La vida no se mide en minutos se mide en momentos.
A veces podemos pasarnos años sin vivir en absoluto, y de pronto toda nuestra vida se concentra en un solo instante.

martes, 14 de febrero de 2017

Día 38: Disneyland is your land.

"To all that come to this happy place, welcome. Disneyland is your land."
Este par de frases son parte del discurso que Walt Disney hizo en la inauguración del parque de California. Era el 17 de julio de 1955. 

¿Por qué te consideras raro? Me preguntaba alguien no hace mucho. 

Hoy es 14 de Febrero. Noche con alguna nube diseminada por el cielo, que puedo entrever tras las cortinas. Sentado en el sofá, con música de Disney rebotando en las cuatro paredes del salón de casa, no puedo hacer otra cosa que soñar. 
Necesito imperiosamente imbuirme en mi mundo de fantasía, cerrar los ojos y atravesar las puertas que mi mente abre de par en par.

Yo no creo que seas raro, afirmaba la persona que me hizo la pregunta de más arriba. 

Acababa de llegar a Anaheim, donde está Disneyland. Subí la maleta a una de las enormes camas que  había en la habitación decorada con miles de detalles encantadoramente evocadores de las pelis y dibujos de la compañía. Apliques, toallas, sábanas, lámparas, miles de orejas de mickey por doquier adornaban aquella habitación. Me dispuse a abrir la maleta y vestirme para salir a explorar. Quería ir a cenar y miré el plano que encontré sobre el escritorio de madera oscura que ocupaba una de las esquinas de la habitación. Había un par de restaurantes aún abiertos a esa hora y dije con alegría, ¡vamos a cenar a Tangaroa Terrace! 
No llevaba ni una hora en uno de los lugares más felices del planeta y ya estaba discutiendo. Ella estaba cansada, cosa bastante lógica ya que veníamos de un largo vuelo desde Hawaii a Los Ángeles. Sin embargo, yo no podía simplemente decir, vale dormimos y mañana salimos descansados a ver que hay. No, ese no es mi estilo. Moría de ganas de explorar todo aquello. Abrí la terraza que teníamos y escuché la música que salía de las decenas de altavoces diseminados por los alrededores, ¡jo, venga que aún son las 11! 
Un rato después estábamos sentados en una mesa iluminada por una antorcha comiendo una hamburguesa del Tangaroa, ella con cara de mala leche y yo, pues yo contento porque aquel día se había alargado un poquito más y simplemente no me había ido a dormir. 

14 de Febrero, el día del amor. El día en el que uno tendería a no discutir y dejar que las cosas sigan su curso y fluyan como los ríos a través de su cauce. 

Llevo un rato largo pensando y creo que no conozco a una sola persona con la que no haya discutido en algún momento de mi vida. Personas de todo tipo de caracteres, tranquilas, pausadas, calladas o con la mecha corta, de todo tipo de creencias, de todos los lugares del mundo. No hay nadie que se haya cruzado por mi camino con la que no haya tenido una discusión de algún tipo. ¿Pero cómo es posible eso? 

Soy raro. Volví a afirmar a esa persona que negaba lo evidente. Muy raro, sentencié. 
Quien lea estas líneas me dará la razón, ¿a que sí te conozco hemos salido tarifando alguna vez? 

Curiosamente los que no me conocen piensan lo contrario. A la pregunta de cómo es Rubén podrían contestar, es un tío majete. Tranquilo, vamos. Afirmarían los que poco o nada han tratado conmigo. 
Pero si es así, ¿por qué más de una vez me han dicho eso de nunca suelo discutir pero es que tú a veces me sacas de quicio? 

Definitivamente soy obstinado, cabezota, intransigente, demasiado pasional, terco. Raro, en una palabra. 

14 de Febrero, música de violines de la peli de la dama y el vagabundo sonando a través del móvil. Cierro los ojos. Sueño que vuelo a Anaheim de nuevo, que voy al lado de alguien que me sujeta la mano y que por fin, no discutiré por cualquier gilipollez. 
San Valentín, cumple mi deseo. Porfa. 





lunes, 13 de febrero de 2017

Día 37: Magia.

