo que ver para que cada día me mantuviera atento a sus recetas. Pero no sólo era eso, sino todo el proceso de creación en sí mismo. Escoger unos ingredientes, manipularlos de cierta forma y hacer algo que innegablemente tendría que saber bien.
Siempre he sido del pensamiento que ver cocinar es como contemplar las pinceladas de un artista en el lienzo inmaculado y blanco, creando de unos simples colores algo que nos conmueve y llena de sentimientos. 
Observar como alguien pica algo de cebolla, la manera de cascar un huevo o el simple movimiento de una cuchara de madera sobre una sartén mezclando olores y sabores creo que es una expresión de arte. 
No solemos ver a un escritor tecleando su próximo best-seller, ni admiramos como un escultor moldea el barro o cincela la piedra dando formas a lo que tan sólo es algo indefinido. No estamos delante de un pintor cuando elabora los bocetos que tiene en mente y salvo los jubilados, ni tan siquiera somos capaces de entrever la enorme dificultad de la creación de unas obras arquitectónicas. 

Alguien tiene unos boles y platos sobre la encimera de la cocina. Se intuyen unos muslos de pollo, algo de cebolla picada, el tono anaranjado de un par de zanahorias, el aroma del ajo, unas frutas troceadas aquí y allá, ciruelas, pasas, orejones. Un poquito de pasta recién cocida, una botellita de un vino blanco cualquiera. Un poquito de sal y pimienta, y por supuesto, un chorrito de aceite. Aquí tenemos la paleta con la que nuestro artista creará algo que deleitará nuestros sentidos.
No obstante, todo proceso artístico esta envuelto en cierto halo de magia. La cocina no esta exenta de esa parte más oscura y misteriosa. Sino, ¿por qué cuando hemos intentado hacer algo, y tras invertir tres o cuatro veces más tiempo del que te aconsejan, ni el sabor ni la pinta se asemejan a lo que tendría que ser? No, no todo el mundo que posea esos simples ingredientes podrá hacer algo sublime, se necesita del toque sobrenatural que todo cocinero lleva dentro. Puede que con el tiempo y la práctica se llegue a imitar, en cierto grado, pero no creo que sea posible igualar la excelencia.

Con los ojos cerrados ya no escucho al tío que está a mi lado, moqueando y tosiendo. Divago, pienso, imagino. La atracción por la cocina no sólo se queda en una simple fascinación por ver a un japonés manejando el cuchillo con destreza para cortar una gamba por la mitad y ponerla sobre el arroz o escuchando batir huevos a una oronda señora que me va a enseñar como hacer un bizcocho. La cocina me seduce, me sugestiona, hace que mire embelesado a quien se pone tras los fuegos. 
Cierto día estaba en la cocina, hablaba comentando una anécdota que me había ocurrido esa mañana mientras ella ponía una sartén sobre la placa. Yo estaba apoyado en la pared, y en un momento dado dejé de hablar y me acerqué a ella por detrás. Le di un beso en el cuello. Ella cerró los ojos y apretó su cara contra la mia. ¿Te apetece cortar un poquito de jamón mientras hago los filetes? Yo apenas escuchaba, en esos momentos mi traviesa mano se metía sin poder remediarlo bajo el pantalón de su pijama y empezaba a tantear como muchas otras veces había ocurrido. ¡Para Ru, deja de jugar que está el aceite caliente! Me agaché, haciendo caso omiso del peligroso líquido que poco a poco se calentaba al igual que yo, y mordisqueé su culo. Instantes después la giré y la besé en los labios. ¿Por qué siempre te da por seguirme a la cocina? Me preguntó entre risas. No se, estas muy sexy. Repliqué apartando la sartén de la placa para acto seguido bajar su pantalón y braguitas y lamer su húmedo cuerpo. Ella no estaba muy por la labor como pude comprobar por su siguiente comentario...¡Ru, que luego pillamos la serie empezada, jo! Pero, sinceramente, la serie me daba igual en esos culinarios y estimulantes momentos. Tiré de su mano para abajo y se sentó junto a mi en las blancas baldosas de la cocina. La miré con carita de perrito bueno mientras no paraba de acariciarla el clítoris. Ella, por fin, claudicó...bueno, pero uno rápido. ¡Bien! Contesté alegre y feliz, en un susurro, a la vez que me quitaba mi pijama. Y allí, en el suelo de aquella cocina, junto al horno y a decenas de botes transparentes repletos de ingredientes de miles de sabores, con el olor de la comida azotando mis sentidos, hice el amor apasionadamente. 

