La vida no se mide en minutos se mide en momentos.
A veces podemos pasarnos años sin vivir en absoluto, y de pronto toda nuestra vida se concentra en un solo instante.

miércoles, 28 de octubre de 2015

Día 21: La noche de Samhain.

Observo ahora mismo a una preciosa rubia cuyos ojos, delineados en un profundo negro, se han posado sobre mí un par de veces. Rápida y fugazmente, esa mirada ha vuelto hacia abajo, olvidándose su dueña de este chico que hoy escribe sobre la noche más aterradora de cuantas en mi corta vida me ha tocado transitar.
Trece meses antes, día arriba día abajo, de esa terrorífica noche me encontraba sentado en un banco de un lejano parque. Hacía frío; un viento gélido que, a parte de traer consigo unas nubes bastantes negras que amenazaban lluvia, se metía por cada poro de mi piel. Esto hizo que me abrazara y acurrucara aún más a ella mientras mirábamos divertidos como a unas decenas de metros la gente iba formando una cola. Niños con sus padres, parejas que cogidas de la mano se besaban tiernamente, abuelos luchando con sus nietos para que no se alejaran demasiado, todos ellos esperaban que fueran las cinco de la tarde. Era entonces cuando la fiesta del helado de ese tormentoso martes daría comienzo en la inquietante y misteriosa ciudad de Salem. 
Unas pocas horas antes había estado dando un paseo por aquellas calles que allá por el año 1692 fueron testigo mudo de la locura de un pueblo, la inseguridad e insensatez de los habitantes de esa parte del mundo campaban a sus anchas sin más razón que la de desterrar el mal de sus  rectas vidas. Unas niñas, quién sabe si jugando o quizá llevadas por el histerismo de una población temerosa en exceso del poder del diablo, hicieron que unas 200 personas cayeran como piezas de dominó en un tablero. Dos centenares de acusados en total; unos veinte muertos entre lapidaciones, ahorcamientos y duras noches en la carcel y un sinfín de legajos escritos con las declaraciones de vecinos, familiares y amigos de esa pobre gente acusada de haber traído al mismísimo Satán a las puertas de sus casas. ¿Ha practicado o visto algún indicio de brujería en alguno de sus inestimables conciudadanos?
Estuve en uno de los muchos museos que reclamaban la atención del visitante con simbología pagana en sus fachadas. Figuras de brujas, dibujos de druidas y símbolos de runas por doquier que harían que cualquiera de los puritanos que vivieron esos tristes hechos trescientos años atrás se revolviera en su tumba pidiendo la muerte de tanto hereje. Al final del recorrido del museo por el que me decidí para enterarme de la terrible historia de la caza de brujas de Salem había una pequeña tiendecita de souvenirs. Quería comprar algo de recuerdo así que deambulé un rato cotilleando cada estantería de la tienda. Vi libros de hechizos, biblias satánicas, figuritas de la típica bruja volando en su escoba, juegos de cartas...no me decidía por nada en concreto hasta que me paré en la sección de colgantes. En cuanto lo vi supe que era lo que deseaba. Una cruz solar. Simbolizaba la unión entre el cielo y la tierra, la divinidad del astro frente al eterno y terrenal ciclo de las estaciones; pero también era una alegoría de lo que anidaba en mi corazón en esos momentos, un encomiable e irrefrenable deseo de que mi sol (ella) amaneciera junto a mí cada día de mi vida volviendo nuestra unión eterna. 
Pasando un frío de muerte en un banco de un bonito parque de la ciudad de Salem veíamos como decenas de niños portaban sus bandejas con diez tarrinas de helado y se sentaban sobre la hierba con cara pensativa, ¿con cuál empiezo? La oferta era tentadora, cinco dólares por diez helados a elegir entre un variado grupo de tenderetes diseminados por el parque. Ese día, en aquel lugar sonreí ampliamente, y en el catamarán de vuelta a Boston no podía ser más dichoso. Al llegar al puerto, nos quedamos un rato sentados en el borde del mar viendo el atardecer y el trajín de los barcos que iban y venían de distintos lugares. En silencio, admiramos el vuelo de las gaviotas sobre el Atlántico mientras el sol bajaba y las luces de la ciudad poco a poco se iban encendiendo dejando vislumbrar el bonito perfil de la bahía de la capital de Massachussetts. Siempre que echo la vista atrás recuerdo ese instante como el último en el que verdaderamente sentí una felicidad extrema en mi corazón. Por eso, trece meses después, cuando hacia la maleta para irme de mi casa cogi el olvidado amuleto comprado en una pequeña tienda de museo que andaba olvidado en el fondo de un cajón y me lo puse. Mirando mi triste reflejo en el espejo del baño, veía las lágrimas caer por mi rostro. Mientras éstas resbalaban precipitándose hacia la encimera del lavabo, aquel 31 de Octubre, acortaba la cuerda que sujetaba esa cruz solar; deseaba que todos los espíritus que residían en el averno me ayudaran a recuperar aquella sensación que tuve en Salem. Quería hacer un pacto, y aquel talismán sería mi conexión con el mundo de lo invisible. 
La casualidad (¿de verdad existen?) había hecho que mi primera noche sin amor fuera la noche de Samhain, una de las más tenebrosas de cuantas hay en el año. La oscuridad de aquel día cayó sobre mí como una pesada losa y como si fuera un alma en pena vagué por un mundo sin sueños. Para mí, la peor pesadilla de todas. Esa noche tuve tanto miedo, un terror tan atroz, que por la mañana huí tan lejos como pude. Cogi el coche y conduje intentando alejarme lo más aprisa posible de esa negrura que se cernía en mi horizonte. 
No recuerdo cuánto tiempo llevé ese colgante. Puede que tres o cuatro meses, quizá cinco. Un día me di cuenta de que  ese bonito instante en Salem jamás volvería a mi, pero eso no era lo más importante. Lo interesante de todo ello es que llegó ese día en el que si pudiera entrevistarme con el diablo en persona y éste me concediera un deseo por mi alma ya no le pediría volver a su lado. La cruz solar había dejado de tener significado para mí, entonces me la quité y la guardé en una vieja caja de zapatos en la que conservo aquellas pequeñas cosas de mi pasado que está bien no olvidar.
La rubia sigue con su mirada perdida en sus cosas mientras yo la cotemplo en la distancia. Manos pequeñas que de vez en cuando sujetan un rotulador, que recogen su corta melena colocándosela tras la oreja, que pasan páginas de un cuaderno lleno de anotaciones. ¿Cómo sería volar con ella? La veo coger el móvil y sonreír. Seguramente ya haya alguno que desee volar con ella o peor aún, quizá ya estén sobre las nubes cogidos de la mano para no caer. 
Los celtas denominaban a estos días en los que estamos Samhain, cuya traducción podría ser el final del verano. Para ellos, esa noche del 31 de Octubre era muy especial. Los espíritus deambulaban junto a las personas vivas, en esas horas tras la caída del sol unos y otros podían comunicarse. Hecho que utilizaban los brujos, hechiceros y chamanes para hacer sus conjuros a la luz de la luna de la primera madrugada del mes de Noviembre. Y yo me pregunto, si entre ese batiburrillo de almas eternas pudiera hablar con una de ellas esa mágica noche...¿qué le pediría a ese sabio y etéreo ente? 
Sin duda algo bastante simple, ¿cómo hago para que la rubita sepa que existo?