Los hechos extraños nos envuelven a cada instante. Nos sacan de la lógica y rompen todos los esquemas que nos han inculcado desde pequeños. Dos más dos son cuatro, decían en el colegio. Pero, ¿y si eso no es totalmente cierto? ¿Y si en nuestro mundo hubiera una solución distinta para esa suma?

Hace unos días me enteré de la existencia de Beatriz. Tras escuchar su nombre y su enigmática historia me sobresaltó una pregunta. ¿Existe la magia? 

En realidad, Beatriz puede que no se llame de tal forma. Ya de por sí, eso tiene algo de insólito. Me explicaré. Bea es una niña robada, un bebe al que sacaron de su cuna usurpando la felicidad de una familia, arrancándola de los brazos de una madre y del cariño de un padre. Imagino el dolor que debieron sentir, la desesperanza, la frustración de esos padres y su impotencia al no poder hacer nada más que esperar a que las investigaciones dejaran de negar día tras día la identidad del malhechor, por no llamarlo hijo de puta o hija de puta que la maldad no distingue de sexos en estos menesteres. 

Sin embargo, esta historia está llena de matices fascinantes. No sabemos si Bea se despertará mañana siendo Diana, o quizá Bea se tome su café del Starbucks respondiendo al nombre de Sonia, incluso alguien podría llamar a Bea por teléfono a media tarde saludándola con efusividad...¡Hola Carol! ¿qué tal ha ido la mañana? 
No, no sabemos su nombre. Pero...podemos saber con cierta seguridad que su pelo será oscuro. Negro azabache. 

Ciertamente la probabilidad de que sea negro no es del cien por cien, ¿quién de vosotras no se ha teñido el pelo alguna vez? ¿Quién no ha ido en alguna ocasión a la peluquería y con una férrea convicción de que serán la sensación del trabajo, gimnasio, o boda de turno, no ha soltado eso de...quiero unas mechas californianas? 

Jugamos con conjeturas, probabilidades estadísticas, campanas de Gauss y binomiales. Desde luego que es así, pero lo que realmente seduce de esta historia es que también podemos saber el color de su mirada. Beatriz tiene los ojos pardos, castizamente marrones. Ocre tirando a tierra mojada. 
Y aquí, queridos lectores, la posibilidad de acertar es mucho mayor. No hay una gran cantidad de personas que usen lentillas de colores. 

Esos ojos pardos, indiscutiblemente, serán enormes. Redondos. Amplios. Beatriz será reconocida por su rostro, no albergo duda alguna. Pero, ¿qué más datos se podrían aportar de un bebé robado? 
Bien, pasemos a los labios. Finos y gruesos a la vez, largos. Infinitos. El superior es una línea que resalta su nariz respingona, el inferior es grueso y carnoso, acentuando una barbilla en v abierta, de brazos algo caídos. 

Orejas centradas, en su posición justa. Frente amplia. Cejas kilométricas. Mofletes prominentes. Hoyuelos al sonreír. ¿Y qué decir del cuerpo? Tema peliagudo donde los haya. Ahí entraríamos en la zona crítica, en el nivel de riesgo de cualquier estadístico. Podríamos imaginar un millón de cuerpos para Bea y no dar con su figura real. 

¡Anda ya, Rubén! Podríais exclamar ahora mismo. Un bebé puede cambiar de mil formas, afirmaría alguien no creyente en la magia. ¡Bendita J.K. Rowling y su escuela de magos de Hogwarts! 
Lo que aún no os he confesado es que tengo un as en la manga, como cualquier mago que se precie. Mirad bien, observad. Creed.

Beatriz no es una persona, son dos. Es aquí donde subyace el hechizo de este cuento y es que en aquel mágico parto, la mamá de Beatriz dio a luz a dos niñas. Ambas idénticas. Gemelas. 

Mientras la hermana de Bea me contaba como a cada sitio que viajaba y en cada ciudad que visitaba, se paraba en cada rostro intentando reconocer a su hermana robada al nacer yo me preguntaba, ¿existirá la magia de verdad? ¿Se encontrarán algún día Bea y su hermana y se fundirán en un hermoso abrazo? 