Por fin, tras veinte minutos en el autobús llegué a mi destino y abrí los ojos. Espero que no me haya vuelto a contagiar el maldito constipado. Pensé, mientras le vi bajar las escaleras hace unas horas. Un pequeño carraspeo al salir a la calle intentó ahuyentar los maliciosos virus que se cernían sobre mi, escuché al autobús alejarse...Llamadme loco si queréis, sin duda las cocinas me excitan. Pero que diablos, ¿hay algún lugar que no lo haga?





viernes, 19 de diciembre de 2014

Día 12: ¿Las chicas malas nos parecen más monas?

Hace muchas lunas hubo una gran batalla. Una dura y cruenta lucha entre dos bandos enfrentados. 
Por un lado estaban los ángeles, en el otro los demonios. Querían delimitar de una vez por todas la zona entre el bien y el mal. Esa fina línea quedaría definida al terminar la contienda entre unos y otros. 
En las hordas de combatientes de una de las facciones se encontraba Lilith. Se dice que fue la primera mujer de Adán, del cual se separó para abandonar el Paraíso. El primer divorcio de la humanidad, se podría decir. ¿Qué coño haría el bribonzuelo de Adán? Algunas leyendas hablan de incompatibilidad de caracteres, otras cuentan que la chica se cansó de la prepotencia de Adán al saberse el ojito derecho de Dios. Sea como fuere, un problema de cuernos no creo que encendiera la mecha y causara la ruptura, ya que por aquella época pocas féminas había danzando por el Paraíso. En fin, Lilith se marchó del Edén y se unió a un grupo de demonios, cuyo jefe llegó a ser su amante. Con el tiempo se convirtió en una diablesa que se abandonó a la lujuria y el desenfreno. Dios la reprendió entonces. "¡Cada día morirán cien hijos tuyos!" Dijo magnánimo. Mucha lujuria me parece a mi para, en un sólo día, parir cien diablitos. La rebelde chica también debió opinar que el castigo era excesivo y como venganza se propuso raptar a los niños de las familias judías que no eran circuncidados al nacer. 
Esto es lo que se sabe de la primera mujer que hubo sobre la tierra. Estaréis conmigo en que era una niña un tanto díscola, con carácter. ¿Podría tildarse de ser una chica mala? Eso depende de lo que cada uno considere que es ser bueno y que es no serlo. Desde luego un buen tema para debatir en alguna aburrida tarde de Diciembre, delante de una taza de chocolate caliente. Sin embargo, en lo que no hay discusión ninguna, en los tratados que hablan sobre ella, es en su aspecto físico. Una mujer tremendamente bella. Una belleza sobrenatural, no en vano fue creada por Dios a su imagen y semejanza al igual que Adán. Melena larga y rizada, pelirroja (aunque algunas descripciones cuentan que su pelo era dorado como los rayos del sol). Cuerpo increíblemente perfecto, culminado por dos grandes alas que se desplegaban poderosas cuando alzaba el vuelo. 