                                        

jueves, 22 de octubre de 2015

Día 20: Minnesänger

He buscado un título, así comienzo siempre. Mi corazón quiere, más bien necesita, hablar de los minnesängers.
Seguidamente he ido a mi móvil y me he puesto algo de música. Es mi peyote particular, pero al contrario que éste, no amarga la boca sino que me conecta dulcemente con mi mundo interior. Durante un par de minutos he cerrado los ojos dejando que los sonidos se introduzcan a través de los poros de mi piel y se entremezclen con los glóbulos rojos para ser transportados a todas las partes de mi imperfecto cuerpo. En ese tiempo, necesario para que las notas lleguen desde mis oídos a las yemas de los dedos, he volado hacia otros lugares en los que las percepciones cambian y los sentimientos afloran. Una lágrima cae, otras muchas siguen a esa primera. 
Mis dedos, ahora, se posan sobre el inexistente teclado del iPad. Resbalan sobre la superficie del cristal, fría y suave, sin saber muy bien a qué recóndito lugar de mi alma me llevarán las palabras que empiezo a teclear sin demasiado sentido aún.
Hace diez días me encontraba en la cama de una mujer, ella no era una niña cualquiera. Inocentemente se podría decir que era una chica de vida alegre, otros menos ingenuos en cambio dirían que era una simple puta. El inexcrutable azar había hecho que nuestros hilos de la vida se entrelazaran un par de meses atrás. Sin embargo yo no estaba allí en calidad de cliente suyo, sino que esa mañana al despertar necesité imperiosamente a alguien que me abrazara y sabía que ella lo haría con afecto. Esa extraña amistad se había fraguado en base a una serie de confesiones más o menos íntimas al resguardo del anonimato que suponen los mensajes de whatsapp.
Tumbado en esa cama me pregunté cuantos hombres con sus fantasías habrían pasado por ella. Curioso cómo soy no me pude contener y le pregunté. Mi mente, entonces, deambuló durante un buen rato entre las imágenes de las historias, que esa mujer que ahora miraba mis ojos, me narraba. Fue en ese preciso momento cuando me di cuenta de que el ser humano está encorsetado. Enjaulado bajo unas normas y comportamientos que oprimen sus entrañas y que algunos deben liberar de alguna forma u otra. Todo el mundo tiene derecho a soñar, ya sea con mujeres embadurnadas en tomate o con chicas duchándose con ropa. Durante un rato ella y yo debatimos sobre la conveniencia de dejar que esas fantasías, normalmente bastante retorcidas y truculentas, las realizaran las propias parejas de los que allí venían. ¿Hasta qué punto uno puede ser sincero con su alma gemela?
Filosofamos toda la mañana sobre diversos temas. En un momento dado alguien se escuchó tras la seguridad de aquella puerta que, cerrada, guardaba todas las confesiones de tantos y tantos hombres. "Espera, que tengo que hablar con mi compi." Me dijo, interrumpiendo nuestra conversación. Al volver, yo le pregunté algo bastante estúpido. "¿Pero, y ella es puta también?" No llegué a verla pero la sola presencia de otra mujer, en la misma casa, que también se dedicaba a dar placer a los hombres me excitó. "Claro", me contestó. Añadiendo un..."pero ella es mucho más fea que yo". Reimos.
Ambos estábamos desnudos, necesitaba sentir el calor humano. Esa mañana mi intranquila alma requería ese contacto entre dos cuerpos. Piel con piel. Ella yacía en la cama de lado y yo le hablaba mirando su espalda. Abrazado a ella. De pronto comencé a llorar. No fue una gran llorera, simplemente unas pocas lágrimas derramadas por la tristeza que invadió mi corazón al darme cuenta de algo enormemente devastador.  

Un Minnesänger canta sobre el amor idílico. Eran trovadores germánicos que creían que existían dos formas de amor, el carnal y el del alma. Estos poetas y músicos iban de corte en corte lanzando sus rimas y versos a toda dama que quisiera escucharlos. Enamorando a muchas de ellas con tan solo recitar al pie de sus castillos y palacios sus dulces, ingenuas y melancólicas letras. 
"Un doble empeño me atormenta;
 amor carnal o amor sublime, 
 ¿en quién debo confiar?
 ¿Canto o no canto a las mujeres 
 mientras dura mi existencia?
 Tengo muchas razones, y de peso, 
 para no cantar ya más. 
 Pero sigo, pues mi apetencia de amor y juventud
 me alecciona, me incita, me arrebata." 
Estas palabras escritas por un famoso trovador llamado Raimon de Miraval dan buena cuenta de las tribulaciones de alguien que vive para y por el amor. 
¿Te tiras a todo lo que se pone a tu alcance o sigues enamorado del amor? 
Esa pregunta me vino a la mente mientras una exuberante mujer me mostraba su culo, como gesto indudable de amistad entre ambos, avivando mi libido en aquel pequeño lupanar en el que me encontraba. Fue entonces cuando le di un beso en su espalda, la abracé y solté esas lágrimas que afligían mi alma. Ella me entendió al instante. Hacía tiempo había transitado por esos parajes llenos de decepciones, pesares y angustias que es el camino hacia el amor. Sin embargo, ella optó por dirigir sus pasos hacia otros lugares con menos quebraderos de cabeza. Una puta tiene que dejarse de chorradas sensibleras no porque no posea un corazón capaz de amar sino porque es incompatible con una vida en pareja. 
Y en ese preciso momento, en el que me hice esa condenada pregunta, me di perfecta cuenta de que soy un puto trovador. Un maldito tipo que aún cree en los sentimientos que trascienden el alma y van más allá de cualquier lugar y tiempo. Un estupido que está enamorado de ese jodido concepto que es el amor verdadero y puro. Me llamo Rubén y soy minnesänger. Pobre gilipollas. 

lunes, 21 de septiembre de 2015

Día 19: El muro de pollas.