Dos más dos son cuatro. Dos más dos son diez. Ambas respuestas son válidas. Nadie que afirme cualquiera de esas dos posibilidades se equivoca. ¿Y cómo es posible? Sencillo. Depende del punto de vista con el que se mire. En un sistema de numeración de base 10, el que todos usamos en nuestra vida diaria, dos más dos serían cuatro. Sin embargo, en un sistema de numeración de base cuatro, dos más dos serían diez. 

Las matemáticas siempre han tenido algo sobrenatural en sí mismas. La belleza de la magia, de lo insólito e increíble radica en que cualquier cosa puede suceder. Por eso, hechizado por la incesante lluvia que cae sobre mi ventana en una madrugada de mediados de Febrero me encantaría pensar que vivo en un mundo tan especial y mágico, que dos más dos nunca llegan a ser cuatro. Un lugar en el que el sistema de numeración sea totalmente distinto al habitual y por supuesto en el que ambas hermanas separadas al nacer se reencuentren por fin. ¿No pensáis que estaría genial ver el mundo desde otra perspectiva?¿No sería maravilloso creer en la magia?

Post scriptum: los magos no suelen rebelar sus trucos a riesgo de que les expulsen del colegio de Hogwarts pero he aqui por qué dos más dos son diez. En base 4, los unicos números existentes serian 0, 1, 2, y 3. Por lo tanto, la forma de representar el número 4 sería el 10. Dos digitos distintos, pero que leidos nos darian diez. 
La virtud del ilusionista es hacer creer que lo imposible es posible. 



lunes, 6 de febrero de 2017

Día 36: Adrian.

Yacía tumbado en la lona. Derrumbado por el último golpe, un directo a la mandíbula que le hizo caer a plomo como si de un tronco recién talado se tratara. Apenas podía abrir los hinchados ojos que luchaban por enfocar más allá de su propia nariz. En ese descomunal esfuerzo logró encontrar una figura, la de una mujer. Y no la de cualquiera dama sino la que le había robado su corazón. Su nombre, el de ella, Adrian. Él, ya habréis imaginado, es Rocky. 
Después de observar la cara de dolor que la misma Adrian tenía al ver cómo su querido Rocky apenas podía mover un solo músculo, sacó todo su orgullo y consiguió ponerse en pie antes de que el juez acabara su inoportuna cuenta. Pero fue más allá, ver el rostro de aquella mujer le había hecho reunir esas fuerzas que apenas le quedaban y luchó. Lo hizo como nunca antes lo había hecho. Las voces de ánimo desde la grada le conminaban a batallar, y de entre todas ellas solo una le importaba más que su vida misma. Por eso, arrinconó a su oponente en una esquina y empezó a soltar el puño con velocidad y potencia. Tenía que ganar el combate. Para ella, por ella, con ella. 
Al sonar la campana del duodécimo asalto, dando por concluida aquella contienda entre dos titanes, Rocky soltó un rugido desgarrador, un grito que pudo escuchar cualquier persona que presenció ese mítico final, un bramido que salió de su propia alma. ¡¡¡Adrian!!!

Durante infinidad de horas, días, semanas, meses, he buscado ese rostro entre la multitud. Esa carita que me hiciera levantar de la lona y seguir luchando. 
Cuando peor estuve, cuando tirado en el suelo las lágrimas no dejaban de salir pareciendo caudalosos ríos de agua salada, intentaba vislumbrar a mi Adrian. Me aferré a esa idea con todo mi ser. Ella estaba ahí, entre todo ese batiburrillo de personas. Pero, ¿quién sería?

Apenas podía ver. Los golpes me habían machacado tanto, que mi cuerpo no respondía. Mis ojos no veían más allá del dolor que sentía. Cualquier cronista hubiera dicho que estaba perdiendo ese combate. Yo, sin embargo, no era consciente de ello tan solo sentía que la vida se me escapaba entre los dedos e impotente no podía hacer cosa alguna más que esperar a que el chaparrón de impactos sobre mi persona finalizara. 

