martes, 23 de mayo de 2017
Día 68: Soliloquios.
lunes, 22 de mayo de 2017
Día 67: Mamá.
Escuché llorar a alguien tras la puerta de mi habitación. Me despertó el leve susurro de sus suspiros.
Salí a mirar.
Ella estaba sentada en el sofá, a oscuras. ¿Qué te pasa, mamá?
Nada, hijo. Me respondió. Cogió mi mano muy fuerte y la sostuvo entre las suyas mientras yo intuía, en la negrura de aquella habitación, las pequeñas lágrimas cayendo por su rostro.
Os hacéis mayores muy rápido. Me dijo, de pronto.
Entonces comprendí que aquella tristeza era causada por la impotencia. El inexorable paso del tiempo, que sin apenas darnos cuenta se escapa entre los dedos de las manos, era el culpable de aquella congoja.
No supe que decir, y solo se me ocurrió acariciar su espalda con la mano que me quedaba libre hasta que poco a poco las lágrimas remitieron.
¿Estas mejor? Pregunté. Si, ve a dormir anda.
Dudé unos segundos. Le di un abrazo y me fui del salón dejándola sola unos minutos.
No pude cerrar los ojos hasta que la sentí irse a su habitación. Entonces apagué la luz de la lámpara de mi mesilla de noche y lloré.
Nunca había visto a mi madre tan apenada, con tanta tristeza.
Yo tenía por entonces 21 o 22 años. Esa noche de una lejana primavera, me di cuenta de algo tan obvio que nunca me habia parado a pensar en ello. El tiempo corría para ambos y en algún momento ella no estaría. Y lloré, lo hice como jamás lo había hecho hasta aquel día.
Ayer celebrábamos todos su cumpleaños, mis hermanos y mi padre. Yo estaba sentado a su lado y en un momento dado me fijé en ella mientras jugaba con el móvil intentado hacernos una foto. Observé sus facciones. Sus ojos, su mirada y ese recuerdo, esa reminiscencia de aquella inevitable tristeza que jamás conté a nadie, vino de pronto a mi mente.
Mi sonrisa se borró levemente, solo unas décimas de segundo que evitaron que nadie en aquella mesa notara cosa alguna. ¿Por qué siempre cierras los ojos cuando te hacemos una foto, mamuchi? Solté riendo.
Me obligué a no pensar en ello...hasta ahora.
domingo, 21 de mayo de 2017
lunes, 15 de mayo de 2017
Día 65: El corazón de pizarra.
sábado, 13 de mayo de 2017
Día 64: Peter Pan.
viernes, 12 de mayo de 2017
Día 63: Moonriver.
¿Qué hay más bonito que mirar a través de una ventana el cielo gris de una mañana lluviosa mientras suena Moonriver y la suave voz de Audrey Hepburn te lleva a lugares confortables y calientes dentro de tu alma?
En algún otro instante de mi vida ya hablé de esta cálida voz, de la sensualidad que desprende su pausado ritmo, de la increíble paz que transmite esta canción susurrada por la bonita Audrey.
Y ayer la volví a poner para escribir sobre algo que me ha sorprendido bastante. A la gente no le gustan los días de lluvia.
¿Qué sin sentido es ese? ¿Cómo es posible que nadie vea la belleza del agua cayendo sobre los tejados rojizos de las casas o disfrute escuchando el chapoteo de las miles de gotitas golpeando una ventana llena de reflejos inverosímiles?
Yo podría pasarme horas y horas observando las nubes volar por el cielo, las miles de formas y cientos de tonalidades de grises que, surcando el aire, parecen deambular sin un destino aparente.
Demasiado bucólico, quizá muy ñoño, alguno incluso podría decir que hasta resulta empalagoso. Puede que así sea y que viva en un mundo irreal donde he dejado de lado los atascos causados por el agua, los pitidos de algún loco que llega tarde al trabajo, las maldiciones de esa señora que al abrir el paraguas ve que está roto. Si, quizá sea eso. Vivo en mi país de las maravillas donde una gotita de agua es sólo eso, una pequeña cápsulita llena de sensaciones. ¿¡Qué importa mojarse!? ¿¡Qué más da que algo de agua resbale por nuestra cara!?
Me asombra que la gente no se deje llevar por el momento, que no disfrute de algo tan banal como una tormenta o un día de lluvia.