Una luz se vislumbra en mi oscura mente.
Ayer, mientas conducía, me di cuenta de un hecho irrefutable. Una pequeña apreciación que me hizo sonreír segundos antes de sortear a un viejete que iba con su antiguo Mercedes por el carril central de la autopista a ochenta kilómetros por hora. Maldita sea, tronco, ¡ponte a la derecha! Farfullé al sobrepasarle observando como el abuelillo agarraba con ambas manos el fino volante y me dedicaba una mirada desafiante. Sin querer pasar de largo sobre esa sonrisa que había provocado aquel pensamiento instantes antes, me olvidé enseguida del tráfico y dejé que mi mente divagara y le diera vueltas a una idea. 
Pollas y vaginas. 
A ver que gilipollez suelta Rubén hoy, seguro que os estaréis preguntando. Pues debo decir, mis queridos y desconocidos lectores (si es que los hay) que ayer el mismísimo Espíritu Santo debió aparecerse delante mío e hizo que contemplara con total claridad cual es la sutil diferencia entre hombres y mujeres.
¿Qué es lo que hace que una mujer moje sus delicadas y bonitas braguitas de encaje? Una idea. ¿Y qué demonios hace que a un hombre se le ponga tan dura como si tuviera un mástil de un navío inglés del XVII bajo los vaqueros? Una imagen. 
Puede que alguno de vosotros haya llegado a esta conclusión antes que yo, sin duda no soy el más avispado de los seres humanos, pero fue ayer cuando yo tuve esta especie de clarividencia y el velo que mantenía mi mente entre tinieblas se esfumó de golpe. 
It's all about ideas and images, como dirían los angloparlantes.

El Conquistador observaba con una terrible desazón y contrariedad lo que tenía frente a él mientras una joven dama le pasaba un trapo mojado en agua perfumada por todo su cuerpo. Se encontraba en una habitación amplia, luminosa. Grandes ventanales dejaban pasar la luz que proyectaba el sol, eso hacia más tétrico aquel lugar. Decenas de sombras inundaban la estancia, espectros fantasmales de vergas de todos los tipos y tamaños. Una visión que a Rubén le provocó el irremediable reflejo de taparse con las manos sus partes más nobles e hizo que se preguntara que desquiciada mente había ideado aquello. 
- Veo que te ha impresionado el muro de pollas.
Acababa de entrar en la habitación la mujer que un rato antes le había contado que estaba en la isla de Goreé, aquella que según las leyendas la poblaban mil mujeres, sin embargo esas fábulas con las que soñaban miles de marinos, no hablaban de esa espeluznante sala. 
- Pronto tu serás parte de esa pared, Conquistador. 
- Antes de tal honor me gustaría saber quien eres. ¿Cual es tu historia? ¿Cómo has llegado a aborrecer tanto a los hombres como para hacer algo así? Repuso Rubén señalando con la mirada el siniestro muro. 
- Mi nombre es lo de menos, mi querido pirata. La historia de mi vida no es muy distinta a la de la chica que limpia tu cuerpo ahora mismo.
- En serio, yo no soy el tal Conquistador ese del que hablas. Tan solo soy un comerciante, un mercader de té sin más ambición que la de hacer dinero. Podemos llegar a un acuerdo, se me da bien hacer negocios. 
- Las historias que hablan de ti cuentan que eres un valeroso corsario. Temido por los ingleses, franceses y españoles. Lo único que deseo de ti es tu polla, y eso es innegociable. 
- Ya que conoces tanto de él, ¿sabes que es lo que le mueve a desafiar al mundo?
- No me interesa lo más mínimo. Todos los hombres sois iguales, mucha palabrería sin sentido. 
- Las palabras son necesarias, comunican las almas. 
- ¡Venga ya, Conquistador! ¿Ahora me dirás que estas enamorado y que ella te espera fuera de esta isla?
- No, no lo estoy. Por eso debes dejar que me marche. Debo encontrar a mi amor verdadero y demostrar al mundo entero que es posible, que las historias felices existen.
- No me conmueves, querido. Hace mucho tiempo que en este lugar no creemos en el amor. Dentro de unas horas un molde de tu polla estará en esa pared, para uso y disfrute de todas las habitantes de Goreé pero primero comprobaré la mercancía yo misma antes de matarte. 
- Mátame si quieres, pero eso no hará que el mundo cambie. 
- No, desde luego que no. No aspiro a ello, mi única meta es sentirme mejor. Y según tengo entendido tu lo vas a conseguir, tu fama te precede. ¡Vamos, se acabó la cháchara! Pasemos a la acción, incluso te permitiré que me digas que me amas si con eso se te pone más dura. 

Quizá fuera un destello lejano de esas clases de filosofía infumables en las que un tipo extraño nos contaba las diferencias de pensamiento entre Platón y Aristóteles lo que me llevó ayer a tal extasis de comprensión. 
La batalla de los sexos llevada a ámbitos filosóficos contemplados por una mente, la mía para más señas, que nada sabe de Platón más allá de suponer que era un griego bastante listo y que tuvo sus momentos. 
Pollas contra vaginas. El combate del siglo. (Con permiso del Mayweather vs Paquiao) 
En un lado del cuadrilatero el mundo de las cosas visibles, en el otro el mundo de los conceptos o ideas. Dos formas de ver la vida muy distintas pero que, al mismo tiempo, están increíblemente cercanas.
La prueba esta en el viejo juego de insinuar o mostrar. Ellas siempre eligen la insinuación, las historias que sugieren una blusa transparente a través de la cual se vislumbra un sujetador negro, o una tímida sonrisa después de una caricia en el brazo, o el tan traído intercambio de miradas. Juegos e historias. Sin embargo, ellos prefieren ver esos turgentes pechos, sin más. Observar tetas y culos dejándose de cuentos. Sin ninguna duda, díganselo a la creadora del famoso Grey, una mujer escogería literatura erotica, un hombre ver porno. 
Ideas vs imágenes. 
Un día, hace algun tiempo, una chica que no me conocía de nada me contó una confidencia. Al leer una de mis historias ella se había excitado tanto que acabó haciendose un dedo. Creo que ha sido lo mas bonito que jamás me han dicho en relación a las estupideces que escribo. Me gusta ser parte del mundo de las ideas...aunque dos tetas....en fin, quizá en el fondo yo sea un poco andrógino y ambiguo o quizá solamente me mueva por esa delgada línea que divide la visual y sugerente representación de follar y el ideal e ilusorio concepto de amar.






lunes, 8 de junio de 2015

Día 18: La isla de las mil mujeres.