Y ahí, agazapado en el suelo, miraba rostros. Miles de semblantes. De ojos claros u oscuros, con pelo rubio, moreno, sonrisas amplias, narices respingonas, hoyuelos, pecas, cicatrices, formas redondas u ovaladas, piercings, surcos y arrugas. A todas ellas les interrogaba con la mirada, ¿eres tú mi Adrian? 

En alguna ocasión, pocas he de admitir, me topé con un sí a esa estúpida pregunta. No obstante, fuera la necesidad de creer o las tímidas ganas de levantarme y seguir en la pelea, mi mente o más bien mi corazón me jugó alguna que otra mala pasada. Y a los pocos días me daba cuenta de que ellas no eran la Adrián que yo buscaba sino la de algún otro que aún andaba en alguna otra contienda similar a la mía. 

La lluvia de directos de izquierdas, cruzados y ganchos dejaban mi cuerpo tan maltrecho como si le hubieran pasado mil camiones por encima. Tan solo me cubría, levantando cobardemente los brazos para defender en la medida en que me fuera posible el órgano más valioso, mi corazón.
Bien es cierto que yo también asesté algún golpe, uno de esos llevados por la rabia más que por haberme convertido en guerra, y que levemente, sin fuerza alguna, llegó a impactar en una de esas almas cuyos rostros no paraba de escrutar. Es lo que se dice estar en el peor lugar, en el momento menos oportuno. Mala suerte, sin duda. 

Las luces del cuadrilátero titilan ante mis entornados ojos que intentan adivinar por dónde vendrá el siguiente hachazo. Ya no me fío ni de mi propia sombra y cualquier amago, cualquier duda me pone sobre aviso. Pero, amigos, el corazón es bobo y confiado y una y otra vez entra en la finta del contrario. Un quiebro repentino y, ¡zasca! La ceja derecha abierta, sangrando y nublando aún más mi obtusa vista. Noto el sabor de la sangre que cae por las comisuras de mis labios. Dulce, espesa. Esa brecha envalentona brevemente mi espíritu, lanzando manotazos e improperios al aire. 

El tiempo camina rápido, los asaltos se suceden sin descanso. Y tú, ¿eres mi Adrian? 

miércoles, 25 de enero de 2017

Día 34: Smooth seas don't make good sailors.

Siento los músculos.
Cada repetición duele. Cada repetición es un paso más hacia el éxito. Cada repetición me fuerza a la siguiente. 
No puedo parar, no ahora. El sudor resbala por mi frente, las gotas nublan mis ojos. No puedo parar. Aún así me detengo. Los brazos tiemblan, el corazón bombea sangre y oxígeno. Recupero y vuelvo a empezar. Fallar, sin duda alguna, es parte del éxito. 
Creo en ello, tengo la certeza de que puedo conseguirlo. No pararé hasta hacer una repetición más que la serie anterior. Y si algo me detiene, si algo se pone en mi camino, volveré a comenzar de nuevo.  
Rendirse no es una opción en el día de hoy. 


martes, 24 de enero de 2017

Día 33: Matrix.

¿Estaré muerto?
En ocasiones me lo pregunto. 
Hace algo más de tres años tuve un accidente con el coche. Un fuerte golpe, en un paso elevado de la m30 madrileña, contra las barras protectoras que nos guardan de caer al abismo. ¿Y si, en un infortunado golpe del destino me estampé contra el suelo? ¿Y si los efectivos del Samur no pudieron reanimarme? ¿Y si sigo en coma en la fría habitación de un hospital haciendo que mis familiares se hagan esa maldita pregunta de, no será mejor dejar que se vaya del todo? 
¿Tenemos la absoluta certeza de que estoy vivo? Y vosotros, ¿lo estáis? 