Recuerdo que en una ocasión me pilló una tormenta tropical en Miami. Desde una semana antes todos los canales de la televisión hablaban de la increíble fuerza de esa tormenta que al tocar tierra se convertiría en huracán. Yo estaba expectante, ¿como sería vivir una experiencia de ese tipo? Sentía una curiosidad tremenda. La televisión local de Miami no paraba de mostrar el posible recorrido que haría el ojo del huracán a lo largo de Florida. Los meteorólogos anunciaban que sería la mayor tormenta desde el Katrina, los periodistas recomendaban comprar víveres en unas tiendas en las que ya se veían estantes vacíos. Los del hotel decían, para calmar los ánimos de todos los que nos arremolinabamos por el hall y llenos de esa tranquilidad que te da haber vivido decenas de tormentas tropicales, que sería un día con un poquito de lluvia pero nada más. En fin, el día llegó y me desperté con ganas de abrir las cortinas de la habitación y ver mi primer huracán en directo.
Fue emocionante. El cielo estaba realmente negro, lóbrego. Desde luego era una oscuridad tenebrosa, que presagiaba mucha agua. El viento empezó a soplar cada vez más fuerte y yo salí a la terraza de la habitación con la cámara en mano a grabar todo aquello. Las palmeras del paseo se bamboleaban en una danza hipnótica. Sonaban las sirenas de los bomberos a cada instante, acompañadas por un bufido ensordecedor causado por la fuerte ventisca que, cada segundo que pasaba, se hacía más potente. Y de pronto una inmensa tromba de agua cayó sobre Miami con una intensidad como jamás había visto.
Una hora más tarde esa lluvia cesó de golpe para pocos minutos después volver a caer pero con mucha menos virulencia. ¿Ya está? Me dije. Pues que bobería, ¡pensé que volarían coches y vacas por el aire como en las pelis! Me metí dentro de la habitación un poco decepcionado pero sonriente.
Para asombro mío, tres o cuatro horas más tarde y al salir de comer una deliciosa tarta de queso de un restaurante cercano, un sol radiante lucía en el cielo. La tormenta se dirigía en esos momentos hacia el norte, cogiendo una fuerza inusitada que días más tarde obligaría a cerrar algunas estaciones del metro de Nueva York por inundaciones en la parte baja de Manhattan, y que cancelaría vuelos en los dos aeropuertos internacionales de la Gran Manzana.
Sin duda ese día, en el que yo disfruté como un niño viendo llover, muchos otros se levantaron maldiciendo, con cara de pocos amigos. ¿No es más bonito disfrutar de todo cuanto nos rodea ya sea con un rojizo y ardiente sol, una pequeña brisa nocturna o una arreciante lluvia?
Yo creo que si, por eso ayer me puse los cascos y salí a la calle con una amplia sonrisa.
¡Qué día más bonito! Me dije, cuando la primera gota de lluvia mojó mi cara, mientras la dulce voz de Audrey susurraba en mi oído Moonriver.
"...two drifters, off to see the world. There's such a lot of world to see..."
Día 62: Gonzo y su canción.
Llevo un rato escuchando la canción número diez de un antiguo disco.
El álbum en cuestión es un CD que tengo desde hace muchos años, tantos que los dedos de ambas manos no dan para contarlos.
La décima pista está cantada por Gonzo, uno de los míticos personajes de los muppets.
Siempre que la escucho me da por llorar, me es imposible no emocionarme y derramar alguna lágrima al oír a Gonzo desear no ser él. Sin embargo, en mitad de la canción aparece Chicken, la gallina. Y entonces todo cambia.
La canción se titula "Wishing song" y dice algo así :
I wish I had a coat of silk, the color of the sky.
I wish I had a lady fair, as any butterfly
I wish I had a house of stone that looked down on the sea
But most of all I wish that I was someone else but me.
En este momento aparece la gallina y dice que se alegra de que Gonzo no fuera otra persona. Y Gonzo, incrédulo, le pregunta ¿ah, si?¿por qué? A lo que la gallina contesta, porque me gustas. Entonces Gonzo canta lo siguiente :
Now I don't have a coat of silk, but still I have the sky
Now I don't have a lady, but there goes a butterfly
Now I don't have a house of stone, but I can see the sea
Now most of all I know that I am happy to be me.
I'm happy to be me.