¿Las chicas malas nos parecen más guapas? 
Antes de dar mi opinión creo que debo decir, para ser políticamente correcto, que toda mujer tiene su puntito de belleza. Unas manos que sujetar fuertemente, una mirada en la que perderse, una espalda suave que acariciar, un culo que devorar con los ojos, unos brazos a los que agarrarte cuando necesitas apoyo. Si, todas tienen su aquel que las hace preciosas. Pero...
Todos hemos oído eso de...la pobre no es muy agraciada pero es tan buena. O eso otro de...Le sobran unos kilitos, pero es tan simpática. Y ni que decir de...tiene un buen polvo pero la jodida es un bicho de mucho cuidado. 
Es algo que viene de lejos, tanto como la leyenda de Lilith. Siempre se ha creído que las tías que están buenas son unas capullas y las que no lo están son tan tiernas como las tan denostadas princesitas de Disney. 
Más allá de este cliché hay algo bien cierto, la pillería nos atrae. La maldad, hasta cierto punto, nos llama la atención. Diría incluso que nos excita, al menos ese es mi caso. 
No es que las chicas guapas sean malas, sino que a las chicas con un cierto aura de rebeldes las vemos más bonitas, mucho más atractivas de lo que quizá puedan ser. Eso es un hecho.
El buen comportamiento, seguir las reglas establecidas, es sinónimo de aburrimiento. Una mujer que jamás se salga de la norma podrá ser tu mejor amiga pero nunca la verás de la misma manera como a otra con la que no sabes por donde va a salir, ya sea bueno o malo. El ser humano busca, por su naturaleza intrínseca, aventuras. Somos seres curiosos, queremos saber que se esconde tras lo prohibido. Y para ello hay que ser algo transgresor, y en alguna ocasión traspasar la línea por la que lucharon ángeles y demonios tanto tiempo atrás. 
Para mi, una mujer realmente atractiva es aquella que desea descubrir lo que muchas veces nos está vedado. En mi opinión, la mujer más bonita del mundo es aquella que, sin miedo a lo desconocido, te coje de la mano y te lleva en busca de aventuras. Aunque para ello, alguna que otra vez, te haga exclamar...¡Qué capullita eres!
Yo me hubiera enamorado de Lilith. No tengo ninguna duda, habría sucumbido a sus encantos y me habría convertido en un demonio siguiendo sus pasos. También estoy seguro que muchas más veces de las que me gustaría admitir me habría preguntado, ¿por qué las mujeres guapas son tan malas?
Lo verdaderamente ideal (si se pudiera elegir de quien te enamoras, cosa imposible dicho sea de paso) sería encontrar a una chica traviesa pero con un corazón bien grande. ¿Existirá alguien así en la vida real? Y la pregunta del millón, ¿será realmente guapa o sólo me lo parecerá a mi? 





jueves, 18 de diciembre de 2014

Día 11: El proyecto arcoiris.

Estaba enredando con el ordenador cuando de pronto apareció con la mochila al hombro y el pelo alborotado. Se dejó caer en la silla. 
- ¡Llegas tarde, tío! 
Le comenté mirando el reloj. 
- Ya, estaba devolviendo un libro en la biblioteca. Me han vuelto a multar por retraso.
- ¿Cuanto tiempo ha sido esta vez?
- Un par de meses nada más. Dijo sonriendo. Por cierto, añadió, la próxima vez que tenga que sacar uno me tienes que dejar el carnet. 
- Ni de coña. Le solté sonriendo yo también. ¿Empezamos con el Autocad?
Miró la pantalla del ordenador sin saber muy bien que hacia allí en ese instante. Le enseñé el folio con el ejercicio que debíamos terminar para ese día. Me quitó el ratón de las manos y pinchó el icono del famoso programa de dibujo. 
- Ve diciéndome los puntos. 
Cuando ya llevábamos un rato ante el monitor dibujando líneas dijo en un susurro casi inaudible. 
- Podríamos hacer el trabajo de inglés sobre el proyecto arcoiris.
- ¿Qué?
- Jesús dijo que eligiéramos nosotros el tema, a él le da igual.
En clase de inglés nos habían puesto una difícil tarea, hacer una presentación de una hora. El grupo era de tres así que tendríamos que hablar 20 minutos cada uno, delante de toda la clase, para aprobar el cuatrimestre. 
- ¡Pero como vamos a hacer el trabajo sobre el Eldridge!
- ¿Y por qué no?