Me invade la terrible sensación de que todos sois un producto elaborado de mi mente y que en realidad nada existe. No hay un iPad en el que escribir estos estupidos pensamientos, la botella de agua que hay sobre la mesa no está ahí, la centelleante bombilla de la lámpara de mesa jamás brilló. No hay nadie a mi alrededor. La morena que, frente a mi, teclea rápidamente en su móvil es algo sacado de mi mente y desde luego, todas esas personas que alguna vez me escribieron a mi son tristes fantasmas ideados por mi cerebro, aún vivo, enclaustrado en un cuerpo inerte. 
Todo cuanto toco es una ilusión, todo cuanto veo es un espejismo, todo cuanto siento es una mentira. Vivo en mi Matrix particular, en un universo creado por y para mí. Pero, si es así, ¿por qué no creo un lugar en el que yo sea el héroe, en el que la chica guapa de turno me ame para siempre? ¿Por qué diablos mi mente no idea un cuento eterno en el que la felicidad inunde mi corazón? ¡Seré estúpido!

Me toco el pecho, siento los latidos. Pausados, lentos. Noto ese perezoso palpitar, ¿será sangre eso que fluye por mis imaginarias venas? 
Parpadeo. Mis largas pestañas se mueven. Mis ojos, con la mirada perdída puesta en un punto indeterminado del horizonte, observan sin ver. 
Respiro. El aire lleno de oxígeno inunda mis pulmones. Huelo el perfume de alguien. Olores que traen recuerdos que dudo que estén dentro de lo auténtico. 
Mis dedos se deslizan sobre la mesa porosa, irregularidades que me incitan a pensar que ella si es posible que este ahí. Vanas ilusiones, supongo. 
Un corto escalofrío recorre mi cuerpo. ¿Será que estoy destemplado?
Seguramente haya alguna enfermera anónima tapando mi inmóvil cuerpo mientras sigo pensando que escribo. Moribundo en cualquier sala blanquecina, de techos altos y cuyo sonido de fondo son los estertores de personas que como yo, somos acechados por la muerte en cada rincón de este tenebroso lugar. 

Me siento como un Adán antes de que Eva fuera creada. Pero lo más extraño de todo, es que en esta historia yo sería el creador, el cuentacuentos, el único con potestad para idear un nuevo personaje. Por eso, dudo. Si esto fuera un sueño, si en realidad estoy muerto o a punto de pasar al otro lado ¿sería tan gilipollas como para no hacer realidad lo que anhelo? Podría ahora mismo modelar a alguien, mis palabras serían el escoplo y el cincel que poco a poco dieran forma a esa Eva de la que tanto hablo. ¿Qué me lo impide, pues? 

Mi alma ha dejado de creer. Es la única explicación que encuentro, la única solución posible. Quiero y deseo confiar. Muero por poder hacerlo, pero no se puede engañar al alma por muchas palabras que se escriban. Si no hay confianza no se puede crear, si no hay creación no se puede amar, si no hay amor es que estoy muerto. Este silogismo hipotético es el que me lleva a pensar que nada existe, y que todas estas ideas se esfumaran como el viento disipa el humo de un cigarrillo. Nadie leerá todo esto. No hay una María, ni un Juan, ni una Carmen, ni un Alberto. No están ni Pedro, ni Sonia, ni Lola, ni tristemente Noelia. Tan solo estoy yo, Rubén. El único habitante de mi mundo. 

jueves, 19 de enero de 2017

Día 32: Alicia y la llave de su autodestrucción

¿Alguna vez habéis deseado con toda vuestra alma que los cuentos se hiceran realidad? ¿En cuántas de esas ocasiones os dio tanto miedo mirar al abismo de vuestros sueños que repentinamente os escondisteis bajo la manta contando hasta diez, rezando para que esas oníricas imágenes siguieran perteneciendo al mundo de lo irreal? 

Alicia estaba frente a mi. Tumbada sobre la cama y con el edredón hasta el cuello. Unas horas antes me había mostrado su mundo de las maravillas, lleno de colores, animalitos, y hadas. La magia nos rodeaba, la música envolvía nuestros sentidos y el ron corría por nuestras venas mientras sus ojos, esos potentes ojos oscuros escrutaban todo mi ser y desarmaban mi coraza. Esa defensa natural que todos llevamos cuando algo sobrenatural nos acecha.
Alicia cogió mi mano, o quizá fui yo quien cogí la suya. En cualquier caso recuerdo que fue entonces cuando, con toda la sonoridad de esa voz llena de matices de fantasía me dijo...Rubén, te voy a contar una historia. Un cuento lleno de terribles sufrimientos.