Hace unos meses estaba en la terraza de la casa de una bonita chica disfrutando de la luna, una buena conversación y un ron con limón que ella me había preparado. 
En un instante de la madrugada, mientras daba el ultimo sorbo a mi copa y miraba el reloj de soslayo, ella dejó caer la pregunta que todo hombre desea escuchar ¿quieres quedarte esta noche? La verdad es que estoy cansado para conducir ahora, me encantaría quedarme a dormir. Dije, estirándome en la silla metálica, bastante más cómoda de lo que se podría pensar a priori. No, no, no. Nada de dormir. Contestó ella. Si te quedas aquí es para follar, añadió con gesto serio. 

El conquistador yacía sobre la blanca arena de una desierta playa. Boca abajo y completamente desnudo, las tímidas olas golpeaban su cuerpo. Ese suave vaivén despertó a Rubén de su profundo letargo. Con los brazos y piernas entumecidos intentó incorporarse, lo cual le llevó un par de intentos. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? Confundido, se sentó un instante sobre el curvado tronco de una deforme palmera para hacer memoria. Logró recordar una batalla, un cañonazo que pasó muy cerca de él, un joven marinero desangrándose, y a Calico Jack blandiendo su espada con maestría. Más allá de eso, su mente no le dió mas pistas. ¿Cómo he llegado hasta aquí? ¿Y dónde demonios estoy? 
Tan sumido en esos pensamientos se encontraba que no se percató de la llegada de dos figuras, altas y esbeltas. Dos mujeres armadas con un par de sables se acercaban, con una tranquilidad pasmosa, a un Rubén desconcertado que tenía la mirada perdida en el mar. 
- ¿Y tu de donde sales? Preguntó una de ellas sacando a Rubén de sus cavilaciones.
El conquistador giró la cabeza hacia su interlocutora y sonrió al ver que al menos no había ido a parar a una de las muchas islas desiertas que poblaban aquellos confines de la tierra.  
- ¿Donde estoy?
- Hombreton, aquí las preguntas las hacemos nosotras. Esgrimió la otra mujer. 
- Soy un comerciante que viajaba en un mercante, llevaba café y té hasta la vieja Inglaterra. Mi buque naufragó y la verdad es que poco más se. Mintió Rubén. Mi nombre es John, John Wiggins.
En ese instante Rubén adelantó la mano en un ademán de estrechársela a ambas mujeres pero estas levantaron sus espadas haciendo que el pirata se echara para atrás. 
- ¡Tranquilas chicas! Solo quiero saber donde estoy.
- Muy bien señor W, ¡en pie! Vayamos al pueblo. 
Y así fue como con las manos atadas, desnudo y escoltado por dos altas mujeres el conquistador entró en un extraño lugar. Un sitio tremendamente inquietante. 

Hace unas semanas en mi whatsapp entraba este mensaje. "Yo de ti querría todo. Viajar, reír, emborracharnos, follar, hacer planes, seguir follando, discutir, volver a follar más...para terminar haciendo el amor en una playa de Brasil y que un chamán no case." Un mensajito que me sorprendió tanto como a cualquiera de vosotros, si es que alguien lee esto en algún momento. 

Decenas de mujeres se asomaban a las ventanas, curiosas por contemplar a ese inesperado invitado que enturbiaba el ecosistema reinante en aquel lugar. 
Rubén había escuchado leyendas contadas en tabernas por marinos embriagados de lujuria y ron a partes iguales, pero no creía que fuera posible un sitio así. 
Al llegar a una plaza bastante amplia le ataron a una columna de piedra coronada por la imagen esculpida de una diosa griega, de la que en alguna ocasión había visto algún grabado pero que ahora no conseguía recordar su nombre. 
Todo el pueblo se acercó a la plaza. Centenares de mujeres le rodearon, algunas se abalanzaban para tocarle, otras le escupían furiosas, la mayoría se mantenían expectantes. El jaleo iba en aumento hasta que alguien salió de una de las casas y se hizo el silencio. Un pasillo se abrió ante él, lo que le permitió observar a quien con una fuerte y potente voz, a la vez que extrañamente dulce, le inquirió...
- ¿Quién eres y como has llegado hasta aquí?
- Mi nombre es Wiggins, John Wiggins. Soy un comerciante nacido en Londres, hacia donde me dirigía cuando mi buque sufrió un percance. No se como he llegado hasta aquí, ni donde me encuentro.
- Señor Wiggins, se encuentra en la isla de Goreé. 
- ¿Las leyendas son ciertas? ¿La isla de las mil mujeres existe?
- En realidad somos cerca del doble. Mujeres repudiadas por sus maridos, denostadas por los hombres, maltratadas por el solo hecho de nacer distintas. Adoramos a Artemisa, la diosa guerrera y odiamos a cualquiera que represente a la sociedad fálica que nos gobierna. 
Rubén, viendo que el tema se ponía tenso intentó calmar los ánimos de aquella mujer.
- Solo quiero coger el primer barco que salga de aquí y dirigirme a mis desatendidos negocios en Inglaterra. 
- ¡Miente! Gritó alguien entre el tumulto. ¡Yo le conozco, ese es El conquistador!
Jamás, en toda su dilatada carrera de pirata, Rubén había sentido peligrar tanto su vida como en aquel momento en el que centenares de mujeres posaban sus ojos sobre su desnudo cuerpo.
 - Asi que el destino ha querido traernos al más afamado de los piratas. Dijo aquella mujer que parecía ser la portavoz de aquella furiosa marabunta. Y mientras acariciaba su torso bajando con la mano hasta su viril miembro preguntó... ¿Y qué negocios son esos que están tan desatendidos, Conquistador?
- No se quien es el tal pirata ese, ¡me llamo John Wiggins y soy comerciante de té! Exclamó intentando parecer lo más convincente posible. 
- ¡Llevadlo a mis aposentos! Y por todos los ángeles caídos del averno, lavadlo bien antes, ¡apesta a hombre!

- Me has llamado la atención porque he visto que haces crossfit, yo también. 
No hago crossfit, pero tampoco tenía que enterarse y llevarse una pequeña decepción, así que le seguí el juego. 
- ¿Como te llamas? Pregunté curioso.
- M... Y me encantaría verte si algún día voy por Madrid. Para cenar, llevarme de copas y lo que surja.
- Ah, ¿qué no vives por aquí?
- Hace unos meses, pero me he separado hace poco y ahora me he ido a vivir a A....
- Queda un poquito lejos, ¿no crees? 
- Solo quiero divertirme, pasarlo bien. Sin ataduras. Para eso no hace falta vivir al lado. 