Desde que le conocí me pareció un chico realmente único. Distinto. 
Una tarde en la que teníamos laboratorio de química se me acercó mientras esperábamos a que la reacción exotérmica que teníamos en el matraz hiciera de las suyas y subiera la temperatura del termómetro, la cual teníamos que apuntar cada treinta segundos. 
- ¿Te quedas después un rato?
- ¿Para?
- Quiero probar una cosa. 
- Mañana hay examen, quiero mirar un poco los apuntes.
- De eso va el tema. 
- ¡Señor Ferrán, anote la temperatura y deje de charlar!
- Luego hablamos, le dije mientras el profesor no miraba. 
En el mismo momento en el que supo que en una época me dediqué a estudiar programación creo que le caí en gracia y siempre en nuestras conversaciones acababan saliendo ciertos temas. Por eso no me extrañó para nada la propuesta que me hizo minutos después. 
- ¿Te atreves a hackear el ordenador del de álgebra?
- ¡Estas loco tío! Dije riendo. ¿Crees que tendrá el examen?
- Bueno, sólo hay una manera de averiguarlo. 
- No, es demasiado para mi. Creo que te dejo sólo en tu aventura. 
Al día siguiente, sentados cada uno en una punta del aula, le interrogué con la mirada mientras el profesor repartía las hojas con las preguntas. Al coger el folio con el examen me guiñó un ojo sonriendo. ¿Se estaba tirando el rollo? Nunca nadie lo supo con certeza. El caso es que fue el único en toda la escuela que sacó ese día un nueve. ¿Suerte? Quien sabe, pero desde aquel día el rumor corrió tan rápido como la pólvora y por los fríos pasillos de la facultad, a este chico, se le empezó a conocer como el hacker.

El proyecto arcoiris englobaba una serie de actuaciones dedicadas a derrocar a las potencias del eje en la Segunda Guerra Mundial. Entre esa serie de secretas actividades se encontraba el Experimento Filadelfia. Cuentan las leyendas que estaban metidos en el ajo Enrico Fermi y el mismísimo Einstein, que por aquel entonces trabajaba para el gobierno de los Estados Unidos creando posibles armas para acabar con los nazis. En su afán por evitar los radares de la Luftwaffe, la fuerza aérea alemana, a los militares y científicos americanos no se les ocurrió otra idea que poner en práctica la teoría inacabada de la unificación de los campos de Einstein. En pocas palabras, querían hacerse invisibles a los ojos de los pilotos germanos. Para ello metieron un par de enormes y potentes generadores en un barco, el USS Eldridge. Añadieron unas cuantas bobinas, y crearon un campo magnético tan grande que lo que sucedió instantes después de accionar los generadores dejó atónitos a los que esperaban en el barco de apoyo. 
Una niebla verde envolvió al destructor americano e hizo que por unos instantes desapareciera de la vista de todos. No sólo habían conseguido evitar los radares enemigos sino que habían logrado lo que todo estamento militar de cualquier país soñaría con poseer. La tecnología para hacerse totalmente invisibles. 
¿Cuentos? ¿Fábulas de conspiranoicos? Un tal Carl Allen, marinero en el buque de apoyo, fue el que contó todo este episodio, gracias a él pudimos saber detalles de este enigmático incidente. Pero su increíble historia va más allá. Dijo que hubo una segunda prueba, esta vez con la tripulación del Eldridge en el interior del buque. 
En esta ocasión también una nube verdosa se adueñó del destructor y lo hizo desaparecer, pero esta vez un nuevo fenómeno causó la incredulidad de todo el mundo. Se había divisado al destructor en el puerto de Norfolk, a unos 300 km de distancia, a los pocos instantes de desaparecer de los astilleros de la marina en Filadelfia. ¿Teleportación? Sin embargo, lo que Carl Allen nos describe a continuación es algo dantesco. Al volver a aparecer el USS Eldridge en su posición inicial, hierro y carne humana se habian unido. Muchos cuerpos estaban atravesados por mamparos, torsos de marineros se veían "plantados" en la cubierta principal, brazos y piernas se fundían con el grisáceo metal. Horriblemente espeluznante debieron pensar en el USS Furuseth, el buque en el que se encontraba el misterioso narrador de esta historia.
Este hecho causó tal pavor a los militares y científicos yanquis que a partir de ese día desmantelaron todo el experimento y borraron toda pista sobre lo que aconteció en Filadelfia a mediados del siglo pasado. El proyecto arcoiris se volatilizó como un sueño al despertar. 