Allí, al verla tumbada en la cama, indefensa cual cervatillo en un oscuro bosque recordé la historia de nuevo. Ella la tituló la llave de la autodestrucción y empezaba de la forma más inimaginable posible para una cruenta batalla entre el bien y el mal. Las primeras palabras que pronunció mientras sostenía mi mano entre las suyas fueron...Jamás amé a nadie como le amé a él. 

Mi alma temblaba al oír el desenlace. ¡Maldita sea la estupidez humana! Exclamé. Mi corazón clamaba venganza, deseaba vestirme de héroe justiciero e ir en busca del malvado personaje del cuento. Mi mente tranquilizó en parte a mi corazón y le hice prometer a la bella Alicia que jamás me daría pistas sobre el paradero del malnacido que había accionado la llave de la autodestrucción de su alma. 
Jamás me digas quién es, pequeña Alicia. Nunca lo sabrás, me contestó ella. 

Durante unos segundos me quedé observándola. El edredón le llegaba a la barbilla. Veía sus ojos, los cuales a su vez miraban un techo blanco lleno de sombras. Ella giró su cabeza hacia la derecha y nos encontramos. Un rápido espasmo recorrió todo mi cuerpo, desde los pies hasta la cabeza, transformándose en mi cerebro en una imagen. Un flash tan potente como devastador. Ella en el hospital, con el alma y el cuerpo masacrados, con su corazón roto en mil pedazos y la única convicción de que aquello tendría que acabar de una forma u otra. 

¿Pero Alicia, donde está el príncipe en este cuento? Pregunté a mitad de la historia. Ella cogió su copa, bebió un poco de su Brugal con cocacola y mirando hacia el infinito dijo tristemente. Rubén, en esta historia no hay príncipes, ni tan siquiera sombrereros locos. Tras decir esto, se recostó sobre mi pecho y continuó con aquella narración llena de sórdidos pasajes, al tiempo que sus ojos se humedecían poco a poco...cualquier cosa era una excusa para pegarme y llamarme zorra. 

¿Quién demonios era yo para pedirle eso?¿Quién me creía y con qué derecho? Yo no era nadie. Y aún así me acerqué a ella. Y allí tumbados, uno junto al otro, le acaricié su cara con la mía. Sentí su piel tibia sobre mi rostro. Su boca en mi mejilla. Su cálido aliento sobre mi cuello. Y en ese instante le pedí la llave de su autodestrucción. No quiero que nadie rompa tu alma al pulsar el botón adecuado. No deseo que vuelva a ocurrir y la única manera es ser el guardián de la llave. Quiero protegerte Alicia, sostuve mientras mi mano se dirigía hacia su espalda y fundiéndome en un abrazo con ella le susurré al oído...dame la llave. 

Su primera reacción fue de miedo. Su cuerpo aterrado se alejó del mío. Giró la cabeza y me dio la espalda. Rubén, temo abrir mi alma. No quiero ni debo. Me quedé inmóvil unos segundos mirando las oscuras sombras que danzaban por las paredes de la habitación. Fantasmas de un lejano pasado. Besé su espalda y le hice una pregunta tan simple que ella se dio la vuelta y me miró a los ojos, extrañada. ¿Confías en mí? Si, dijo Alicia solemne. Entonces dame tu llave, coge mi mano y recorramos este sendero juntos. 

¿Y qué sería de un cuento sin su beso? Nada más que palabras vacías, sin ninguna duda. Alicia llevó mi rostro a su pecho y le besé el corazón. Ese gesto desembocó en una lágrima de ella y en un nuevo abrazo mío. Eres el auténtico mago de Oz, Rubén. Dijo la bonita Alicia rozando mi pecho con su mano para acabar juntando sus labios con los míos en un mágico y sentido beso.

Quizá fuera el hechizo de la luna llena que asomaba en el cielo aquella noche, o quizá fuera el ron que ya hacía de las suyas, puede que incluso las decenas de hadas que pululaban por aquella casa tuvieran algo que ver en lo que sucedió después de aquel beso. Alicia metió un par de dedos bajo su piel, en el lado izquierdo del pecho. Y de allí extrajo una pequeña llave dorada. Y con un gesto complaciente me la cedió susurrando estas palabras en la oscuridad de la noche. La llave es tuya, cuida de mi. Por favor. 