En dos años he calculado que habré hablado con más de mil mujeres. Una cifra que asusta, ¿hay tantas mujeres en Madrid? Las conversaciones fueron de todo tipo, algunas extremadamente raras como la del mensaje de whatsapp de mas arriba, otras mas filosóficas, algunas tristes, la mayoria divertidas. Sin embargo algo de lo que han adolecido casi la totalidad de esas palabras es de cariño, verdadero afecto. 
¿Alguien me extraña? ¿Alguien realmente me echa de menos? 

He vuelto a hacer una pequeña prueba que hice varios meses atrás. Siempre mandaba unos mensajes cuando iba en el autobús por las mañanas. Un buenos días, unas frases de ánimo para empezar el día con una sonrisa, la gran mayoría de las veces tan solo era un breve intercambio de saludos. Un día dejé de hacerlo y de todas esas chicas, quizá unas diez o doce, tan solo dos o tres escribieron ellas deseándome un feliz día. Pasadas dos mañanas sin ser yo el primero que escribía nada más que de una de ellas recibí un buenos días. A la tercera mañana ni un solo mensaje en el buzón de entrada. Pues bien, he vuelto a repetir ese experimento con el mismo resultado.
¿Tengo que ser un babas como el resto de mis congéneres, pesado y agobiante hasta la extenuación, para que me hagan caso? Lo curioso es que cuando he vuelto a escribir a la mayoría de ellas su contestación a mi nuevo saludo mañanero fue...¿Que pasó? Ya no me dices nada. 
En esos instantes cierro los ojos y me hago una estúpida pregunta. ¿En algún momento de mi vida llegaré a entender a las mujeres?




miércoles, 6 de mayo de 2015

Día 17: La rubia platino.


En una apartada losa de uno de los pequeños cementerios diseminados por Dallas se puede leer este bello epitafio. "As the flowers are all made sweeter by the sunshine and the dew, so this old world is made brighter by the lives of folks like you."

Salgo a hurtadillas de mi silencioso retiro, impuesto básicamente por mi falta de inspiración, para comentar algo en lo que iba pensando esta mañana mientras los rayos de un enorme sol rojizo pegaban en mi cara haciendo que cerrase los ojos de vez en cuando. 
Frente a mi, a la derecha, observaba la cara de una preciosa rubia con la que llevo cruzándome un par de meses. Ella, distraída, tecleaba algo en su teléfono. Por curiosidad leí a quien iban dirigidas esas palabras, un tal Pepe era el afortunado. Recorrí su cara con la mirada. Increíblemente bonita, pensé al instante. De pronto me sentí celoso al ver que ella sonreía al mover rápidamente los dedos sobre el teclado de su iPhone. 
Cerré los ojos de nuevo deslumbrado por el sol. Ella se había sentado a mi lado varias veces, fruto del azar desde luego, pero por tonto que pueda hacerme parecer, siempre tuve esa pequeña ilusión de creer que se había fijado en mi y que por eso elegía ese asiento junto al mío. Esa sonrisa me devolvió al mundo real, la cruda realidad era que esa bonita rubia platino ni sabia que yo existía. 
Abrí los ojos para convencerme de que no era tan guapa como mi obnubilada mirada me hacía creer y entonces me di cuenta de dos cosas. Que ella seguía siendo igual de bonita pese a la decepción de saberme ignorado y que ahora escribía a un tal Manu, con la misma sonrisa, pícara y sensual, en su semblante. 
¡Malditas redes sociales que nos tienen más y mejor comunicados cada día! La rubita estaba jugando a dos bandas. A priori, eso me tendría que alegrar. Me dejaba una mínima oportunidad, donde caben dos hay hueco para un tercero. Sin embargo, volví a cerrar los ojos con un sentimiento de tristeza en mi alma. ¡Qué extraño es el mundo! Suspiré, dejando a mi caprichosa mente volar, esta soleada y primaveral mañana, hasta los suburbios de la ciudad de Dallas, en la polvorienta y lejana Texas. 

Bonnie Parker y Clyde Barrow se conocieron hacia finales de 1929 o principios de 1930. Tan solo un par de meses después enchironaron a Clyde por robo de coches y pequeños hurtos en tiendas. Le condenaron, por reincidente, a catorce años en una de las prisiones más duras de Texas. 
"Hola precioso, sólo unas líneas esta noche. ¿Cómo le va a mi niño? Hoy ha sido un día más, como otro cualquiera, pero duro... Precioso, cuando por fin te dejen salir a la calle, quiero que empieces a trabajar y, por Dios, no te metas en más problemas. Me preocupas tanto que esto es un sinvivir. Cuando estés limpio y no tengas que seguir huyendo, podremos salir a divertirnos un rato. Cómo odio escribirte cuando me siento tan triste como esta noche."
"Mi dulce niña, acabo de recibir tu dulce y esperada carta y créeme, fue toda una sorpresa saber de ti. Pero si casi no podía creer lo que veían mis ojos cuando descubrí tu letra en el sobre. Así que lo tomé y lo miré de cerca y al final tuve que admitir que era tuyo. Escucha, Bonnie, ¿quién demonios te ha contado todas esas mentiras sobre mi? Cielo, sabes de sobra que jamás he dicho nada parecido sobre mi niñita de ojos azules. Cariño, te quiero más que a mi mismo, que me hayan caído catorce años no significa que vaya a quedarme aquí para siempre. Madre fue a Waco a hablar con el juez. Le dijo el juez que la ayudaría a que me redujeran la condena a dos años. Si todo sale como espero, no voy a tener que vivir lejos de mi niña por mucho más tiempo."
"Te he echado tanto de menos, querido Clyde. No supe cuánto me gustabas hasta que te metieron en la cárcel."
"Daría cualquier cosa por poder ver de nuevo a mi niñita de ojos azules. Cielo, ni siquiera tengo una foto tuya. Cuando dejé el campamento número 1, no me avisaron con antelación, por lo que no tuve tiempo de recoger tu foto, así que por favor, envíame otra, si la tienes."
"...no te preocupes cariño, porque voy a hacer todo lo que esté en mi mano, y si al final no te sueltan, seré buena mientras estés encerrado, y esperaré, esperaré, esperaré, hasta que vuelvas conmigo. Te quiero."
"Bueno niña, voy a ir terminando por hoy, si me respondes esta carta te contaré más cosas la próxima vez. Te envío todo mi amor, de tu chico que te quiere."
Pese a conocerse tan sólo un par de meses antes de la reclusión de Clyde, ambos quedaron sumamente enamorados. Cuando salió Barrow de prisión, al segundo año de condena, ambos se reunieron por fin y Bonnie juró que jamás volverían a separarse. Ese fue el comienzo de una historia llena de muertes, balas y amor. Mucho amor. 