- No podemos hablar sobre el Eldridge, es demasiado...no se. Repuse sin saber muy bien que decir. 
- Esta bien, dijo él con una mueca de resignación. Pero estaría genial, seguro. Afirmó mientras seguía manejando el ratón uniendo coordenadas en la pantalla. 
Al final, decidimos que el trabajo lo haríamos sobre el RMS Lusitania. Quizá una historia más cruenta que el muy probablemente fantasioso Experimento Filadelfia. Pero ese relato queda para otra ocasión.

Tal día como el de mañana de hace unos años, este chico se puso sus botas de montaña y se fue a la Pedriza a pasear por sus escarpados caminos. Nadie jamás volvió a verle con vida. Se esfumó. 
En un primer momento pensé que aparecería de pronto, como el destructor de la historia. Me negaba a creer que nunca más volvería a verle y en verdad creí que se había topado con algún ordenador de alguna secreta agencia americana, para darse de bruces con la fórmula para volverse invisible. Él era muy capaz de ello. Sin embargo, la cruda realidad fue que al llegar el deshielo, en Junio, se programaron una serie de batidas por toda la sierra. En una de ellas se encontró un cuerpo. Tenía la pierna rota, dijeron los forenses que hicieron la autopsia. Probablemente se resbalara y muriera allí, congelado y sólo, una fría noche de Diciembre. Sobrecogedora escena. Triste y dura, sin duda. 
Descansa en paz, amigo. 






jueves, 4 de diciembre de 2014

Día 10: Buscando el país de la canela.

"...Y así el capitán Orellana tomó consigo 57 hombres, con los cuales se metió en el barco ya dicho y en ciertas canoas que a los indios se habían tomado, y comenzó a seguir en río abajo con propósito de luego dar la vuelta si comida se hallase, lo cual salió al contrario de cómo todos pensábamos, porque no hallamos comida en doscientas leguas ni nosotros la hallábamos, de cuya causa padecimos muy gran necesidad, como adelante se dirá, y así íbamos caminando suplicando a Nuestro Señor tuviese por bien de nos encaminar en aquella jornada de manera que pudiésemos volver a nuestros compañeros..."

En 1541, unos cuatrocientos españoles y cuatro mil indios liderados por dos valerosos hombres iniciaron un viaje a lo desconocido. Un periplo que les llevaría del Océano Pacífico al Atlántico, atravesando lugares que persona alguna del viejo continente había contemplado jamás. Francisco de Orellana y Gonzalo Pizarro abandonaron todo cuanto conocían para adentrarse en una selva llena de peligros y aventuras, y a golpe de machete se abrieron camino por esas tierras inhóspitas buscando el mítico país de la canela. 

Habían oído hablar de una zona más allá de los Andes donde inmensos bosques de canela crecían al amparo de esas vírgenes llanuras que, se suponía, había tras aquellas infernales montañas. Bien es cierto que no sólo iban en pos de esa preciada especia, también se contaban algunas leyendas de un cacique que cada atardecer se embadurnaba el cuerpo con oro molido y se metía en un misterioso lago donde ofrecía a la tierra los rayos reflejados del sol a través de su cuerpo. El dorado.

La canela era un bien bastante preciado por aquella época, remedio medicinal para varias dolencias y potente especia que daba un increíble sabor y olor a los platos y bebidas. No obstante, a los codiciosos nobles y monarcas españoles que esperaban cómodos, en sus grandes sillones palaciegos al otro lado del inmenso océano, lo que en verdad les interesaba era el oro de los incas. Unos años antes el hermano de Gonzalo y primo de Orellana derrotó a Atahualpa, el último de los grandes gobernadores del imperio incaico. Este, para salvar su vida ofreció toda una habitación llena de oro al conquistador español, el legendario tesoro de Llanganatis que jamás se ha logrado encontrar, pero también le habló de algo que ya se comentaba desde hacia tiempo cuando los españoles arribaron a las costas de Nueva Granada, la actual Colombia. Atahualpa le contó la historia de un reino donde existían innumerables minas de oro y cuyo príncipe era un hombre que se adornaba el cuerpo cada día con polvo dorado. ¿Sería verdad todo aquello? Se preguntaron los españoles. El clan de los Pizarro se propuso descubrir que había de cierto en aquella leyenda buscando no sólo el preciado metal sino la gloria eterna. Así que amparados por la corona, a la que ofrecieron una sustancial parte del botín, y por la iglesia, a la que prometieron miles de almas convertidas a su credo, Orellana y Pizarro se enfundaron sus mejores galas y se encaminaron a explorar tan desapacibles tierras. Les esperaban la humedad sofocante, el atenazador frío de las montañas y los aterradores y belicosos indígenas. Sin embargo, nada podría detenerles, el fabuloso tesoro de olorosos árboles y dorados reflejos aguardaba tras algún escondido recodo de la jungla. 