Algo dentro de mí me dijo que debía hacerlo. Un instinto sobrenatural llevó mi mano con esa pequeña llave hacia mi pecho y como si mi piel y mi carne fueran papel, llegué con los dedos hasta mi corazón. Notaba los latidos, notaba aquel sublime bombeo, la sangre que circulaba por cada vena y arteria, notaba la vida surcando mi cuerpo. Y allí, al lado de mi corazón dejé la llave de la autodestrucción de Alicia. Ella estaba a salvo, nunca jamás volvería a sufrir. Nadie la haría daño de nuevo. 

¿Quién de vosotros no ha soñado alguna vez con ser tan fuerte y valeroso como Arturo, o tan sabio como Merlin?¿Quién no ha deseado alguna vez ser el héroe que matara al dragón o el príncipe que despertara a la princesa de su sueño eterno? ¿Quién no se ha levantado sobresaltado de la cama tras haber derrotado a las hordas de malvados orcos y lanzando un profundo suspiro ha dicho, ufff solo ha sido un sueño? ¿Y quién a las tres de la mañana no ha dicho alguna vez, sigo en un sueño o estoy viviendo un cuento de verdad?

martes, 20 de diciembre de 2016

Dia 31: Lágrimas.

"Brillan tanto las lágrimas en los ojos de una niña, que nos da lástima besarlas cuando están secas."

No sé cuándo ni en qué lugar leí esta frase de Byron, sin embargo en algún recoveco de mi mente estaba guardada y como por arte de magia, vino a mi de nuevo esta mañana al ver llorar en el metro a una chica que sentada en un anónimo vagón, lleno de gente atenta a sus móviles y libros, se secaba sus húmedos ojos con el dorso de la mano.
Me topé durante unos segundos con su mirada, llena de tristeza y melancolía. Esos ojos pardos, acuosos, dejaban entrever una amargura y desconsuelo infinito. 
Cuando nuestros ojos y almas se cruzaron durante ese breve instante, que se me antojó eterno, un profundo desasosiego llenó mi corazón. Poco me faltó para acercarme a ella y preguntarle algo tan absurdo como si se encontraba bien. No lo hice por conservar su intimidad, su derecho a soltar eso, fuera lo que fuese, que oprimía su corazón. 
Pelo castaño claro, oculto tras un gorro de lana lleno de colores que dejaba escapar algún mechón por su frente poblada de surcos y arrugas causados por la llorera. Sus labios finos se torcian en una mueca de pesadumbre, la nariz, pequeña y enrojecida, moqueaba sin descanso. Un abrigo cubría la mayor parte de su delicado cuerpo. Delicadeza que intuí en sus delgadas piernas, enfundadas en un vaquero oscuro, que terminaban en unos zapatos de tacón vertiginoso. Diría que estaba entre los 30 y los 40 pero nunca adivinar la edad se me dio bien del todo así que no me aventuraré en aproximar un rango menor.
¿Qué le habría ocurrido? Me pregunté tras salir de mi ensimismamiento inicial al sentir un codazo de alguien que intentaba salir del vagón. ¿Una muerte inesperada? ¿Un amor no correspondido? ¿O quizá un matrimonio que se rompe en mil añicos? El anillo que llevaba en la mano con la que se secaba las lágrimas que recorrían su compungido rostro me hizo pensar que los tiros iban por ahí. 

Unos cien años antes de nacer Byron, Newton daba forma a su tercera ley en un volumen escrito en un latín lleno de filosofía y matemáticas. "Actioni contrariam semper & aequalem esse reactionem: sive corporum duorum actiones in se mutuo semper esse aequales & in partes contrarias dirigi." Esta pomposa frase que se puede leer en cualquier manual sobre física sacado de cualquiera biblioteca universitaria se resume en dos palabras...acción-reacción. 