Hace años siempre que una chica me gustaba le hacia una simple pregunta. ¿Quieres ser mi Bonnie? Normalmente me respondían con un "Rubén, estas loquito." Hasta que un buen día, alguien sorprendentemente me dijo..."Ru, robaremos bancos juntos. Seremos Bonnie y Clyde eternamente."
Curiosamente su visión de lo que significaba la palabra eterno difería de la mía. En fin, ya lo dijo Einstein, el tiempo es relativo. 
Después se lo he vuelto a comentar a alguna que otra chica y lo máximo que he conseguido fue un "jajajajaja" seguido del tan escuchado "estas loco, Rubén." 

Mayo de 1934. Clyde conducía su veloz Ford V8 de camino a la casa del padre de uno de sus compinches. Bonnie sonreía a su lado. Cerca de la granja a la que se dirigían vió la furgoneta del padre de su amigo parada en la cuneta y aminoró la marcha para echar un vistazo. Acto seguido, y sin poder apenas reaccionar, seis hombres escondidos tras unos matorrales abrieron fuego con sus armas automáticas. Bonnie Parker y Clyde Barrow eran acribillados a balazos, traicionados por un miembro de la banda. Minutos después los cuerpos sin vida de la pareja más famosa de foragidos yacían ensangrentados en el suelo para deleite de los morbosos que se acercaban para recoger casquillos o cortar mechones de pelo que luego podrían vender a buen precio. 

Las cosas no han cambiado mucho en ochenta años. Las cartas de amor de Bonnie y Clyde no son tan diferentes a los mensajes que se mandan hoy en día. Quizá los de ahora mucho menos inocentes y parcos en palabras que los de entonces. Incluso la dulce Bonnie también jugó a dos bandas en cierta forma, ella aún estaba casada con otro cuando conoció a Clyde.
Esa bonita sonrisa que la rubia platino tenía al leer los mensajes de Pepe y Manu me ha hecho pensar, e irremediablemente unas preguntas, sin respuesta muy definida, se han asomado por mi cabeza. ¿Mis palabras harán sonreír a alguien de esa forma? ¿Alguna vez una preciosa niña de mirada curiosa me dirá que me echa de menos? ¿Existirá en el mundo alguien que quiera atracar bancos junto a mi y me susurre al oído que sea su Clyde para siempre? Quien sabe.

Diez millas, unos dieciséis kilómetros. Esa es la distancia que hay entre el Western Heights Cemetery y el Crown Hill Memorial Park, dos pequeños cementerios en Dallas. En uno se vislumbra una losa con un par de nombres. Uno de ellos es Clyde C. Barrow. Horadada en la piedra se puede leer la leyenda..."gone but not forgotten." En el otro camposanto, un poquito más al norte de Dallas, un nombre de mujer está cincelado en otra pequeña losa, Bonnie Parker. Debajo, unas bonitas palabras..."De la misma manera que los rayos del sol naciente y el rocío dan esplendor a las flores, este viejo mundo es más brillante por las vidas de gente como tú."
"Jamás te dejaré." Juró al verle salir de la prisión de Eastham, mientras le daba un gran abrazo y le besaba suavemente en los labios.
No se vosotros pero yo no tengo ni la más mínima duda que, a pesar de que sus cuerpos descansan eternamente separados, sus almas vuelan juntas más allá de las nubes. Eso es el amor, el amor verdadero.

                              

jueves, 12 de marzo de 2015

Día 16: Miradas.

La noche en París era perfecta. Me encontraba sentado a la orilla del Sena, observando los iluminados arbotantes de Notre Dame. Miré el reloj. Aún quedaba un rato para que saliera el barco turístico que recorría el sinuoso río que me llevaría desde allí a la Torre Eiffel. De pronto me apeteció un helado, giré la cabeza en todas las direcciones buscando algún sitio cercano donde pudiera comprarlo pero no vi nada. Así que, al no encontrar sitio alguno donde poder satisfacer mi antojo, comencé a caminar alejándome del río en dirección al barrio latino. Cinco minutos después tenía mi capricho de chocolate blanco en la mano, no obstante aún no lo abrí. Esperé a estar de nuevo junto a las aguas del Sena, escuchando su débil murmullo, para disfrutar de mi afición por el dulce. En fin, que sentado en el mismo lugar y con la imponente silueta de la catedral al otro lado decidí que ya era hora de zamparme el susodicho helado. Quité el envoltorio y lo doblé guardándomelo en el bolsillo para tirarlo más tarde en una papelera y al ir a darle el primer bocado un pegote blanco se estampó contra el suelo. Me quedé tonto. Los ojos iban, una y otra vez, del solitario palo que aún estaba en mi mano a la masa informe que yacía en el suelo. Mi mirada era de una incredulidad absoluta y sólo pude exclamar...¡Jo, mi helado!

Lugar, Las Vegas. Escenario, el hotel Treasure Island. Hora, entre las ocho y las nueve de una calurosa noche. La gente se agolpaba alrededor de mi. Algunos portaban en sus manos cámaras de fotos, otros grababan con sus móviles, la mayoría sostenían una cerveza o un vaso repleto de alcohol. Todo ese barullo se me olvidó al ver a las sirenas, y en concreto a la preciosa rubia que era la que capitaneaba el grupo. Me quedé embobado mientras cantaba y subía al mástil de aquel barco pero más aún cuando la vi bailar sobre la cofa del buque. ¡Dios mío! ¿Era una persona real o una sirena? Desde luego mi mirada era de deseo, un deseo irrefrenable por ser el pirata que bailaba junto a ella.

Tumbado boca abajo, en la playa, escuchaba música. Tenía la manos cruzadas sobre la toalla y en ellas apoyaba la cabeza, ladeada hacia la derecha. Aunque me apetecía echarme la siesta, mientras la suave brisa matizaba el bochorno de la tarde, no podía cerrar los ojos. Imposible. A mi lado, a unos pocos metros, se encontraba la chica más bonita que había visto en mucho tiempo. Durante un buen rato me debatí en decidir cual sería la mejor forma de proceder. ¿La saludo con un hola y le pregunto cualquier gilipollez?¿Espero a que ella me mire y hago un gesto con la cabeza?¿Acerco mi toalla a la de ella? No encontrando una manera idónea para un primer contacto, giré la cabeza hacia el otro lado y miré el contraste de los dos azules más bellos del mundo. El del cielo y el mar. Sin embargo mi semblante no era el de una persona que se deleita ante tal belleza. Mi mirada era la de un hombre pusilánime. ¡Maldito cobarde! 