Hace unos minutos estaba enfrascado en la lectura de una pequeña obra que escribió Fray Gaspar de Carvajal, un dominico que vivió allá por el siglo XVI. Viajó en la expedición hacia el país de la canela y fue uno de los cronistas del viaje que emprendieron estos locos aventureros. Él era uno de esos 57 hombres que acompañaron a Orellana hasta el final de la historia. 
Mientras leía con atención ese castellano antiguo, que en ocasiones resulta un tanto extraño, no he podido evitar pensar que yo me encuentro en la misma tesitura que el explorador extremeño. Voy en busca de algo tan mítico como el señorío de El Dorado, el tesoro de Llanganatis, el reino de Paitití, Cibola, Quivira o el ya comentado país de la canela. De hecho, ahora me encuentro en plena selva a machetazo limpio intentando descubrir el país de la felicidad, aquel en el que reside el amor verdadero. Muchos me han dicho que soy un iluso, un pobre estúpido. No existe tal lugar, insisten en decirme. Tan sólo son patrañas contadas por unos locos, quizá puestos de peyote hasta las cejas o que han masticado más hojas de coca de las que debieran. Intento hacer caso omiso de sus desalentadoras palabras y guiarme por mi instinto. Se que es real y que en algún escondido y recóndito emplazamiento de esta enmarañada y jodida selva se encuentra el tesoro. Esperando ser descubierto para, llegando hasta donde se oculta cual valeroso explorador y habiendo atravesado miles de peligros que acechan tras los frondosos árboles, comprobar que la belleza infinita y el amor incondicional son tan reales como las manos que teclean estas palabras. Palabras, dicho sea de paso, que hoy se hacen más confusas que nunca. ¿De qué demonios hablo?
Ni yo mismo lo se, tan sólo divago. Y, a parte de compararme con Orellana por ir ambos tras las huellas de sueños fantasiosos y probablemente tan irreales como los unicornios, ¿hay algo más? Dejadme contaros alguna cosita más sobre aquella travesía que llevó a esos hombres por las selvas del continente americano. 

Tras haber pasado los Andes siguieron el curso del río Coca pero pasadas unas leguas se quedaron sin víveres. Construyeron, entonces, una pequeña barcaza para ir algo más rápido pero al ver que no había suerte y que no encontraban nada que llevarse a la boca, Pizarro consideró que sería mejor separarse. Mandó a Orellana junto a 57 hombres río abajo para que recogieran todo cuanto pudieran recolectar y quedaron en que, a lo sumo, en 4 o 5 días estaría de vuelta pero...

"...Y como a otro ni otro día no se hallase comida ni señal de población, con parecer del capitán dije yo una misa como se dice en la mar, encomendando a Nuestro Señor nuestras personas y vidas, suplicándole como indigno nos sacase de tan manifiesto trabajo y perdición, porque ya se nos traslucía; porque, aunque quisiésemos volver agua arriba, no era posible por la gran corriente, pues tentar de ir por tierra era imposible, de manera que estábamos en gran peligro de muerte a causa de la gran hambre que padecíamos y a que, estando buscando el consejo de lo que se debía de hacer platicando nuestra aflicción y trabajos, acordose que eligiésemos de dos males el que al capitán y a todos pareciese menor, que fue ir adelante y seguir el río e morir, e ver lo que en él había, confiando en Nuestro Señor que tendría por bien de conservar nuestras vidas hasta ver nuestro remedio.Y, entretanto, a falta de otros mantenimientos, vinimos a tan gran necesidad que no comíamos sino cueros, cintas y suelas de zapatos cocido con algunas yerbas, de manera que era tanta nuestra flaqueza que sobre los pies no nos podíamos tener, que unos a gatas y otros con bordones se metieron a las montañas a buscar algunas raíces que comer, y algunos hubo que comieron algunas yerbas no conocidas, los cuales estuvieron a punto de muerte, porque estaban como locos y no tenían seso; pero, como Nuestro Señor era servido que siguiésemos nuestro viaje, no murió ninguno..."