Viendo a esa chica llorar me dió por divagar a esas tempranas horas echando la culpa de esa tremenda tristeza que ella sentía y por empatía, que me hizo sentir a mi, a la terrible afición que tenemos los seres humanos por amar y ser amados. No tengo la más mínima duda que El Amor, con mayúsculas, es causa y efecto del cien por cien de las lágrimas derramadas en todo el mundo. Tantas a lo largo de la historia de la humanidad que podrían llenar océanos y mares de varios planetas tan azules como nuestra venerada Tierra. 
Pensando que un cabronazo, ostentando el título de marido de la chica de las lágrimas, había hecho alguna de las suyas fue como me despedí de esa mujer, observando tras el sucio ventanal como por enésima vez secaba su cara con mano temblorosa. 
Sin embargo, dejándome llevar por las escaleras mecánicas un rayo de luz iluminó brevemente mi mal pensado corazón. Y antes de salir a la calle y que el cortante frío de finales de Diciembre, me diera de sopetón en toda la cara despertándome del todo, me di cuenta de algo en lo que no había caído hasta entonces. Yo también había llorado en el metro alguna que otra vez, también mis lágrimas habían caído en el marmoleo suelo de una estación y es bastante probable que alguien me viera hacerlo. Pero más allá de todo eso, lo importante es el motivo de una de esas ocasiones en las que yo no podía parar de llorar apoyado en la pared del vagón. 
Ocurrió hace muchos años. Sentado en la butaca del cine de Callao no pude evitarlo. Tras asomarse los títulos de crédito por la pantalla y arropado por aquella oscuridad que reinaba en la sala empecé a llorar. No podía creer que aquella historia acabase de tal forma, después de todas aquellas peripecias y tribulaciones él moria y ella se quedaba sola en medio del helado océano. Tal era mi tristeza que al salir a la tenue luz de las farolas, ya en la calle, seguí llorando como alma en pena. Durante todo el trayecto, en metro y autobús, no dejé de derramar esas lágrimas tan protagonistas en la entrada de hoy. 
Subiendo en esas escaleras mecánicas me he acordado de aquel momento de mi vida y con una vana esperanza he deseado que la chica hubiera visto anoche Titanic y que por algún azar de la vida le hubiera venido a la mente el triste final. Quizá por eso lloraba y su vida no estuviera derrumbandose como piezas de dominó en un macabro juego. Puede que esta noche, cuando llegue a su casa, alguien la abrace con cariño y la reconforte, dejando en el olvido esos tristes instantes vividos en el metro.  
El frio congela ideas, esperanzas e ilusiones. Al salir a la calle y sacar mi gorro para protegerme del gélido ambiente, esa mirada que me habia transportado desde la Inglaterra de finales del xvii con Newton y sus leyes hasta los últimos años del pasado siglo con los protagonistas del Titanic sucumbiendo a un catastrófico desenlace, volvió como solo lo hacen los viejos fantasmas. Fue en ese preciso instante en el que me di cuenta de que en este caso no valían cuentos de hadas con finales felices. Aquella chica, que hacía unos minutos contemplaba en el metro, tenía el alma rota y estaba a punto de empezar su temeroso camino hacia los infiernos. 
Y asi, con las manos en el fondo de mi plumas y el frio en los huesos ha sido como he empezado este 20 de Diciembre. Preguntándome cuantos chicos y chicas de este inquietante mundo habrán comenzado el día entre sollozos, y cuantos de ellos volverán a recomponer su maltrecho corazón y asi poder amar de nuevo para quien sabe si en un fatal ciclo de la vida, romperse en mil pedazos una vez más. 
La sabiduría popular nos dice que la cabra tira al monte y yo, yo no puedo dejar de soñar.
Por eso, al escribir estas palabras unas horas después, habiendo meditado sobre ello, creo en el poder de la regeneración. Esa desconocida dejará de llorar en algún momento y con el tiempo se encontrará con otro chico que haya estado llorando ayer o antes de ayer y juntos vuelvan a creer. 
Quizá sea un bonito, y a la par, ingenuo deseo de Navidad. Que los corazones rotos de hoy sean las almas felices de mañana. 
Suerte, mi desconocida amiga. Nunca dejes de creer.