Aeropuerto de Dallas. Sentado en la sala de embarque miraba con cierta pesadumbre las pantallas que tenía frente a mi. Una informaba de los vuelos que salían de Texas, en la otra una reportera de la CNN hablaba sobre algo a lo que no prestaba demasiada atención. De pronto, mis ojos se iluminaron al escuchar un anuncio por la megafonía del aeropuerto. El vuelo estaba completo y habia lista de espera, ofrecían un bono de 600$ a quien no tuviera prisa y quisiera volar al día siguiente. Miré mi tarjeta de embarque...from Dallas/Fort Worth to Madrid/Barajas. ¿Joder, y si nos quedamos un día? Media hora pasé intentando convencer a mi acompañante para postponer nuestro regreso. Durante todo ese tiempo apelé a las bonanzas de la ciudad Texana, imploré un día más de vacaciones. Lamentablemente mi mirada de súplica no surtió efecto, y todo se zanjó con una verdad sobrecogedora. Ru, mañana te pasará lo mismo. 

Contaba con doce o trece años e iba en un autobús junto a los demás niños de mi clase. Nos dirigíamos al planetario. Jamás pensé que me llamaría tanto la atención esa excursión, pero cuando un hombre, en una oscura sala en la que en el techo se veían miles de puntitos blancos simulando estrellas, nos dijo que el tiempo se dilata y que cualquier objeto que viaje a una velocidad cercana a la de la luz envejece más lentamente, un misterioso resorte se movió en mi interior e hizo que mis ojos se abrieran como platos. ¿Sería posible ser inmortal? Me pregunté, seguramente influido por la película "Los inmortales" que por aquella época era una de mis preferidas. En aquel instante, al descubrir que el tiempo no era lo que yo pensaba, puse una mirada curiosa ante aquel nuevo mundo que se abría bajo el manto de aquellas estrellas de pega. Mis ojos delataban a un niño que quería saber más sobre un tipo llamado Einstein y sus historias sobre la relatividad. 

Lloraba. No podía parar. Estaba triste, apenado, rabioso. ¿Por qué?¿Por qué tenía que morir? Quizá fuera que ese día estaba más sensible, puede que la historia me hubiera llegado al alma. No lo se. El caso es que viendo Titanic no pude dejar de llorar al ver que el protagonista moría y su historia de amor se truncaba para siempre. Mi mirada era de una pena terrible.

Leía distraído en el metro ligero. Mis ojos, aún medio dormidos, se esmeraban por seguir cada línea de esa página y no perderse en un mundo lleno de letras. Levanté un segundo la vista y entonces, tan rápido como el aleteo de una mariposa, se desencadenó la más absoluta brutalidad de la que es capaz el ser humano. Un tío de unos treinta y pico años pegaba un par de puñetazos a un chaval de no más de quince o dieciséis. Dos golpes secos directos a la cara que hicieron que me quedara paralizado. ¡¿Pero qué cojones ha ocurrido?! Mirada asombrada, llena de extrañeza e incomprensión mezclada con algo de miedo al darme cuenta de que el ser humano es desmesuradamente violento.








lunes, 9 de febrero de 2015

Día 15: El viento que agita la cebada.

Es una fría mañana de lunes, la oscuridad aún se mantiene en las desiertas calles. Al despertar de un sueño que, intuyo, ha sido extraño, una terrorífica frase se asoma a mi somnolienta mente, yo no amo a nadie y nadie me ama a mi. ¿Hay algo más triste que eso? Me pregunto tras el cobijo del confortable edredón. Al meterme bajo la ducha, para activar mente y cuerpo, una historia invade mis pensamientos. Vuelo lejos. Tanto que en mi viaje me encuentro a guerreros con corazas de hierro, a comerciantes que llevan sus mercancías en desvencijados carros tirados por viejas mulas, y por supuesto, como no podría ser de otra forma siempre que de amor hablo, no puede faltar una bonita dama que cante recorriendo los verdes valles de Irlanda. Esta jovencita, que salta y baila despreocupada, aún no es consciente de que su vida está a punto de cambiar de una manera brusca, mágica, desgarradora...