Así que no tuvieron otro remedio que seguir el cauce del pequeño riachuelo llegando una semana después a una zona más ancha en la que por fin pudieron comer algo gracias a la hospitalidad de un grupo de indígenas, hecho que Orellana supo apreciar nombrandose a sí mismo señor de aquellas tierras y dueño de todo cuanto allí se encontraba. Construyó entonces un barco más grande, un bergantín que les ayudase a lo largo de esa singular aventura. Y continuaron con su periplo por el río Coca, el Napo y el Río Grande al que los indios llamaban serpiente sin ojos. 
Se habían separado de Pizarro a finales de Diciembre de 1541, y en Junio de 1542 aconteció un hecho que nadie podía imaginar.

"...Estas mujeres son muy blancas y altas, y tienen muy largo el cabello y entrenzado y revuelto a la cabeza y son muy membrudas y andan desnudas en cuero, tapadas sus vergüenzas, con sus arcos y flechas en las manos haciendo tanta guerra como diez indios, y en verdad que hubo mujer destas que metió un palmo de flecha por unos de los bergantines y otras qué menos, que parecían nuestros bergantines puerco espín..."

Un grupo de mujeres, las temidas amazonas, estuvieron a punto de hacer fracasar la empresa, sea cual fuere en esos delicados momentos. Y es aquí donde encuentro otro punto en común entre mi persona y la de Francisco de Orellana. Yo también me veo envuelto en una lucha contra las mujeres. Para un mejor entendimiento de mis palabras he de matizar tal punto. No es un enfrentamiento al uso sino que, más bien, estoy en medio de las flechas que disparan a diestro y siniestro. Toda mujer tiene, en mayor o menor medida, cierta animadversión hacia los hombres. Más allá de las posibles causas, en las que no voy a meterme por ser ya bastante extensa la entrada de hoy, es bien cierto que hoy en día a las mujeres al hablar con un hombre se les acciona, inevitablemente, algún tipo de resorte interno, una alarma podríamos decir, que crea una atmósfera turbia en el momento del acercamiento. Desconfianza, distanciamiento, cierta tirantez, una hostilidad evidente. En definitiva, una tensión que hay que vencer, dando lo mejor de nosotros mismos, sino queremos morir ensartados por una de esas flechas dirigida directamente al corazón, ahí donde más duele. 
El río Grande acabó siendo el Amazonas por estas guerreras que tanto martirizaron al bueno de Orellana y los suyos al pasar por sus dominios. Tres años después volvería a este gran río, esta vez para navegar contracorriente e intentar descubrir sus entresijos y secretos más profundamente. Sin embargo, acabó muerto sin poder adentrarse más que unas centenas de kilómetros en sus dulces aguas. Al final el Amazonas pudo con él, el espíritu de esas indomables y aguerridas mujeres transportado por esas caudalosas aguas terminó con el sueño de un hombre. Un tipo que creyó en bosques de canela. Fue enterrado en el anónimo agujero de un árbol en mitad del río para que los indios no pudieran desenterrar su cuerpo. Espero correr mejor suerte que él, ojalá algún día llegue a vislumbrar el legendario país de la felicidad, para por fin abrazar a la mujer que sus murallas esconden, y así tener muy cerca de mi el corazón que ha de amarme eternamente.
El ser humano ha soñado desde tiempos inmemoriales, así es más bonito levantarse por las mañanas. ¿No creéis?

"...Y es verdad que en todo que yo he escrito y contado, porque la prolijidad engendra fastidio, y así superficial y sumariamente he relatado lo que ha pasado por el capitán Francisco de Orellana y por los hidalgos de su compañía, compañeros que salimos con él del real de Gonzalo Pizarro, hermano de don Francisco Pizarro, marqués y gobernador del Perú.

Sea Dios loado. Amén."