Mucho tiempo antes de que Wagner compusiera su ópera, la leyenda de Tristán e Isolda corría de boca en boca. Pastores, juglares, mujeres enamoradas y niños soñadores, todos contaban esta extraña historia sobre un caballero y cierta dama rubia. Tan famosa llegó a ser la leyenda que muchos poetas escribieron preciosos versos sobre ella. Yo relataré aquí, brevemente, mi propia versión de lo que ocurrió basado en los diversos legajos que han llegado hasta nosotros. Cuentos narrados entre la realidad y la ficción, sin saber muy bien en que lado de la línea se sitúan los hechos acaecidos y que ocuparon la mente de las gentes del norte de Europa varios siglos atrás. 
Tristán era un noble y valeroso caballero, tan intrépido y osado que perteneció a la mesa redonda del rey Arturo. Imagino a esos hombres sentados en círculo, Lancelot, Palamedes, Arturo, el propio Tristán y al loco Merlin entre otros comentando como iba el mundo y que podrían hacer para mejorarlo, quizá asemejable a una especie de reunión del G20 actual. Entre reunión y reunión de esos encomiables caballeros, Tristán, considerado uno de los más audaces de cuantos se sentaban a esa mítica mesa, aceptó un recado de su tío, el rey de Cornualles. Este le pidió que fuera al reino de Irlanda para traer a su futura esposa, una princesa llamada Isolda. Sin embargo Mark de Kernow, el susodicho rey, no contó con un pequeño detalle. Su sobrino, aquel hombre que se había enfrentado al temible dragón de la cueva de Michael, aquel que había contemplado los ojos de ese infernal ser y había salido victorioso, caería rendido ante la mirada de esa tímida princesa de rizados y dorados cabellos. Perdidamente enamorado de ella no pudo hacer otra cosa que callar su amor, en breve sería su tía y su noble alma le impedía decir nada a esa preciosa chica que montaba a caballo junto a él por los senderos de regreso al sur. No obstante, un infortunio (o una bendición, según se mire) ocurrió una de las noches que pararon para dar descanso a los caballos y tomar algo de comer. La sirvienta les condimentó la cena, por error, con la pócima de amor que la madre de la princesa había preparado para que se la bebiera junto al rey y que su amor no se truncara si ella no sentía atracción ninguna por el viejo y poderoso monarca. Los matrimonios de conveniencia es lo que tienen, nunca sabes si el corazón latirá alguna vez o no, así que con ese brebaje la reina se aseguraba una buena unión entre dos grandes territorios, Irlanda y Cornualles. Isolda, la reina (la mamá y la hija compartían tanto nombre como belleza), no se podía imaginar que esa pócima que elaboró con tan buenos deseos haría que su hija viviera con una pena terrible durante toda su vida. Pero no adelantemos acontecimientos, la historia continúa en esa cálida noche de verano en la que el bueno de Tristán y la inocente Isolda se toman el elixir del amor verdadero sin que ambos pudieran resistirse al embrujo y se amaran bajo el manto de las estrellas y la luz de una gigante luna llena. Allí, junto a un milenario árbol, Tristán juró amor eterno a Isolda. Y allí también, con la luz de aquella enorme luna reflejandose en los preciosos ojos de Isolda, ella le prometió amor incondicional y eterno a él, regalándole el anillo que el cornudo rey Mark había mandado llevar a Isolda como ofrenda. Se lo puso al cuello atado por un fino cordel y acordó con la princesa que hablaría con su tío al llegar al castillo para suplicarle que dejara que ambos pasaran el resto de su existencia uno junto al otro. 
Cabe destacar en este punto que en la Edad Media los cuentos felices no solían abundar demasiado y menos si en medio de toda la historia se encontraba un poderoso rey herido en su orgullo. Este, al enterarse de la traición, expulsó a Tristán de sus tierras y se casó con la bella Isolda separándoles quizá para siempre. 
Durante un tiempo el valeroso caballero deambuló de un lado a otro sin meta ni rumbo determinado. El otrora audaz y temido caballero se había convertido en un ser sin luz, sin pasión, sin vida. Pero un buen día otro gran rey le sacó de su letargo. Hoel de Bretaña, que conocía las increíbles hazañas del mata-dragones Tristán, le pidió que combatiera a su lado. El joven aceptó. Lucharía hasta morir ya que nada tenía que perder; su vida, sin amar, no valía ni una sola moneda. Curiosamente el rey de Bretaña tenía una hija, pero lo más extraño de todo fue que también se llamara Isolda. Raro cuanto menos, ¿no creéis? Isolda no es un nombre anglosajón, sino que tiene raíces vikingas, la vida esta llena de increíbles casualidades, oportunos misterios si queréis. Tristán acabó casándose con esta tercera Isolda de la historia pero, más que nada, porque le recodaba a su bella princesa de Irlanda. En su matrimonio no había amor, tan sólo recuerdos. Triste, ¿verdad?
Una lluviosa tarde, en un inmenso campo de cebada, se libró una épica batalla. Tristán, enfundado en una cota de malla que le cubría el pecho y la espalda, luchó con fuerza. Sus ojos brillaban como el fuego en una oscura noche, nadie quería encontrarse con ellos ya que su mirada era la de un hombre que no temía a la muerte. Eso le hacía ser un oponente muy peligroso, quizá el único en todo aquel valle que pudiera decantar la batalla para el lado de su suegro Hoel. Sin embargo, mientras manejaba su espada dando mandobles de un lado a otro manteniendo en guardia a un hombre de larga melena rubia y tan grande como un buey, otro se le acercó por un costado y aprovechando un instante en el que estaba concentrado en el melenudo gigante, le hirió de muerte. Al acabar la contienda, el pobre Tristán yacía sobre el campo de cebada mecida por el suave viento de la tormenta. Un rayo iluminó la cara de Isolda, la tercera, que llorando acariciaba la cara de Tristán. Ve a buscar a mi tía, tráela ante mi si alguna vez me has amado, le pidió el moribundo antes de que el trueno desgarrara el cielo y el alma de la hija del rey de Bretaña. 
Un par de días después un barco se preparaba para zarpar en busca de su verdadero amor. Antes de partir, Tristán le pidió al capitán dos favores. Toma, le dijo, dáselo cuando la veas. Sobre la palma de la mano del viejo hombre de mar reposaba un anillo, el mismo que ella le regaló aquella lejana noche que se juraron amor eterno. En cuanto lo sostuviera entre sus delicados dedos sobrarían las palabras o carta alguna. Lo segundo que pidió fue que desplegara velas blancas si ella volvía con el buque, si no era así las velas serían negras. 
El tiempo pasó lentamente pero al fin el barco se asomó por la bahía. Tristán, demasiado débil para levantarse del catre, preguntó a Isolda de que color eran las velas. Negro, mintió ella, herida en lo más profundo de su alma. Tristán entonces cerró los ojos y derramó un solitaria lágrima que resbaló por su mejilla. El corazón entristecido del bravo caballero que una vez fue la mano derecha del rey Arturo y amigo del gran mago Merlin paró de latir. Un instante después exhaló su último aliento. 
Isolda, la primera, bajó del barco lo más rápido que pudo y salió corriendo por las calles del pueblo tropezando en más de una ocasión por el desigual empedrado de las callejuelas. Al llegar a la habitación donde yacía Tristán ambas Isoldas se encontraron por primera vez. Tras un breve cruce de miradas desafiantes la princesa de Bretaña se hizo a un lado, la de Irlanda cogió en sus brazos al amor de su vida y le besó en los labios, fríos e inertes. Entonces rompió a llorar, un llanto débil y continuo. Se sentó sobre el catre y abrazada a él meció su inmóvil cuerpo como el viento agitaba los campos de cebada el día en el que, en una escaramuza entre dos reinos enfrentados en algún lugar del norte, fue acuchillado de muerte. 

El amor duele, no hay duda. Tristán, Isolda y todos cuantos alguna vez estuvieron enamorados lo podrían corroborar; pero si dejo de creer en él, por miedo o simplemente por protección ante esa pena que invade el alma ante algo que de pronto se esfuma, ¿en que lugar me dejaría eso?¿qué clase de persona me haría ser?
Esa tímida esperanza de encontrar el amor es lo que me mantiene con vida. El convencimiento de que en cualquier inesperado momento, quizá en una fría  y oscura mañana de lunes como la de hoy, alguien susurrará mi nombre junto a un te amo. Y al igual que cuando salgo a correr y el viento en contra me hace ser más perseverante en mi esfuerzo, en cada ocasión que me encuentro a alguien que me dice que todo es una leyenda urbana, que el amor no existe o que la vida les va mejor sin ese sentimiento de saberse amado, cada vez que alguien me comenta algo tan triste como eso, (y no son pocas estas personas) cierro los ojos, aprieto los puños y me digo...Rubén, la victoria llegará. No hay nadie más cabezota que yo, probaré que el amor verdadero existe o moriré en el intento. Palabra de caballero, encontraré a mi Isolda y jamás la dejaré escapar.